El dibujo de esta polilla, o lo que sea, es precioso, entre el art nouveau y el art déco (a eso hemos llegado: en vez de afirmar que algunas formas del art nouveau y del art déco nacieron de las polillas, de las libélulas, de los caballitos del diablo, de los escarabajos o de los saltamontes, por no hablar, en el caso del surrealismo, de las langostas y las cigalas, lo pensamos al revés).
Hay algo fascinante en el dibujo que llevan consigo los insectos. De niño me encandilaba la leyenda de Baden-Powell según la cual este había sacado de no sé qué país transilvano los planos de no sé qué fortificaciones enemigas camuflados en los dibujos de unas mariposas.
Estaba “la nuestra” en la pared del zaguán. Quieta, como una esfinge. A su alrededor había bichitos de muchas clases, con patas largas, cortas, con pelos, con corazas, negros, nazarenos, del ku-klux-klan, con alas, con antenas. Al lado de la polilla resultaban insignificantes. Por su majestad y esa capa pluvial, la polilla parecía una papisa, y los demás criados y servidores.
Pasé a su lado varias veces a lo largo de la tarde, ella allí, parada, estática, con aquel porte suyo tan distinguido. Los insectos se movían a su alrededor sin descanso, de lo que deduje que quizá se tratara de un sistema, como el solar. Si yo tuviese un amigo orífice se la llevaría y me haría una pequeña joya con ella, copiándola, para regalársela a una mujer. Pero es muy difícil encontrar artesanos que quieran copiar nada, hoy todos quieren ser originales y grandes artistas.
Después de verla tres o cuatro veces, supuse que aquel empaque era por algo, dejé lo que estaba haciendo con la misma diligencia que el resto de los insectos, y me dediqué a observarla, como un entomólogo. Al rato, y al no sacar ninguna conclusión de orden moral de lo que estaba viendo, puse todo en manos del iphone (quede aquí su nombre por gratitud), como tantas otras imágenes que hemos podido conservar. Hasta hace poco lo habitual era que se perdieran, y ahora es posible que se pierdan también como tantas gotas de lluvia. Sí, es verdad que esta y otras instantáneas, tomadas por la calle, en el Rastro, mirando cosas, no son más que gotas de lluvia, pero quién sabe si no acabarán formando un día un río, como esos que se dibujan en el cristal de la ventana los días de aguacero, el verdadero río del Tiempo.
Finalmente, cuando se hizo de noche, pudo más la curiosidad infantil y le acerqué el dedo con prudencia, por si era una polilla a la que alguien hubiese convertido en estatua de sal, pero no, salió volando, perezosamente, con un vuelo ligero y cadencioso, como esas barquitas de pescadores que se pasan la noche pescando en alta mar. Aunque tienen el ancla echada parece que van un poco a la deriva. Y así la vi un momento, como una bombillita que diera tumbos entre las sombras, llevándose a otra parte el laberinto dorado y negro de sus alas, y en él los fabulosos planos de ese castillo que llamamos infancia.
(Las Viñas, 28 de septiembre de 2011)
Hay algo fascinante en el dibujo que llevan consigo los insectos. De niño me encandilaba la leyenda de Baden-Powell según la cual este había sacado de no sé qué país transilvano los planos de no sé qué fortificaciones enemigas camuflados en los dibujos de unas mariposas.
Estaba “la nuestra” en la pared del zaguán. Quieta, como una esfinge. A su alrededor había bichitos de muchas clases, con patas largas, cortas, con pelos, con corazas, negros, nazarenos, del ku-klux-klan, con alas, con antenas. Al lado de la polilla resultaban insignificantes. Por su majestad y esa capa pluvial, la polilla parecía una papisa, y los demás criados y servidores.
Pasé a su lado varias veces a lo largo de la tarde, ella allí, parada, estática, con aquel porte suyo tan distinguido. Los insectos se movían a su alrededor sin descanso, de lo que deduje que quizá se tratara de un sistema, como el solar. Si yo tuviese un amigo orífice se la llevaría y me haría una pequeña joya con ella, copiándola, para regalársela a una mujer. Pero es muy difícil encontrar artesanos que quieran copiar nada, hoy todos quieren ser originales y grandes artistas.
Después de verla tres o cuatro veces, supuse que aquel empaque era por algo, dejé lo que estaba haciendo con la misma diligencia que el resto de los insectos, y me dediqué a observarla, como un entomólogo. Al rato, y al no sacar ninguna conclusión de orden moral de lo que estaba viendo, puse todo en manos del iphone (quede aquí su nombre por gratitud), como tantas otras imágenes que hemos podido conservar. Hasta hace poco lo habitual era que se perdieran, y ahora es posible que se pierdan también como tantas gotas de lluvia. Sí, es verdad que esta y otras instantáneas, tomadas por la calle, en el Rastro, mirando cosas, no son más que gotas de lluvia, pero quién sabe si no acabarán formando un día un río, como esos que se dibujan en el cristal de la ventana los días de aguacero, el verdadero río del Tiempo.
Finalmente, cuando se hizo de noche, pudo más la curiosidad infantil y le acerqué el dedo con prudencia, por si era una polilla a la que alguien hubiese convertido en estatua de sal, pero no, salió volando, perezosamente, con un vuelo ligero y cadencioso, como esas barquitas de pescadores que se pasan la noche pescando en alta mar. Aunque tienen el ancla echada parece que van un poco a la deriva. Y así la vi un momento, como una bombillita que diera tumbos entre las sombras, llevándose a otra parte el laberinto dorado y negro de sus alas, y en él los fabulosos planos de ese castillo que llamamos infancia.
(Las Viñas, 28 de septiembre de 2011)