23 décembre 2019

El terror de 1824. La obra maestra desconocida

El concepto de obra maestra no cambia, cambian los criterios para reconocerla como tal.
Todos tenemos una idea parecida de lo que es una obra maestra, y sin embargo no siempre admitimos lo que nos proponen al respecto la historia y algunos de nuestros contemporáneos más influyentes. Ariosto, Camôes, Schiller, Petrarca, Rabelais, Racine, Milton son escritores que gozaron en su época y en épocas posteriores la consideración de genios, con libros tenidos igualmente por obras capitales. Fuera del ámbito de sus lenguas respectivas, sin embargo, apenas son nombres en una lista o en la calle de una ciudad. Ni siquiera se librarían de esta consideración Dante, Pushkin o Goethe, cuyo nombre resulta aún más familiar a muchos, por tropezárselo en estatuas, grandes avenidas y aeropuertos. ¿Cuántos de nosotros han leído a Tasso o Cicerón, Juvenal o Tucídides? Hasta hace un siglo eran de lectura corriente y sus obras se citaban en las tribunas y glosaban en los periódicos. Cuando Stendhal nos habla en sus guías de Roma, Nápoles y Florencia de pintores italianos del Renacimiento, iguala en importancia y aprecio artistas que son ya para nosotros unos desconocidos, junto a otros que ya han perdido su importancia e influencia. Rafael Sanzio fue durante el siglo XIX el pintor más estimado y valorado, por encima de Velázquez, Rembrandt o Tiziano. No había una obra suya, como no la hay tampoco hoy de Leonardo, que no fuera considerada entonces una “obra maestra absoluta”, disputándosela coleccionistas, papas, reyes, museos. En aquel tiempo ni siquiera se tenía noticia de otros que como al Greco o a Vermeer les estaba reservado en el XX una gran estimación. Cuando se confeccionó hace unos años una de esas listas de “los cien mejores artistas de todos los tiempos” (la promovió entre “expertos” un periódico de campanillas, no recuerdo cuál, tal vez el NYT o el Allgemeine Zeitung; las ideas más tontas tienen siempre muchos padres), Rafael aparecía relegado hacia el puesto setentaitantos, por detrás de Warhol o Rothko. Por lo demás las calificaciones de “obra maestra”, “obra maestra absoluta”  y “pequeña obra maestra” recuerdan tanto a distinciones del tipo “aceite de oliva virgen extra”, “aceite puro de oliva” o “aceite de oliva virgen”, como para no desconfiar. Al fin y al cabo prestigio viene del latín, praestigium, engaño, de donde procede prestidigitador.
El siglo XX, el gran prestímano, ha sido el que ha visto nacer y morir más obras maestras en menos tiempo, y a medida que transcurren los años el número de obras maestras se va multiplicando exponencialmente, a la vez que su tiempo de permanencia en el podio de los vencedores resulta cada vez más reducido, teniendo en cuenta el cada día más elevado número de aspirantes a genio (asunto viejo como el mundo: ver La obra maestra desconocida, de Balzac). No hay minuto, si creyéramos a los periódicos, en que no muere un portento de cualquiera de las artes o en que no se alumbre una obra maestra o en el que no estemos viviendo un acontecimiento en verdad histórico, como la batalla de las Termópilas. Esto tiene que ver, claro, con el mercado y el arma de la que este se vale, la propaganda. El siglo XX es el de la propaganda. Sin propaganda, o sea, sin prestigio, es imposible comprender el éxito de los totalitarismos, nacismo, fascismo y comunismo, secundados por masas enardecidas. Sin propaganda y mentira, envueltas en la chistera del mago, tampoco se explicaría hoy la fascinación que millones de personas sienten por los distintos populismos y nacionalismos. Sin propaganda (impartida en las universidades, internet y medios de comunicación) buena parte de las obras que hoy se visitan en los museos de arte contemporáneo estarían en un basurero, sin los manuales y libros de texto la mayor parte de la literatura universal habría acabado ya en cenizas, como la Biblioteca de Alejandría.
La propaganda (y la Fundación Nobel, la mayor empresa de mercadotecnia contemporánea en lo que a Literatura se refiere) situó a Miguel Ángel Asturias en la cúspide de la literatura de su tiempo, y como él a otros. Cuando repasamos la lista de los escritores que han obtenido ese premio tan prestigioso nos quedamos un tanto trastornados y perplejos. Yo he de consultarla ahora para poder copiar aquí algunos de los que aparecen en el palmarés: Bjornstjerne Bjornson, Paul Heyse… Basta. Acabaremos antes diciendo que de los más de cien escritores que lo han obtenido, de la mitad no ha leído uno una sola línea, entre otras razones porque de algunos de ellos ni siquiera recordaba o reconocía su nombre, y de los demás… Pongamos un ejemplo: el poeta italiano Salvatore Quasimodo. Por un compromiso ineludible (el editor que iba a publicarla en Trieste, Valentín Zapatero, murió cuando se disponía a ello), edité su obra completa en La Veleta hace treinta años y me tocó, claro, corregir las pruebas de imprenta. No recuerdo de aquella lectura ni un solo poema que me llamara especialmente la atención. Podemos pensar que quienes concedían ese premio hace cien años tenían menos gusto o tino que los actuales, pero dentro de cien años la perplejidad que sentimos ahora, la sentirán también otros, de modo que García Márquez acabará quizá siendo tan leído como Miguel Ángel Asturias y Vicente Aleixandre tanto como Jacinto Benavente y Echegaray, si acaso no menos.
