28 janvier 2019

Una subasta

TIENEN lugar en todos los rincones del mundo. Las de Inglaterra y Francia son famosas, y se celebran a diario desde hace siglos. Balzac y  Dickens hablaron de ellas. Ya se ha contado aquí una vez esto de la pintora Carmen Laffón. Se subastaba una pintura suya: “Una mala noticia”, dijo; “o su dueño ha muerto o necesita dinero o ha dejado de gustarle el cuadro”. Yo le respondí que la historia no terminaba ahí, porque también por una de estas dos razones era una buena noticia: lo compraría alguien al que no le hacía falta el dinero para otra cosa más necesaria y porque le gustaba el cuadro.

Hace unas semanas se subastó parte del legado que Luis Cernuda dejó en la casa familiar antes de emprender en 1938 el camino del exilio, del que no volvió. Lo componían algunos cuadros y dibujos, muchos de su amigo Ramón Gaya, entre ellos el retrato que este le hizo, y unos cuantos libros, de otros o suyos propios, dedicados a sí mismo. “A Luis, que ha escrito estos poemas por esperanza unos, otros por desesperación”, leemos de su puño y letra en la primera edición de La realidad y el deseo.

Y desesperación debía de seguir sintiendo cuando, treinta años después, escribió su poema “Limbo”. Cuenta en él el asco que sintió en casa de unos burgueses “merdellones” (el adjetivo es de Cernuda, se lo oímos a Gaya) abarrotada de antigüedades y muebles lujosos. Oyó que a su lado alguien decía: “Me ofrecieron la primera edición de un poeta raro, y la he comprado”. En eso acabamos los poetas, reflexiona con amargura, su trabajo acaba “como otro objeto vano, otro ornamento inútil”, y se recrimina por haberse despedido sin decir nada, “cobarde, mudo”, asintiendo “a la injusticia”. “Mejor la destrucción, el fuego”, concluye. ¿Injusticia? ¿Mejor la destrucción, el fuego? 

Asistí a la subasta con un amigo. Pujó él prácticamente todos los lotes y apenas se llevó ninguno. Fue también él quien recordó ese poema de Cernuda, cuyos versos se sabe de memoria. Pujó con respeto y sin mala conciencia: pocos habrán hecho tanto por dar a conocer la obra del poeta sevillano entre sus paisanos. Y volvió a hacerlo el otro día en la subasta, pujando cuanto pudo para que el Estado (que ejerció sistemáticamente su derecho de tanteo) pudiera valorarlo como debe, y aun más, si fuere posible.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 27 de enero de 2019]

21 janvier 2019

Momento tipográfico. 1. Somos tipos de letra

LA tipografía, o “arte de imprimir”, es el traje con el que vestimos las palabras. Cada época tiene sus propios gustos y encuentra por lo general el suyo más elegante y acertado que el de sus padres y abuelos, y por eso cambia cada poco de patronajes, telas, colores (la corte española de los Austrias impuso el negro, como es sabido, en los nobles europeos, y la corte de Parma hizo lo propio con los tipos bodonianos en toda Europa). A veces es sólo una cuestión de moda (el pantalón campana o el cuello de las camisas), pero otras va más allá de la moda y ha jugado un papel importante en la transformación de la sociedad y en la conquista de las libertades (minifalda, biquini). Sólo con ver un sombrero sabemos a qué época, clase social o incluso ideología pertenece la persona que lo lleva (tubular, bicornio, gorra): “los rojos no usaban sombrero” fue el famoso eslogan con el que una sombrerería celebró la entrada de las tropas de Franco en Madrid, intentando con ello resarcirse de tres años de pérdidas. Tschichold y sus amigos de la Bauhaus consideraron que la sociedad sin clases, por la que luchaban, merecía un alfabeto sin mayúsculas: todas proletarias trabajando para el sentido (el Estado). Lo primero que hizo Hitler al subir al poder fue, claro, postergar y evitar la letra Futura y otras parecidas, por izquierdistas, al tiempo que inició la persecución de los bauhauistas, muchos de ellos judíos, y restablecer como letra oficial del Tercer Reich la gótica, que en Alemania había sido hegemónica hasta bien entrado el siglo XX. Para el que no esté habituado a leer en ella, es una letra endiablada. Puede que lo fuese incluso para muchos alemanes, y los editores modernos la arrumbaron. Pero Hitler pagó “por do más pecado había”: al iniciarse la invasión de Polonia que dio inicio a la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente expansión hacia el norte, sur y este de Europa, se vio obligado a sustituir en los rótulos de carretera e impresos la letra gótica, impenetrable para los aliados del Reich, por… una versión de la letra futura (una de paloseco, mucho más clara y funcional), justificando el cambio en que la gótica era una letra… ¡judía!

