HACE un año se me dio a leer la reseña de Sebastiaan Faber, que le había encargado la revista Ínsula, y que aparece en el número de mayo. No puedo reproducirla aquí, como me gustaría, porque no está colgada en internet. Es verdad que podría copiarla yo, pero para eso se requeriría un entusiasmo que no siento. A quien le interese, no le resultará difícil encontrarla, porque Ínsula es una revista que circula, sobre todo en los medios universitarios, aunque por mi réplica se puede deducir por dónde iban los tiros.
Mi primer impulso fue pasar de réplicas y dejar libre el campo al señor Faber al frente de su Brigada Lincoln y de su pelotón de fusilamiento, pero acabé aceptando la invitación que me hicieron Jordi Gracia y la directora de Ínsula Arantxa Gómez Sancho. A ella especialmente quiero agradecer la dedicación y cuidado que ha puesto en la edición de ese dossier y la comprensión que han convertido la ilusión de no haber colaborado nunca en su revista, en deseo de seguir haciéndolo. Aunque, la verdad, aquello otro también fue bonito mientras duró.
* * *
AGRADEZCO al profesor Jordi Gracia y a Atanxa Gómez Sancho la invitación a replicar al
profesor Sebastiaan Faber, que publica aquí una reseña de Las armas y las
letras.
Es, creo, una de las reseñas más tendenciosas y difamatorias de las
muchas que he leído sobre este libro, a lo que sin duda contribuyen los
resabios del reseñista, por una parte, y su falta de probidad intelectual, por
otra, contaminado todo ello de un pathos impropio de una publicación académica y
especializada como Ínsula,
en la que ya no podré decir, como ha sido mi ilusión hasta hoy, que no he colaborado nunca, y en la que
se da por sentado que las opiniones aquí recogidas lo están por haber alcanzado
esa autoridad que se expresa con un “nosotros”. Se diría que Faber ha
pretendido en su crítica más que un ejercicio de comprensión y evaluación, el
más acorde con él de levantar sospechas o el de la delación sin fundamento.
Habla Faber de cinco puntos: estilo, tono, propósito, descripción y
valoración del libro.
Pasaré por alto sus observaciones sobre el estilo, a saber, el uso y
abuso recurrente y “perezoso”,
según él, del etc. (una búsqueda automática en el documento nos da, para un libro en
cuarto de más de seiscientas páginas,… ¡trece etc.!, lo que no parece excesivo;
y lo mismo le digo de las erratas: seguro, seguro, que ni son tantas ni tan
importantes: que las diga); en cuanto a sus observaciones sobre el empleo del
“uno”, sabría, si hubiese leído alguno de mis libros, que no “borra” ninguna
división antagónica: es sólo una cortesía en un mundo donde, basta leer a
Faber, hay demasiados yos innecesarios.
Y que afirme que uno de los mayores “encantos” del libro es su “tono
ligero” y “hasta juguetón”, no pasa de ser una de esas insidias que no por
circularse con una sonrisa son menos venenosas, y también la paso por alto.
Vamos, pues, con lo que el cree propósito de mi libro. El hecho de que
haya hecho tantas menciones a su prólogo, me hace sospechar que es lo único que
ha leído de él, y como el uso del entrecomillado de Faber es de una clamorosa
falta de eticidad, pongo aquí lo que se dice allí, no lo que Faber dice que
dice: “Entre los defectos que se le han achacado a esta obra, muchos de ellos
seguramente incontestables, hay uno injusto: el de creer que su autor ha
tratado de mantenerse en esa equidistancia que ha ido ganando terreno
últimamente: la de pensar que en la guerra todos fueron iguales, y que tanto un
bando y otro, hermanados por las tropelías, venían a ser poco más o menos lo
mismo. Dejemos zanjada esta cuestión: los crímenes, de una zona y otra, fueron,
ciertamente, equiparables. Pero, por suerte para España y para nosotros, no
todos los que vivieron aquella guerra fueron asesinos ni representan lo mismo:
los irrenunciables principios de la Ilustración sólo estaban representados en
la República; la lucha del otro bando fue por la civilización cristiana de
Occidente y los privilegios seculares bendecidos por ella, mediante una cruzada
que trataba precisamente de conculcar tales principios, sabiendo, desde luego,
y como se repite hasta la saciedad en este libro, que ni todos los que
combatieron con la República fueron demócratas o ilustrados ni todos los que
arroparon a los fascistas fueron fascistas ni dejaron de ser ilustrados, si
acaso lo eran antes”. Que Faber diga que “a Trapiello le da igual que le llamen
casi de todo, menos apólogo del franquismo” no pasa de ser la insinuación de lo
contrario, una simpática delación de chequista.
