LA gran aportación de la modernidad, hija del romanticismo, acaso haya sido mirar el mal como un gran valor estético. El primero en sembrar las flores del mal fue Baudelaire; los surrealistas trasplantaron al marqués de Sade, y después de eso todos se apuntaron a la fiesta, poetas alcoholizados, escritores fascistas, filonazis y leninistas, camicaces de la heroína... El bien, que se caricaturizaba para escándalo de los púlpitos, era aburrido; el mal, mucho más divertido, era además un buen atajo para la gloria, esa ficción. Se diría que nada que no fuera anómalo podía triunfar, que la vida no valía nada sin cargar las tintas. Lo resumió bien la achampanada Mae West en una frase de cine, el lenguaje de la modernidad por excelencia: “Las chicas buenas van a al cielo, las malas a todas partes”. En cierto modo los más avispados se pusieron por montera a Nietzsche. Él había dicho: “La moral a través del arte, y el arte a través de la vida”. Los modernos le desmintieron. Dijeron: para nihilismo, el nuestro, ética sin estética y estética sin ética. Lo que sucedió a continuación es de sobra conocido.
Lo oímos muchas veces. Un gran artista podía hacer una obra maestra sin dejar de ser un canalla, ser un gran poeta y un proxeneta, un asesino, un pederasta. Cuando trataba uno de rebatirlo, se le creía un puritano. Hace unas semanas La Vanguardia publicó una entrevista con Howard Gardner, científico de la universidad de Harvard. Ciencia, Harvard... Al fin, el primo de zumosol. Tras años de investigaciones y experimentos, ha llegado a conclusiones que no hacen sino confirmar lo que por otro lado siempre se ha sabido, desde Homero: los verdaderamente grandes lo son porque son verdaderamente buenos, aunque no todos los buenos lleguen a grandes. “En realidad, las malas personas no puedan ser profesionales excelentes”, sostiene Gardner; “no llegan a serlo nunca. Tal vez tengan pericia técnica, pero no son excelentes. Lo que hemos comprobado es que los mejores profesionales son siempre ECE: excelentes, comprometidos y éticos”. Desde luego no siempre es fácil dilucidar el valor de una obra, pero ayudará mucho saber cómo era su autor en su casa, en la vida, con los más débiles. Y el ser humano, que nace cojo de los dos pies, llega más lejos con estas dos muletas, una y otra: ética y estética.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de septiembre de 2017]