Y así como se supone que los premios Nobel podrían ser un baremo para establecer lo que sea una obra maestra (“algo tiene el agua cuando la bendicen”), se recuerda a menudo el caso inverso: el de aquellos, presentados como autores de “obras maestras absolutas”, que no lo obtuvieron, desde Tolstoi a Galdós, de Proust a Henry James. ¿Son equiparables Ana Karenina y Fortunata y Jacinta, En busca del tiempo perdido y Ulises? ¿Son todas ellas, como considera nuestra época, “obras maestras”?
Yo intenté leer en mi juventud un par de veces Ulises y no logré pasar de las primeras páginas, y he leído tres veces À la recherche, sin que esto último me haya reafirmado en la idea de que la obra de Proust sea una obra maestra. Las obras maestras se las hace cada uno a su medida, por lo mismo que todos necesitamos tener unos maestros, no sólo en los años de formación; incluso aquellos llamados a serlo de otros, tuvieron unos maestros que a menudo tenían menos talento que sus discípulos. Todos leemos también más libros considerados menores que grandes obras, y somos conscientes de ello, por lo mismo que solemos nutrirnos más de alimentos comunes que de manjares. Y no solo por la rareza y careza o alto precio de estos, sino porque nuestro organismo así lo requiere para su mejor funcionamiento. Nadie sobreviviría intelectualmente leyendo únicamente obras maestras, y las consideradas obras menores nos resultan a menudo más provechosas y enriquecedoras. Damos incluso valor de obras maestras a aquellas que pasan inadvertidas para la mayoría. Cuando el pintor Ramón Gaya se fijó en el Desnudo de Eduardo Rosales no lo estaba equiparando a Las Meninas ni comparándolo con nada; sencillamente lo tenía por una obra cumbre, y como tal, difícil de comparar con otras, por aquello que decía Nietzsche de las cumbres: vistas desde abajo o desde lo alto todas ellas se parecen un poco.
Yo sé que si el deporte preferido del siglo XX ha sido designar obras maestras y señalar genios, el segundo deporte preferido del siglo XX ha sido despojar a unas y otra de su condición, a ser posible en plaza pública, como quien arranca los galones a un general en el patio de armas ante la tropa, y tanto como ensalzar a alguien, la chusma disfruta arrastrando por el pavimento de las ciudades a los antiguos ídolos y llevándolos a la guillotina.
A mí se me ha dado hoy este espacio para acometer una de esas ejecuciones, pero no me siento con fuerzas para la ceremonia. Además, no está uno seguro de no hacer el ridículo. Lo probable es que dentro de cien años los preceptos y códigos según los cuales yo procediera a ese bonito auto de fe, se habrán trastocado o serán muy diferentes. Como el propio canon de belleza hace que hayamos pasado de las mujeres de Rubens a las de Modigliani, sin garantías de que un día las jóvenes de formas opulentas vuelvan a hacer furor.
Ni siquiera los autores tienen sobre sus propias obras un criterio fiable. Cuando Galdós escribió sus poco memorables memorias, no tuvo un recuerdo para Miau. Habló, claro, de muchas otras obras suyas, más queridas o importantes para él, pero de Miau ni una palabra, pese a ser tenida hoy no sólo por una de sus mejores novelas, sino una de las mejores de siempre y el retrato más fino que se haya hecho jamás de la figura del cesante. Miau es a la cesantía lo que El avaro de Molière a la codicia.
Yo podía hablar de Miau ahora, pero he preferido hacerlo de El Terror de 1824, uno de los cuarentaiséis episodios de Galdós. Se narran en esta obra la represión absolutista que dio origen a la década ominosa y, entre otros sucesos, el ahorcamiento de Riego en la Plaza de la Cebada. Se puede leer sin necesidad de leer anteriores entregas, aunque acaso conviniera leer al menos las seis que le preceden en esa segunda serie. Asombra de esta obra todo, la imaginación, la exactitud de los hechos narrados, el humor inefable, tan cervantino, los personajes, el maravilloso e inolvidable Patricio Sarmiento … Viene a ser un fractal del inmenso talento de ese hombre. Las anteriores seis novelas de esa segunda serie las escribió en un par de años, esta de El terror de 1824 en unos meses. En verdad portentoso.
No sé si es o no una obra maestra absoluta, extra virgen, extra sólo o virgen lampante, como veo que se dice también a una clase de aceites de oliva…
Sólo puedo decir que me ha acompañado de veras mucho más que tantas consideradas obras maestras hace quinientos años o ahora mismo. Lector, lectora: puedes o no creerme, puedes o no compartir conmigo el criterio de obra maestra (todo aquello que sigue vivo y transforma nuestra vida, haciéndola mejor), pero ya no puedo hacer más por ti ni tratar de convencerte. Seguramente tú tienes tu propio criterio al respecto y nada de lo que yo diga te convencerá ni te hará cambiar de opinión. Pero los happy few acaso sepan de qué estoy hablando.