“En edición diferente, los libros dicen cosa distinta”, escribió el poeta Juan Ramón Jiménez, el primero de los escritores españoles al que preocupó y se ocupó de verdad de estas cuestiones tipográficas. Porque creía él que la tipografía debía transparentar algo del pathos de lo escrito. Si concedemos que lo que nos emociona del arte y de la literatura es el sentimiento que se nos da en uno y otra, a la tipografía hemos de tratarla como otro sentimiento más. La palabra amor no dice lo mismo escrita en letra gótica, inglesa o sicodélica (esta última muy apreciada todavía en los rótulos de discotecas y bares de alterne). Resulta harto difícil hoy en el País Vasco (también en Iparraguirre) entrar en una taberna cuyo rótulo no esté compuesto en esa clase de letras vascas tan corrientes en ese territorio (se llaman así, y siempre en mayúsculas, apabullando): parecen cortadas con un hacha (no necesariamente la que figura en el anagrama de Eta, que por cierto también usaba esa tipografía racial en sus cartas de extorsión y comunicados). E igual sucede con muchos asadores y restaurantes de toda España cuyas muestras están compuestas en letra gótica, de efecto disuasorio (al menos para mí), porque parecen sugerir que los corderos que nos vayan a servir llevan asados desde la Edad Media.

Quiere decirse con ello que la tipografía ha tenido y tiene una importancia capital en el desarrollo de la sociedad, mediante la comunicación y propaganda, y en el conocimiento humano. A veces la comprensión o legibilidad de un texto depende únicamente del ojo de la letra, (y eso hace más versátil la Helvética a la Futura, siendo ambas de paloseco: la a poco se aleja de la o). Los pequeños detalles determinan, pues, el texto y el mensaje, por insignificantes que le parezcan a un profano, y François Mitterand no ganó unas elecciones presidenciales hasta que sus asesores de imagen no le convencieron para que acortara sus colmillos, que le daban un parecido preocupante con Drácula).

Con la irrupción en nuestras vidas de los ordenadores personales, y por primera vez en la historia de la escritura humana, todos nos hemos convertido en tipógrafos, al igual que los esmarfones han hecho de nosotros unos fotógrafos aficionados. Y desde que instalamos en nuestras casas una impresora, tenemos a mano, a cualquier hora del día y de la noche, una pequeña imprenta, una minerva digital, diríamos, el sueño de todos los libelistas desde hace cinco siglos. En apenas veinte años y en menos tiempo de lo que tardo en contárselo, tenemos a nuestro alcance fondos bibliográficos incalculables, y las enseñanzas que hasta hoy tardaban años en pasar de maestros a aprendices, se nos dan con un solo clic. Sin el menor problema de almacenaje, en nuestros ordenadores se guardan más tipos de letras que chibaletes pudo contener la mejor imprenta. Quiero decir que cada vez que abrimos un documento en nuestra pantalla y escribimos algo en él, la palabra amor, por ejemplo, estamos haciendo de tipógrafos, como aquel personaje de Moliére hablaba en prosa sin saberlo. Lo lógico, pues, sería que nos tomáramos en serio la tipografía, porque puede que, sin saberlo, usted esté diciendo o sugiriendo algo diferente de lo que quiere decir, sólo porque no es consciente de cómo lo está diciendo.

La tipografía es una ciencia sencilla y sutil, hecha de proporciones, cuerpos de letra, tamaño de caja y blancos de página. Se aprende, como la mayor parte de los oficios, mirando y copiando. Hay que saber mirar y saber copiar. A JRJ. le molestaba que Jorge Guillén y los poetas del 27 fueran a hurto a la imprenta Aguirre donde se imprimían sus prodigiosas revistas unipersonales, y se sirvieran de los mismo tipos que él personalmente había buscado, encontrado y pagado de su bolsillo. Decía: “Que vayan un poco más lejos a robar”. Seguramente es lo que habrán pensado los creadores del Beauty Salon al ver cómo su logo (muy cursi, por cierto) es el mismo con el que Podemos publicita la República. Se puede y se debe copiar, desde luego. JRJ. lo hizo también, de los impresos de Whistler y los tipógrafos elzevirianos ingleses. Decía d’Ors que el plagio sólo está permitido si va seguido de asesinado. Quería decir con ello que sólo si el plagio es tan bueno como el original o lo supera, deja de ser plagio, lo que nos lleva a otro de sus aforismos, que debería figurar en la carcasa de las impresoras y ordenadores: todo lo que no es tradición es plagio.

En 1957 se publicó Momento tipográfico, una selección de cabeceras de cartas comerciales, obra de un tipógrafo para mí desconocido, José García Almagro. Una joya, una obra maestra de nuestra modesta tipografía. Está a la altura de Ámster y Giralt-Miracle, dos de los mejores tipógrafos españoles del siglo XX. Y sin embargo, es un libro original a medias, porque algunos de los modelos, como declara, los ha tomado del extranjero “para que sirvan de comparación”. Los suyos propios no tienen nada que envidiar a ninguno de los foráneos. “Cabría haber introducido una mayor variedad en los modelos con más diferentes tipos”, confiesa en una brevísima nota, “pero no lo he creído conveniente por estimar que con unos cuantos tipos de letra –los normales en una pequeña imprenta–, y un poco de imaginación pueden lograrse infinidad de modelos. Y añadiré un dato de la mayor importancia: la totalidad de la obra está impresa en una minerva de plato” [la más pequeña y rudimentaria].

