SIN menoscabo de lo que diga la ciencia, no cree uno que las noches de agosto sean más estrelladas que otras. Nos lo parecen, acaso, porque el buen tiempo nos permite disfrutarlas al aire libre tranquilamente, embebecidos, cautivos, diríamos, del temblor firme, lejano y frío de las estrellas. A la mayor parte de ellas, fuera de la Osa Mayor, la Polar, que los navegantes llaman Norte, y alguna otra, ni siquiera podríamos llamarlas por su nombre. Da igual. Aunque las hayamos visto mil veces, invariables y seguras, nos sigue sobrecogiendo esa belleza que nos llega con su semilla dentro: Y esta armonía, ¿a qué obedece?
Sabemos por la ciencia que la luz que recibimos de algunas de ellas procede ya de astros muertos, errantes y sombríos, pero no hacemos tampoco distingos entre ellas, y las tomamos a todas por interlocutoras. Nos decimos: en aquella, tal vez, un ser vivo e inteligente piensa en nosotros como pensamos en él. No habla en nosotros la superchería, el temor o la fe, sino la teoría de probabilidades, que nos asegura que hay unos cientos de miles de lugares en el universo en los que pudieran darse condiciones de vida semejantes a las de la Tierra. Y llegados a este punto, el de los números, a todos empieza a volteársenos la cabeza tratando de computar unidades: número de astros, de sistemas, de constelaciones; distancias en unidades de luz; masa, energía, fuerzas... Al rato de fatigar la matemática celeste llegamos a la misma conclusión que el asombrado e ingenuo hombre de las cavernas: ¿dilucidaremos algún día tal jeroglífico? No se refiere uno, claro, a la ciencia. La ciencia siempre dirá sus cosas, nunca ha dejado de hacerlo, pero ¿nos traerá un poco de sosiego a quienes apenas somos granitos de sílice en un reloj de arena?
Decía Keats que el poeta es aquel a quien le llega articulado el rugir de un tigre. Podríamos decir algo parecido también del pautado tictac de las estrellas. En nuestro idioma hay sesenta mil palabras. ¿Qué son comparadas con millones de astros, vivos, muertos, nacientes? Si por lo menos una sola de estas palabras titilara en el papel, nos decimos, ni siquiera echaríamos de menos las palabras y el papel... Cada año se repite el rito de disfrutar de estas noches estrelladas, cada año nos recuerdan la pequeñez del mundo y sus afanes, cada año pedimos a una estrella fugaz volver a estar juntos otro años más bajo el manto hospitalario de su misterio.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 24 de agosto de 2014]