ERA costumbre inveterada de ciertos aristócratas ingleses dar sus zapatos recién hechos a sus criados, a fin de que estos domaran su horma y les dotaran de esa pátina adecuada, noble, que sólo proporciona el uso. Pasado un tiempo, los zapatos, domados, volvían a él. Se publicó hace años una fotografía de Carlos, príncipe de Gales. Aparecía sentado en su sillón preferido, un viejo Chester aculatado y decrépito. Sólo se entendía aquello como un rasgo del dandismo de su dueño, vestido para la ocasión de una forma impecable .
Podríamos dividir a la gente en dos grandes grupos, los partidarios de lo viejo y los partidarios de lo nuevo. Aquellos a los que gustan las cosas viejas, y aquellos otros que sólo quieren las nuevas. El fanatismo de lo nuevo llevó a muchos curas, en los años sesenta del siglo pasado, a vender las tallas y tablas góticas de sus iglesias, que sustituyeron por otras modernas, acordes con su interpretación del Concilio Vaticano II. El furor de lo nuevo llevó también a muchos, por esos mismos años, a cambiar sus viejas, grandes y venerables casas, en los cascos viejos de sus ciudades, por chalets sin otra ventaja que una piscina, un trozo de césped y media docena de arbolitos.
Hasta hace unas semanas hubo en la calle Libertad, de Madrid, un negocio de reparación de electrodomésticos. Llevaba abierto no se sabe los años. Era tan angosto que apenas cabían en él dos o tres personas. En los estantes de las paredes se hacinaba toda clase de cafeteras, ventiladores, ollas exprés, aspiradoras, planchas, secadores de pelo y mil objetos más, a menudo obsoletos y de marcas desaparecidas del mercado hacía medio siglo. No se sabía cómo, los mecánicos se encargaban de conseguir las piezas de recambio, o adaptar otras, y casi siempre proporcionaban a aquellos trastos moribundos otros veinte o treinta años de vida. Quienes llevaban a aquel mechinal sus viejos cacharros eran conscientes de que por muy poco dinero más, podrían acaso tener otro nuevo. ¿Por qué, pues, preferían cargar con su vieja tostadora hasta allí? Sin duda porque a menudo las nuevas son no sólo peores, sino que acabarán averiándose antes que la vieja. Y esto vale también para la ropa. ¿No duraba antes un abrigo toda la vida? Y por supuesto para las patrias. Le pasa a lo nuevo lo que, según Bernardo Soares, le pasa al entusiasmo: es una ordinariez y cosa de nuevos ricos.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 29 de noviembre de 2015]