   [Publicado en Jot Down diciembre de 2019]


16 décembre 2019

El apagado

EL alcalde de Vigo ha retado (no sé si literalmente o en sentido figurado) a todos los alcaldes de España. El alcalde de Vigo es un hombre simpático, habla muy bien y tiene, como suele decirse, un pico de oro. Hay también en su elocuencia cierto embolismo, quiero decir que coloca un poco, como los porros. Los alcaldes están para hacer creer a sus paisanos que viven en la mejor ciudad del mundo, y los vecinos del de Vigo se lo llevan premiando desde hace años con mayorías absolutas. Hoy ha decidido corresponderles y ha llenado su ciudad de tantas luminarias navideñas, que ha retado a cualquier alcalde a igualarle esa iluminación. Luz y color es decir poco, neones, leds, bombillas, candelitas, qué sé yo, millones de puntos de luz en toda clase de dibujos, sartales y filigranas. Desde el big bang no se habrá visto nada igual. Es, en efecto, una iluminación espectacular, increíble, deprimente. 

La ciudad de Madrid se va a gastar tres millones en iluminación navideña, un 15% más que el año pasado y Barcelona un 50% más también. No hay ayuntamiento, por pequeño que sea, que no desempolve sus adornos luminosos. Todos sabemos que las navidades encandilan (que viene de encandelar) a los niños y ponen tristes, impacientan o deprimen a los adultos (y a veces estas tres cosas a la vez). Incluso sabemos que las navidades son, como las rebajas, algo en lo que ya sólo creen los grandes almacenes. Pero, ¿por qué tantas luces?  ¿No éramos sostenibles? 

Escribimos con la vaga esperanza de mejorar las cosas, hacer más hospitalario el entorno y mejorarnos y mejorar en lo que se pueda a nuestro prójimo. Por tanto, no debería estar escribiendo este artículo. No servirá de nada. El alcalde de Vigo (que nunca lo leerá) se preguntaría, extrañadísimo: “¿Pero cómo? ¿A ese no le gustan las luces navideñas? ¿Cómo puede decir que son horteras y deprimentes! ¡Si le gustan a todo el mundo! ¡Si llevo ya no sé cuántas mayorías absolutas!”. Es verdad... A uno le gustan de las luces las sombras, y de las sombras la esperanza de luz. Pero estas son luces sin sombras. Y le gustan a uno las ciudades tranquilas y ver  las estrellas naturales, no las conectadas a la red. Y a ser posible en silencio, sin megafonías, porque se me olvidaba decir que el ruido lumínico suele ir acompañado del estrépito acústico. No sé... Como otros esperan con ilusión “el encendido”, uno espera ya sólo “el apagado”.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 15 de diciembre de 2019]

    

