EN los últimos años
del franquismo se constituyó, promovida por el PCE, una Junta Democrática que
trataba de aunar al mayor número de partidos, sindicatos y movimientos sociales
antifranquistas, incluidos algunos monárquicos y carlistas. A ella se
opusieron, claro, como solía suceder en esa clase de alianzas, otros partidos,
sindicatos y movimientos, entre ellos el Partido de los Trabajadores de España
(PTE), furioso antagonista del PCE. La campaña del PTE contra la Junta en
panfletos, periódicos y asambleas fue todo lo feroz que permitía la
clandestinidad. Recuerdo una de aquellas asambleas en las que intervino un
camarada de la Joven Guardia Roja, la organización juvenil del PTE (antes PCE
(i)). Era un hombre con una oratoria increíble para su edad, con molinetes y
destellos cegadores. A su lado Pablo Iglesias e Irene Montero pasarían por
tartamudos. Se tiró una hora poniendo a escurrir a los “revisionistas” y a la
Junta, a la que acusó de ser la quinta columna del franquismo, como probaba la
presencia en ella de donjuanistas y carloshuguistas. Fatigó todos los
argumentos, ironizó, rugió, escupió… Al cabo de una hora a ninguno de los
presentes le quedó ni una duda: la Junta Democrática era un crimen de lesa
Revolución, el mero Mal. Mientras hablaba vimos llegar a un tipo gris, bastante
siniestro, uno de esos que tratan a un tiempo de pasar inadvertidos pero no
tanto como para que no se descubra que están en el ajo de las cosas. Se situó a
un lado, sin intervenir. Dejó que terminara la asamblea, esta empezó a
disolverse y él se acercó al orador. Traía un mensaje escueto del Comité
Central: el PTE acababa de entrar en la Junta Democrática. La expresión de
perplejidad del joven Demóstenes fue única. Se le descolgó la mandíbula, enarcó
las cejas y exclamó: «¿Pero ahora cómo les explicó yo a estos que hemos entrado
en la Junta?». El dirigente, malhumorado, sólo acertó a decir: «Cómo se lo
explicas a la gente, no; cómo te lo vas a explicar tú, idiota».
Ha oído uno a
Rodríguez Ibarra algo parecido en una radio respecto a los pactos de su
partido, el Psoe, con Unidas Podemos y acaso también con Esquerra Republicana
de Cataluña: no acababa de entender cómo sus compañeros, incluido el presidente
del gobierno, se oponían a ellos hace tan sólo unas semanas y hoy los aplauden
«sin mover», dijo, «las pestañas»… De hecho, de los cien mil militantes
llamados a refrendar esos pactos, noventa mil se han mostrado de acuerdo, y el
exdirigente socialista se preguntaba un tanto atónito si todos ellos ya lo
pensaban así antes de las elecciones, cuando Pedro Sánchez nos ponía al tanto
de su intimidad, quiero decir, de lo que le quitaba el sueño, o habían cambiado
en cuanto Sánchez había vuelto a dormir a pierna suelta sabiendo que podría
hacerlo en el mismo colchón que se llevó a la Moncloa.
Lo extraño viene
ahora, sin embargo: aquellos que defiendan hoy lo mismo que decía Pedro Sánchez
en la campaña electoral (o sea, cualquier cosa antes que un pacto con
leninistas y golpistas) dejarán de ser «progresistas», para formar parte de
«las tres derechas», si acaso no del «trifachito».
A la mañana siguiente
de la noche electoral, cuando un grupo de personas gritaba frente a la sede del
Psoe «¡con Iglesias sí!», el secretario de organización de este partido alardeó
de conocer sus federaciones lo bastante como para asegurar que no se había
tropezado con un solo militante que avalara ese pacto. No sé qué habrá dicho
cuando quince días después más del noventa por ciento de sus compañeros
suscribieron ese mismo pacto que él y su jefe Sánchez les habían negado al
principio y propuesto dos días después de ganar las elecciones, que acaso
ganaran porque prometieron no llevarlo a cabo nunca.
Buscar un poco de
racionalidad en todos estos procesos es imposible. Hace mucho tiempo que hemos
renunciado a entender nada. Cada día parece confirmarse lo que decía un amigo:
˝Dos discuten, uno lleva razón y otro no; gana siempre el que no la lleva˝. En
un Estado democrático puede llevar la razón uno u otro, y disputar por ello,
pero para eso están los árbitros, los jueces. Los jueces han condenado a los
sediciosos del Procès, y que estos sigan creyendo pese a todo que llevan la
razón es hasta cierto punto lógico. Recuerdan un poco el consejo que le dio a un
joven uno de sus padrinos el día de su boda, allá en el siglo XX: “Hijo, el
secreto de tu matrimonio es este, no lo olvides nunca: aunque una noche vengas
oliendo a colonia barata, tú niega siempre; es lo que te permitirá seguir yendo
de… etc.”. Los golpistas, por ejemplo, que siguen viviendo en el siglo XIX,
niegan que nunca proclamaran la república catalana, aunque sostienen que
volverán a proclamarla en cuanto puedan. Por eso no se comprende que quien ha
ganado ese pleito, o sea el Estado, le dé la razón, Gobierno mediante, a los
que no la tienen, a los que han perdido, tratando, en primer lugar, de cambiar
las palabras («no es conveniente hablar de vencedores ni vencidos»), obviar a
los jueces y admitir en su propio equipo a quienes habiendo perdido, se
presentan como vencedores, sea en la cárcel, en el exilio por fuga o en un
sillón del Consejo de ministros.
Durante estos últimos
años ha firmado uno unos cuantos manifiestos y proclamas que no han servido
para nada. En todos ellos se pedían cosas juiciosas, en mi opinión: la libertad
e igualdad entre españoles, el derecho de todos ellos a decidir su futuro, que
los mejores gobiernos han sido los moderados, socialistas o populares... No
obstante, hemos visto que muchos de los que los hemos firmado estamos siendo
tratados de fascistas, trifachitas, reaccionarios, etcétera, por quienes se
presentan como progresistas, aunque sus progresos caminan un día en una
dirección y al siguiente en la contraria.
Se cuenta uno en el
número creciente de españoles que cada vez entienden menos lo que está pasando.
A mi lado, Fabrizio del Dongo, aquel muchacho que ignoró haber tomado parte en
la batalla de Watterloo hasta que esta terminó, pasaría por hombre de gran
sagacidad.
De los dirigentes que
vienen a cambiar las consignas a última hora no espera uno gran cosa… Pero el desánimo
asoma cuando observamos a noventa mil militantes adultos votando por algo que
ni siquiera se les había pasado por la cabeza dos semanas antes; a trescientos
mil vascos convencidos de que Eta asesinó por desinterés patriótico; a más de
un millón de catalanes encantados con el 3% (más intereses) que han robado en
su nombre; a unos millones de españoles votando irracionalmente cualquier
propuesta inyectada de anabolizantes nacionalistas y populistas, y a otros
millones más secundando a quienes quince días antes les prometían que jamás
harían lo que acaban de hacer, eso sí, «negando siempre». La clave, el secreto
de la perdurabilidad, es esa negación, «sin mover una sola pestaña».
En vista de todo
ello, está uno tentado cada poco de repetir aquello de JRJ., «¡qué melonar!», y
apartarse a un rincón, para no acabar esquinado. Pero comprende que alguien
tiene que quedarse, y no para apagar la luz, sino para tratar de traerla y
recordar que lo importante casi siempre no es explicar las cosas a otros, sino
explicárnoslas a nosotros mismos.
[Publicado en El País el 12 de diciembre de 2019]
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