El propósito de mi libro, pues, no es como afirma esa reseña, excluir
a unos para incluir a los contrarios mediante sentencias sumarias, sino
demostrar que, como dice Machado, la retórica bélica fue similar para los dos
bandos. En este sentido la actitud
inquisitiva y tendenciosa de Faber, presidente del archivo de la Brigada
Abraham Lincoln, me impresiona lo mismo que si fuera la del gaitero mayor de la
Legión Condor.
Al contrario que Faber, nunca me he arrogado la posición
tribunalesca del “nosotros” para dictaminar sentencias sumarísimas. Más bien al
contrario. En otras palabras: nunca he pretendido ser historiador y menos, historiador de la literatura. Me he
limitado en este libro, en tanto que escritor, a hacer una investigación exhaustiva
en torno a un asunto que me concierne y que me inquieta. En este sentido he
tratado de preguntarme cuál es la función social del intelectual después de las
matanzas del siglo XX y especialmente en España, un país que ha tenido tantas
guerras civiles y que ha padecido la violencia hasta hace bien poco.
¿Por qué la respuesta a esa pregunta ha surgido a menudo fuera de la
ortodoxia académica? O bien: ¿Por qué un libro como Las Armas y las letras no se escribió en el ámbito académico,
como sin duda tendría que haberse escrito, y por qué tardó tanto en escribirse,
medio siglo después de terminada la guerra?
Sin duda porque el concepto de historia que tutela, o tutelaba hasta
1994, muchos estudios académicos, salvo honrosas excepciones, funcionaba como
un mecanismo de exclusión de lo más eficaz. La prueba de ello está expresada en
la máxima según la cual los escritores que habían ganado la guerra habían
perdido los manuales de literatura, por lo mismo que a muchos se les regalaron
dichos manuales (tesis, ensayos, congresos, etc., etc., etc., etc., etc.) sólo
por haberla perdido, la prueba de ello, decía, es, también, Faber. Un profesor,
sobre todo mediocre, podía hacer carrera universitaria con cualquier escritor o
escritorzuelo de izquierdas, pero sólo alguien inteligente (pienso en Mainer)
se atrevía a transitar otros caminos. Por eso me parece especialmente grave
minimizar la importancia y el contexto en el que han aparecido figuras como
Chaves Nogales, Clara Campoamor, Morla Lynch o Castillejo, según Faber
“(re)descubrimientos” sólo para “el gran público”. No: esos han sido
(des)cubrimientos a secas, sobre todo para el pequeño mundo académico, que
había vivido cincuenta años mirándose el ombligo. Y su importancia consistió en
que, por primera vez, se ponía en entredicho el relato que habían hecho de la
guerra unos y otros, hunos
y hotros, demostrando
la afinidad entre la retórica y la barbarie de todos ellos. Sí, se ponía en
entredicho the big picture,
que ha resultado ser no una picture en cinemascope, como sigue creyendo Faber, sino
una copia de copia de copia en super 8, y en pésimo estado, por cierto. Lo
pusieron en entredicho esos escritores que acabo de citar y lo puse yo. Sólo
los Faber, que ya daban por cerrado el relato de la guerra, se han revuelto
rabiosos contra la pregunta y contra la respuesta. Pues desde mi punto de
vista, el concepto de historia que debería haber presidido las investigaciones
es el concepto benjaminiano de historia abierta, que no da como cerrado el
pasado, sino que toma como referencia otras coordenadas descartadas o desconocidas
anteriormente y que hacen posible la recuperación de obras y autores
ensombrecidos por la sanción oficial del éxito. Una noción de historia que da
visibilidad, y por lo tanto amplía y enriquece el arco interpretativo al
aportar nuevos enfoques, pero que requiere la paciencia y el esfuerzo
suplementario de rastrear las pistas de unas fuentes para las que no hay un
fácil acceso, ya que no están disponibles, sino más bien a trasmano,
escondidas, cuando no arrumbadas y lejos de los circuitos de la industria
cultural y de la escolástica ortodoxa universitaria, a la que Faber pertenece.