12 décembre 2019

Explicarse las cosas

EN los últimos años del franquismo se constituyó, promovida por el PCE, una Junta Democrática que trataba de aunar al mayor número de partidos, sindicatos y movimientos sociales antifranquistas, incluidos algunos monárquicos y carlistas. A ella se opusieron, claro, como solía suceder en esa clase de alianzas, otros partidos, sindicatos y movimientos, entre ellos el Partido de los Trabajadores de España (PTE), furioso antagonista del PCE. La campaña del PTE contra la Junta en panfletos, periódicos y asambleas fue todo lo feroz que permitía la clandestinidad. Recuerdo una de aquellas asambleas en las que intervino un camarada de la Joven Guardia Roja, la organización juvenil del PTE (antes PCE (i)). Era un hombre con una oratoria increíble para su edad, con molinetes y destellos cegadores. A su lado Pablo Iglesias e Irene Montero pasarían por tartamudos. Se tiró una hora poniendo a escurrir a los “revisionistas” y a la Junta, a la que acusó de ser la quinta columna del franquismo, como probaba la presencia en ella de donjuanistas y carloshuguistas. Fatigó todos los argumentos, ironizó, rugió, escupió… Al cabo de una hora a ninguno de los presentes le quedó ni una duda: la Junta Democrática era un crimen de lesa Revolución, el mero Mal. Mientras hablaba vimos llegar a un tipo gris, bastante siniestro, uno de esos que tratan a un tiempo de pasar inadvertidos pero no tanto como para que no se descubra que están en el ajo de las cosas. Se situó a un lado, sin intervenir. Dejó que terminara la asamblea, esta empezó a disolverse y él se acercó al orador. Traía un mensaje escueto del Comité Central: el PTE acababa de entrar en la Junta Democrática. La expresión de perplejidad del joven Demóstenes fue única. Se le descolgó la mandíbula, enarcó las cejas y exclamó: «¿Pero ahora cómo les explicó yo a estos que hemos entrado en la Junta?». El dirigente, malhumorado, sólo acertó a decir: «Cómo se lo explicas a la gente, no; cómo te lo vas a explicar tú, idiota».

Ha oído uno a Rodríguez Ibarra algo parecido en una radio respecto a los pactos de su partido, el Psoe, con Unidas Podemos y acaso también con Esquerra Republicana de Cataluña: no acababa de entender cómo sus compañeros, incluido el presidente del gobierno, se oponían a ellos hace tan sólo unas semanas y hoy los aplauden «sin mover», dijo, «las pestañas»… De hecho, de los cien mil militantes llamados a refrendar esos pactos, noventa mil se han mostrado de acuerdo, y el exdirigente socialista se preguntaba un tanto atónito si todos ellos ya lo pensaban así antes de las elecciones, cuando Pedro Sánchez nos ponía al tanto de su intimidad, quiero decir, de lo que le quitaba el sueño, o habían cambiado en cuanto Sánchez había vuelto a dormir a pierna suelta sabiendo que podría hacerlo en el mismo colchón que se llevó a la Moncloa.

Lo extraño viene ahora, sin embargo: aquellos que defiendan hoy lo mismo que decía Pedro Sánchez en la campaña electoral (o sea, cualquier cosa antes que un pacto con leninistas y golpistas) dejarán de ser «progresistas», para formar parte de «las tres derechas», si acaso no del «trifachito».

A la mañana siguiente de la noche electoral, cuando un grupo de personas gritaba frente a la sede del Psoe «¡con Iglesias sí!», el secretario de organización de este partido alardeó de conocer sus federaciones lo bastante como para asegurar que no se había tropezado con un solo militante que avalara ese pacto. No sé qué habrá dicho cuando quince días después más del noventa por ciento de sus compañeros suscribieron ese mismo pacto que él y su jefe Sánchez les habían negado al principio y propuesto dos días después de ganar las elecciones, que acaso ganaran porque prometieron no llevarlo a cabo nunca.

