LO mejor de esta biografía de casi mil páginas es un “Apéndice” de
apenas veinte, en el que se nos habla de “la herida mortal de Vincent”. Sólo
por ellas sería ya el libro importante que sin duda quedará gracias a la plausible
hipótesis expuesta en él. Conocer lo sucedido el 27 de julio de 1890 no es un
asunto baladí en la vida de Van Gogh, desde luego: ese fue el día en el que
presuntamente el pintor se disparó con un revólver para quitarse la vida. Tal
fue la romántica “versión oficial” de la modernidad. Que lo que causó su muerte
fuese un acto premeditado suyo, un accidente o algo ajeno a su voluntad es
importante: depende de ello no sólo la verdad de los hechos, sino el
entendimiento cabal de una de las obras más fascinantes y conmovedoras que
quepa imaginar, toda vez que el propio Van Gogh había condenado el suicidio de
modo reiterado a lo largo de su corta y atribulada existencia: no sólo como un
acto de cobardía sino como algo más grave, un falso testimonio sobre la vida.
Claro que también él mismo dejó escrito que “no buscaría expresamente la
muerte… pero no intentaría eludirla si me encontrara con ella”.
La idea de que Van Gogh no se suicidó no es ni siquiera original,
tal y como Steven Naifeh y Gregory White Smith nos recuerdan ahora, sólo que
ellos se han tomado la molestia de examinar como dos detectives minuciosos las
pruebas y abundantes contradicciones del caso, así como las razones por las que
“convino” desde el principio que se tratara de un suicidio y no de un
accidente, empezando por el propio Vincent, quien encubriría así a los
verdaderos autores. Serían estos un par de adolescentes amigos suyos, quienes
por juego, broma pesada o accidente dispararían el arma de su propiedad.
Diríamos, sin embargo, que esa bala le cayó del cielo al pobre Van Gogh, y así
la aceptó él, como una inmolación. Pocas razones tenía ya entonces para seguir
viviendo. “Morir es duro, pero vivir lo es más”, le había escrito a su hermano
Theo a propósito de la muerte de su padre con palabras casi idénticas a otras
de Emily Dickinson, pero también le dijo minutos antes de expirar: “Quiero
morir así”, aceptando que su viaje había llegado al final, con parada incluida
en un manicomio, y que ya estaba en paz; como si dijera: “Así he querido
vivir”.
La presente biografía documenta este viaje de un modo microscópico.
Cierto que todo biógrafo de Van Gogh cuenta con una fuente inestimable: el
conjunto de cartas que escribió a los miembros de su familia, a algunos amigos
y principalmente a su hermano Theo, no sólo un monumento universal de la
literatura epistolar sino de la gestación y cumplimiento de alguien que podía
haber encarnado la figura del superhombre nietzscheano. Los autores de esta
biografía sin embargo no consideran “que las cartas de Vincent sean un registro
directo y fiable de los sucesos que marcaron su vida o sus ideas en un momento
dado”, por lo que las orillan a menudo. “Las mareantes cartas”, llegan a decir
de ellas, comprometidos acaso más con el personaje Van Gogh que con la persona
Vincent.
¿Y como es el personaje? Naifeh y White, dos profesionales que han
escrito también una biografía de Pollok y que dedicaron diez años de sus vidas
a esta, procuran proceder con distancia, y subrayan un Van Gogh lunático y
“retórico”, caprichoso y egoísta, frente a otro más humanamente próximo y
sentimental, insistiendo con rudimentos freudianos en la tragedia del hijo
expulsado de la casa del padre y condenado a vagar desde los dieciséis años
hasta su muerte, veintiuno después, sumando fracasos en su intento de formar
una familia propia y dando tumbos por el mundo: primero para trabajar de
dependiente en una galería de arte que lo empleó en La Haya, París y Londres;
luego como pastor protestante entre los mineros del mísero Borinage, en Bélgica,
y por fin y a partir de los 28 años, cuando decidió hacerse pintor, viviendo en
un montón de ciudades y pueblos holandeses, y a lo último en París, Arles,
Saint Rémy y Auvers, sostenido únicamente por las mesadas que recibía de su
hermano Theo, mitad caridad fraterna, mitad inversión mercantil, y por sus
propias pinturas y cartas, única compañía mientras aprendía por su cuenta el
oficio de pintor, para el que muchos otros estaban mejor dotados que él. Y así
hasta su muerte, nueve años después, en medio casi siempre de una soledad
radical. “Soy un viajero, me dirijo a alguna parte, tengo un destino… sólo que
ni ese lugar ni mi destino existen”, escribió en un momento de abatimiento,
abandonado del “instinto y el sentimiento”, pilares para él del arte y de la
vida. Pocas tan difíciles y
trágicas como la suya y pocas llevadas con tanto estoicismo: “Si no te quejas,
se pasa antes”. De ahí que su constante invocación a la alegría la encontremos
ejemplar, sobre todo cuando, dejado ya de la mano de Dios y frente a la
superchería de la religión y del arte exclama como contemporáneo de Nietzsche
que es: “El único Dios es el Dios de lo posible”. “Las artes, como todo lo
demás, son sólo sueños, uno mismo no es nada en absoluto”, escribió también
para añadir esta confesión dolorosa a Theo, un año antes de morir: “Como pintor
nunca llegaré a nada. Estoy absolutamente seguro de ello”.
Por suerte para los lectores españoles existe una edición completa
de esas cartas que enriquecerán la investigación de Naifeh y White, acercándoles
a la persona Vincent, un ser indefenso, tan decidido y heroico como vulnerable
y voltario: “Hay cosas en el fondo de nuestras almas que nos harían pedazos si
las conociéramos”, había dicho quien alguna vez se vio, al igual que al resto
de los pintores modernos, como “un cántaro roto”.
Acaso porque para entonces ya había decidido conocer con una fe
inquebrantable el fondo de su alma o los pedazos que de ella quedaban; y a
pesar de que dijo que “los que tienen fe no tienen prisa”, se diría que corrió
desalado a reunirse con la bala que el 27 de julio de 1890 acabó con su vida.
Dejaba casi un millar de cuadros, miles de dibujos y más de dos mil cartas,
conjunto portentoso y en su mayor parte realizado durante los últimos cinco
años de su vida. Y un hermano que lo sostuvo con no menos tesón y que le siguió
a la tumba unos pocos meses después. Y nos dejó sobre todo su ejemplo y el más
elocuente testimonio de que “vivir, trabajar y amar son una misma cosa, a fin
de cuentas”.
[Publicado en El País, Babelia, el 19 de enero de 2013]
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Ramón Gaya, Homenaje a Van Gogh (el puente de Anglois), 1998. |