Sospecha Faber que no mira uno con simpatías a los escritores o
artistas comunistas. Tiene razón. ¿Y? ¿Cuál es el problema? La mayoría de ellos
eran estalinistas, algunos participaron o propiciaron las matanzas de
anarquistas y poumistas, otros fueron más lejos y alentaron en sus revistas los
asesinatos indiscriminados y genocidas de las checas o miraron hacia otro
lado.¿Qué tiene de admirable todo eso? ¿Acaso no digo lo mismo de las
retaguardias fascistas? Me acusa Faber de decir de Renau que era “fanático”,
“estalinista” y “ortodoxo” y a Gaya de señalar que los carteles de Renau se
parecen como dos gotas de agua a la estética nazi. ¿Algo de todo esto no fue
así? ¿Dónde está el moralismo? Más grave es la acusación de que mi posición es
más tolerante con los fascistas y otros que simpatizaron con los sublevados,
que con los comunistas. ¿Tolerante con Giménez Caballero, con Torrente, con Laín y Tovar, con Rosales, con d’Ors,
con Ortega, Pérez Ayala o Marañón? ¿Qué libro ha leído Faber? O mejor dicho,
¿qué libro quiere hacer creer Faber que es este?
Los vencidos en las guerras son principalmente las víctimas de la
violencia en la retaguardia, sean del bando que sean. Y esto es la parte
compleja de la historia. La parte que queda en la sombra, como es el caso de la
tercera España, la que no era violenta, la que fue suprimida de los textos, de
la escritura. De modo que cuando hablamos del compromiso de los escritores,
deberíamos preguntarnos si éste no pasa ante todo por hacer una profunda
reflexión sobre la violencia. Ese camino que ya fue indicado por Walter
Benjamin en un texto difícil y oscuro:
Hacia una crítica de la violencia.
Me parece
poco serio reducir a simple moralismo lo que es una constatación política o un
juicio estético enunciado desde una posición ética, como ha sido mi propósito a
lo largo de todo el libro. Y se equivoca Faber cuando implícitamente me
atribuye simpatías hacia el “arte por el arte”, como si “un humanismo
tradicional y conservador” me impidiera apreciar la calidad literaria de una
obra confesional. No es mi intención descalificar el compromiso cívico en sí de
las letras, sino el sometimiento del texto a un programa y la reducción de la
obra literaria a mera proclama política. Entiendo que la creación abre caminos
y posibilidades diferentes de vida, pero no creo lícito marcar direcciones de
circulación obligatoria. La literatura, en mi opinión, debe formar el sentido
crítico y no ser sólo un medio de adoctrinamiento, precisamente porque
presupone una mayoría de edad del lector al que le deja un amplio margen de
libertad para elegir y reflexionar. Claro que los poetas pueden tomar partido,
pero en esto me sumo a la opinión de Juan Ramón Jiménez, quien considera que el
activismo político en literatura exige una forma de expresión que tiene más que
ver con el arte de convencer y de seducir, con la persuasión y la imposición de
una retórica que se aleja del lenguaje de la poesía.
