SEGÚN mis cálculos, todos nosotros nos estropeamos antes de llegar a la mayoría de edad, de imprecisos contornos. La edad de oro en la vida de un hombre, y claro, de una mujer, anda entre sus seis o siete años y los doce o trece, es decir, entre el uso de razón y lo que podríamos señalar como abuso de raciocinio, o sea, desde el momento en que un niño empieza a discernir aquellas cosas que pueden hacerle o hacer daño (meter los dedos en los enchufes, beberse la lejía, tirar al hermanito por el balcón) y aquel otro en que, por una anomalía incomprensible, empieza a hacer únicamente las que le perjudican, creyendo además que son las únicas que le son beneficiosas. De ahí que cada vez que nos cruzamos con muchachos que no han alcanzado aún la mayoría de edad, la que acabará con ellos, sintamos una grandísima simpatía, tanta como nostalgia de nuestra propia juventud y un profundo respeto hacia ese sentimiento que les hace creerse invulnerables, aunque sepamos después que acaso por eso mismo nunca serán más vulnerables que entonces.
Así que cuando se nos hace testigos de un atropello o un abuso conducente a quebrar, someter, humillar o acabar con la vida de esos jóvenes, quedemos anonadados, inermes, rotos.
Acaba de suceder. Al asesinato de tres adolescentes judíos en Israel por razones de raza, ha seguido el talionesco asesinato por la misma sinrazón racista de un muchacho palestino de parecida edad, dieciséis años. La autopsia de este último ha revelado que fue quemado vivo. El hecho de que los primeros volvieran de una fiesta haciendo autoestop y el segundo paseara tranquilamente por una calle de su ciudad en el momento de sus secuestros, hace de estos crímenes algo aún más terrible. Como si se hubiese atentado no sólo contra su vida, sino contra la vida misma, contra la alegría de vivirla y la esperanza de cumplirla. Y por eso está justificado que alguien, incluso a miles de kilómetros y ajeno a esa sorda y sórdida guerra entre judíos y palestinos, haya llorado desconsolado al conocer la noticia. ¿Qué castigo habrá para unos crímenes como esos?, se pregunta. Y le embarga a uno una grandísima tristeza, porque piensa que los crímenes contra la inocencia y la alegría de los adolescentes podrá castigarse, pero ¿cómo perdonar, se dice, lo que atenta contra el derecho a la inocencia y la alegría de todos?
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 27 de julio de 2014]