Buscar un poco de racionalidad en todos estos procesos es imposible. Hace mucho tiempo que hemos renunciado a entender nada. Cada día parece confirmarse lo que decía un amigo: ˝Dos discuten, uno lleva razón y otro no; gana siempre el que no la lleva˝. En un Estado democrático puede llevar la razón uno u otro, y disputar por ello, pero para eso están los árbitros, los jueces. Los jueces han condenado a los sediciosos del Procès, y que estos sigan creyendo pese a todo que llevan la razón es hasta cierto punto lógico. Recuerdan un poco el consejo que le dio a un joven uno de sus padrinos el día de su boda, allá en el siglo XX: “Hijo, el secreto de tu matrimonio es este, no lo olvides nunca: aunque una noche vengas oliendo a colonia barata, tú niega siempre; es lo que te permitirá seguir yendo de… etc.”. Los golpistas, por ejemplo, que siguen viviendo en el siglo XIX, niegan que nunca proclamaran la república catalana, aunque sostienen que volverán a proclamarla en cuanto puedan. Por eso no se comprende que quien ha ganado ese pleito, o sea el Estado, le dé la razón, Gobierno mediante, a los que no la tienen, a los que han perdido, tratando, en primer lugar, de cambiar las palabras («no es conveniente hablar de vencedores ni vencidos»), obviar a los jueces y admitir en su propio equipo a quienes habiendo perdido, se presentan como vencedores, sea en la cárcel, en el exilio por fuga o en un sillón del Consejo de ministros.

Durante estos últimos años ha firmado uno unos cuantos manifiestos y proclamas que no han servido para nada. En todos ellos se pedían cosas juiciosas, en mi opinión: la libertad e igualdad entre españoles, el derecho de todos ellos a decidir su futuro, que los mejores gobiernos han sido los moderados, socialistas o populares... No obstante, hemos visto que muchos de los que los hemos firmado estamos siendo tratados de fascistas, trifachitas, reaccionarios, etcétera, por quienes se presentan como progresistas, aunque sus progresos caminan un día en una dirección y al siguiente en la contraria.

Se cuenta uno en el número creciente de españoles que cada vez entienden menos lo que está pasando. A mi lado, Fabrizio del Dongo, aquel muchacho que ignoró haber tomado parte en la batalla de Watterloo hasta que esta terminó, pasaría por hombre de gran sagacidad.
De los dirigentes que vienen a cambiar las consignas a última hora no espera uno gran cosa… Pero el desánimo asoma cuando observamos a noventa mil militantes adultos votando por algo que ni siquiera se les había pasado por la cabeza dos semanas antes; a trescientos mil vascos convencidos de que Eta asesinó por desinterés patriótico; a más de un millón de catalanes encantados con el 3% (más intereses) que han robado en su nombre; a unos millones de españoles votando irracionalmente cualquier propuesta inyectada de anabolizantes nacionalistas y populistas, y a otros millones más secundando a quienes quince días antes les prometían que jamás harían lo que acaban de hacer, eso sí, «negando siempre». La clave, el secreto de la perdurabilidad, es esa negación, «sin mover una sola pestaña».

En vista de todo ello, está uno tentado cada poco de repetir aquello de JRJ., «¡qué melonar!», y apartarse a un rincón, para no acabar esquinado. Pero comprende que alguien tiene que quedarse, y no para apagar la luz, sino para tratar de traerla y recordar que lo importante casi siempre no es explicar las cosas a otros, sino explicárnoslas a nosotros mismos.

         [Publicado en El País el 12 de diciembre de 2019]



9 décembre 2019

Mentiras pintonas

UNO de los libros más bonitos sobre esta ciudad, Vivir en Madrid, lo escribió un catalán, Luis Carandell. Se publicó en pleno franquismo, 1966, y no sabe uno cómo pasó la censura. Incluye un divertido glosario de modismos oídos en calles y tabernas: “Cabrón: Mala persona. Cabrón con pintas: Uno muy cabrón”. Repite la fórmula con Gilipollas, acaso una de las palabras más madrileñas: “Insulto que sugiere una variada gama que va desde la timidez y la intención hasta la fatuidad y la seriedad desproporcionada a las circunstancias. O sea, que es un gilipollas». Cuando llega a la voz Soplapollas, resume: «Gilipollas en grado sumo”. La vida y nuestras conversaciones están llenas de ambos modismos, con matices incluso jocosos.

Todos hemos asumido que  la velocidad a que ha llegado la información y su propagación vertiginosa favorecen las mentiras. Mentiras banales o peligrosas, chismes o “revelaciones” presentadas como secretos de Estado. Ni wikipedia se libra (“mi” entrada estuvo años en manos de un enmascarado que la llenó de sesgos mal intencionados y medias verdades con pintas (peor que mentiras), y supongo que seguirá así, pero yo ya me he desentendido. ¿Para qué insistir?). 