“Las Armas y las letras es un proyecto de inclusión, hasta la salvación”,
dice Faber. ¿Que se quiere insinuar con ello? ¿Que se hayan recuperado las
obras de Campoamor, Morla, Castillejo o Chaves (a quien sin duda Faber
“paseará” cuando dentro de veinte años se entere de lo que este pensaba, con o
sin matiz, de sus admiradas brigadas internacionales: “receptáculo de todos los
criminales aventureros y desesperados de Europa”)? ¿Que lo hayan dicho testigos
oculares de izquierda, republicanos y demócratas, y no fascistas? ¿Que frente a
los estalinistas de ayer prefiramos, como escritores y como personas, a Juan
Ramón, Cernuda, Gaya, Dieste y tantos? ¿Que se haya pedido una mirada al fin
desprejuiciada sobre la obra literaria de Panero (Leopoldo, Faber, no Juan,
Leopoldo: hay que estar más atentos en clase), Cunqueiro, Unamuno, Pla, Azorín,
Gómez de la Serna, d’Ors, Ortega, Sánchez Mazas, Foxá o muchos buenos
escritores que apoyaron la sublevación? ¿Que se repitan las palabras de Baroja,
que decía que los escritores del 98 no habían estado a la altura de las
circunstancias? ¿Que se busque la ecuanimidad a la hora de enjuiciar sus
libros? Tampoco. A lo que no parece dispuesto Faber es a que una historia de la
guerra civil y de la literatura que estaba ya escrita por aquellos que se apropiaron
del relato de los perdedores, se pueda escribir de otra manera sin formar parte
de los vencedores; y que alguien venga a cuestionar una dialéctica de
vencedores y perdedores. Y por supuesto, no le preocupa lo más mínimo la
inclusión, sino lo que él juzga como la exclusión del paraíso académico de
algunos escritores canonizados de los que tenía en exclusiva la franquicia de
explotación, y que profesores como él, que vivían en sus Crimeas
universitarias, no puedan seguir disfrutando como hasta hoy de la derrota de la
guerra civil. Si para ello ha de mentir, no lo duda: ¿Dónde he descalificado ni
literaria ni políticamente a Hernández, Herrera Petere o Vallejo, comunistas, y
tantos otros? (Y echando de menos a Willi Münzenberg, en un libro en el que
aparecen cuatrocientos escritores e intelectuales, resulta tan ridículo como
aquel otro crítico-filólogo que me afeó en un reseña de Abc la ausencia del
también para él “central” don Koldo Michelena).
Dice Faber que me perezco por “los chismes malintencionados”, verdadera
columna vertebral de mi libro. ¿A qué llama chismes? Cuando Morla dice (y yo lo
recojo) que encuentra a Alberti al final de la guerra en un magnífico
apartamento (requisado), lleno de comodidades y gordo y lustroso, puede ser un
chisme, ciertamente, pero no cuando una gran parte de la población pasa hambre,
vive en la miseria y está depauperada; si JRJ dice (yo lo recojo) que León
Felipe pasea por la retaguardia un abrigo de pieles de un marqués, fruto de la
rapiña, puede ser un chisme, pero no (lo dice JRJ), si los milicianos están
pasando frío en el frente; si Rosales no se ha quitado la camisa azul (lo
cuento yo), puede ser un chisme, pero no si sigue llevándola después del
asesinato de Lorca, que era (lo dice Rosales) su amigo del alma. Así que sólo
puedo llegar a la conclusión de que el único que se conduce con ánimo chismoso,
sacando de contexto las cosas para meterlas en “sus” comillas (ay, las tres
famosas “p” del Madrid chequista: porteras, policías, periodistas) es Faber.
Reconoce Faber, por último, que mis conocimientos son “enciclopédicos”
y mi obra “clara y coherente”, “un trabajo monumental, una hazaña de
investigación y condensación”, y que “no hay nadie que sepa más del tema y en
más detalle” que yo, pero también que mi obra es “limitada y reductiva”. Bah, palabrería. No me impresionan
nada esas opiniones suyas y todas las de su reseña, ni para mí tienen el menor
valor, pues se ve que son de una gran incoherencia, propias de alguien que no
se aclara mucho y que, como profesor, vive aturdido y nervioso el fin de un
relato, de una ficción, que ya no da más de sí.
Yo le animaría a Faber, no obstante, a seguir mostrando su entusiasmo
y su empeño por nuestra literatura y nuestra historia y a seguir dando
lecciones de estilo literario a los aborígenes. Donde no contaba sino con
cuarenta o cincuenta, puede disfrutar ahora de doscient*s escritor*s más que
habían sido orillados, entre otras instancias, por la Universidad. Eso sí, hay
que leerlos, y no desesperarse por llegar tan tarde a ellos. Como ocurre en
otras disciplinas, hoy disponemos ya de aceptables cursos acelerados de
readaptación y puesta al día, por ejemplo Las armas y las letras.
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Carlos García-Alix, boceto para Las armas y las letras, 2010 |