VENÍAN los lañadores no sé de dónde, de muy lejos en todo caso, hombres solitarios, sin afeitar y con ropas remendadas. A mí me parecían viejísimos y de aspecto lobuno. La gente les traía de las casas lebrillos, vasijas y platos averiados que precisaban de lañas, se los dejaban y se iban descuidados. Aquellos hombres viajaban con su taller a cuestas y trabajaban en la misma calle, sentados en el suelo, en cualquier sitio, en verano a la sombra, en los portales si llovía, con la pieza que iban a reparar entre las piernas y un martillo en la mano que manejaban con tanta delicadeza como precisión. Le daban unos golpecitos a un tiempo suaves y firmes, sin temor a quebrar la cerámica, unos toques que podían recordar al martillo que usan los médicos para buscar reflejos en la rodilla de un paciente. Sonaban muy bien aquellas notas en el barro, como si llevasen el ritmo de una canción que les rondara el corazón.
Me recuerdo de niño mirándoles trabajar hasta que ya no tenían más cosas que componer. Entonces metían sus herramientas y lañas en un saco, se lo echaban al hombro y se iban a otra parte de la ciudad buscando recomponer el mundo.
Otras veces aparecían los paragüeros, y componían los paraguas que llegaban a sus manos como grandes murciélagos con los brazos y piernas rotos, y, más a menudo, los afiladores que solían venir de Galicia arrastrando aquel bonito artilugio suyo, tan dadaísta, precedidos por el arpegio característico de su silbato o chiflo. La gente acudía con cuchillos, hachas, navajas y tijeras y el hombre empezaba a mover con el pie la enorme rueda que a su vez movía aquella muela de la que salía una cascada de centellas que nosotros tratábamos de apresar en el aire como luciérnagas. Cuando terminaba su trabajo en aquel lugar, plegaba su máquina davinciana y se iba haciendo sonar su caramillo y le seguíamos como si fuese una versión proletaria del flautista de Hamelín.
Otras veces aparecían los paragüeros, y componían los paraguas que llegaban a sus manos como grandes murciélagos con los brazos y piernas rotos, y, más a menudo, los afiladores que solían venir de Galicia arrastrando aquel bonito artilugio suyo, tan dadaísta, precedidos por el arpegio característico de su silbato o chiflo. La gente acudía con cuchillos, hachas, navajas y tijeras y el hombre empezaba a mover con el pie la enorme rueda que a su vez movía aquella muela de la que salía una cascada de centellas que nosotros tratábamos de apresar en el aire como luciérnagas. Cuando terminaba su trabajo en aquel lugar, plegaba su máquina davinciana y se iba haciendo sonar su caramillo y le seguíamos como si fuese una versión proletaria del flautista de Hamelín.
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