Durante las campañas electorales circulan muchas mentiras. En la última, dos muy abultadas: España es el segundo país, después de Camboya, con más fosas comunes (Montero e Iglesias) y el 70% de los integrantes de las manadas de violadores son extranjeros (Abascal). La primera la desmontó Arcadi Espada por k.o. y la segunda, diferentes medios. Mucha gente se preguntaría: “¿Cómo será posible que en España hubiera más asesinatos políticos que en la Urss o en China?” o “¿cómo ningún periódico informa de ese dato relevante de las manadas?”. En este caso porque es exactamente al revés: el 70% son españoles; y en el otro porque se trata de insinuar que el franquismo sigue mandando y Franco vive (y por eso se le ha desenterrado). Naturalmente ninguno de los mentirosos se ha defendido ni tampoco han reconocido públicamente sus embustes. Cuentan con la pereza, el cansancio o desinterés de la gente en conocer la verdad. Incluso con su buena fe: “¿Cómo van a mentirnos en algo tan grave?”, dirán, sin sospechar que por eso lo hacen: “miente con pintas, que algo queda”.
   
     [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 8 de diciembre de 2019]

7 décembre 2019

La Cenicienta

A LA de 1812 se la llamó la Pepa, a la del 31 la Niña bonita... Han pasado cuarenta años de la de 1978 y, que yo sepa, no tiene aún ningún nombre popular y cariñoso. Hoy, más atacada que nunca, podríamos darle este: La Cenicienta. A duras penas logra mantener la casa común limpia contra el empeño de populistas y nacionalistas, que quieren acabar con ella. Y esta constatación: los partidarios de nacionalizar la luz, la banca y todo lo demás suelen ser los mismos que quieren privatizar el Estado, haciendo de él estados más pequeñitos administrados por quienes en esos territorios independizables, naturalmente los más ricos, hoy hacen negocio con la luz, la banca y todo lo demás. 

1 décembre 2019

Heterodoxos

JOSÉ María Blanco White fue un cura sevillano que vivió a caballo entre el siglo XVIII y el XIX y entre España e Inglaterra. Su condición de cura prevaleció sobre su condición de escritor, y como escritor prevaleció en él la lengua inglesa sobre su lengua materna, para él “como un rumor lejano de una mazmorra en que hubiese sufrido encarcelamiento, grillos, heridas, insultos”. Él no había sufrido nada de eso, claro, pero a los sevillanos les gustan las imágenes y los ingleses estaban deseando oír de España cosas así. También les contó que la Inquisición lo habría quemado vivo por relapso, de no haber emigrado en 1808. Pero lo cierto es que en 1808 se abolió la Inquisición (aunque no lo hizo definitivamente hasta 1834), y Blanco pudo volver, pero se ve que esa no fue la única razón de su huida.

De no haber participado en un acto sobre heterodoxos andaluces, ve uno poco probable que hubiera leído a Blanco White (Cartas de España, Autobiografía y España), algunos ensayos suyos y otros sobre él de Menéndez Pelayo, Vicente Lloréns y Juan Goytisolo, así como la biografía de Fernando Durán. Goytisolo culpaba del ostracismo de Blanco White a la roña derechista española, pero no a los ingleses, lo cual es bastante absurdo, teniendo en cuenta que Blanco White es principalmente un autor que escribió en inglés y publicó toda su obra en Inglaterra. ¿Por qué no lo reeditaron ellos? Una vez más se cumplió aquello de “Roma no paga a traidores”. Por su lado la roña española (Menéndez Pelayo) lo tuvo por “el renegado de todas las sectas”. A estas alturas lo que Blanco opinara de la Santísima Trinidad a muchos nos pilla ya tan lejos como Franco.

Ser heterodoxo (o revolucionario) tiene en nuestro mundo un prestigio del que carecen otros más ordenados. La conclusión que he sacado yo es que Blanco White quizá fuera un heterodoxo en Sevilla, pero en Londres era de lo más ortodoxo (cobró incluso una pensión de 250 libras por publicitar la hispanofobia que convenía al Foreing Office). ¿Y como escritor? Tiene tres temas: hablar de sí, victimarse y culpar a España de todas sus penurias. En ese sentido, la verdad, hoy Blanco triunfaría. Lloréns alabó la sinceridad de sus confesiones, pero “la sinceridad es una virtud cuando no se tienen otras”, decía Galdós, sin entrar en aquello de “la queja trae descrédito”,  que decía Gracián.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 1 de diciembre de 2019]