La enseñanza de García Almagro es la de cualquier buen pedagogo: no son necesarios ni grandes medios ni grandes alardes para componer un libro o diseñar un logotipo. En los ordenadores suelen venir por defecto un centón de familias tipográficas, cada una de ellas con sus versales, versalitas y minúsculas, redondas y cursivas, negritas y finas. Lo primero que debería hacerse es tirar la mayor parte de ellas a la papelera y quedarse con una docena. Suficiente. A menudo las tropelías tipográficas son consecuencia tanto de la ignorancia de la tradición como de la sobreabundancia de medios. Cómo escoger las que se quedarán y las que se irán es un arte. Desde luego no por el nombre. Son engañosos, como los de los vinos. Sólo los que no saben nada de vinos lo escogen por lo bonita o fea que sea la etiqueta o el nombre que le han dado los bodegueros, a menudo tanto peores cuanto más sonoros (“Alcor de los Templarios”, “Categoría”, y así). Digamos que bastarían con dos o tres para textos (Minion, Sabon, una Garamond bien escogida, por ejemplo), dos o tres para titulares (Helvética, Univers, Gill Sans), una inglesa (Kuenstler), una normanda (Poster Bodoni)… En tipografía, como en tantas cosas, menos es más y más es menos.

Cada época se refugia en unas tipografías especiales, que hace suyas. Los tipos usados durante el romanticismo eran diminutos. Sugieren acaso que el de la lectura fue el ámbito de la intimidad, tanto como el temor ante una modernidad deshumanizante. Los del Siglo de Oro confirman algo que sigue estando vigente: los libros que han cambiado nuestras vidas, como el Quijote, suelen estar mal impresos, son feos y se pueden comprar por un euro en un kiosco. Y los del siglo XVIII, la edad dorada de la tipografía, lo contrario: muy bien hechos, pero la mayor parte de los libros que se escribieron entonces no hay quien pueda leerlos. ¿Y cómo es la tipografía de este tiempo, la nuestra, la que querríamos usar? ¿Aquella por la que nos reconocerán dentro de cien años, en cuanto abran uno de los libros que imprimimos ahora?

La profusión de modelos y la facilidad con la que las nuevas tecnologías los difunden hacen imposible aquí un resumen de lo que se está haciendo en todo el mundo. Se compone y edita más y mejor que nunca, pero también más y peor. El verdadero Momento tipográfico es este, el que estamos viviendo. Convive la excelencia con lo execrable, lo ejemplar y lo abyecto comparten a menudo con indiferencia el mismo escaparate, quiosco o mesa de novedades. En cualquier rincón del planeta podemos encontrar tipógrafos excelentes, pero desde que los libros, periódicos, revistas han entrado en el mercado como un bien de consumo, se rigen por las mismas reglas que muchos otros productos, klínex incluidos. La imagen, tan importante en nuestro tiempo, amenaza a menudo con devorar a la palabra, y desnudarla. A veces, gran paradoja, con ayuda de la tipografía. Acaso el reproche que pueda hacerse a buena parte de la tipografía contemporánea es este: contagiada por la imagen, no trata de vestir las palabras, sino de sustituirlas por tipos y cuerpos espectaculares, en cinemascope. Claro que la cosa empezó con el futurismo y dadá (“las palabras en libertad” ya no significaban nada, eran pura apariencia, presas de ella). La consecuencia es terrible: los periódicos, reducidos a titulares, no se leen, se ven, y los libros no se ven, se miran y mirotean, escudados todos en que se edita mucho más de lo que podemos leer, lo que nos llevaría a otro de los grandes aforismos de JRJ.: “Para leer mucho, comprar poco”. Pero este es otro capítulo.

    [Se publicó en Babelia el 5 de enero]

1. Hoja para correspondencia comercial, original de García Almagro. 2. Cubierta de autor anónimo






14 janvier 2019

Entre el desorden y la injusticia

NO sé yo si esta carambola me va a salir. Trazada en mi cabeza me parece sencilla, un zigzaj sin vacilación que puede, no obstante, pifiarse por el camino. Es, desde luego, un artículo a tres bandas: chalecos, pieles, Europa. 

Europa se está yendo al garete con la ayuda de los chalecos amarillos, en presencia de los viejos abrigos de pieles. Los chalequistas han incendiado Francia con un solo argumento, y el movimiento amenaza, impulsado por  Rasputin, instigador de  las revueltas nacionalistas y populistas europeas, con acabar con la Unión: no más impuestos. Claro que al mismo tiempo exigen un incremento del Estado del bienestar, sin explicar de dónde se obtendrán los fondos para ello. Ya no se trata de una carambola, como ven, sino de la cuadratura del círculo. Pero da igual, siguen adelante incendiando las calles de Francia, como prendió en su día las elecciones españolas Pablo Iglesias con un discurso incendiario apoyado en el ejemplo revolucionario de Venezuela. Acaba de reconocer que ya no diría todo lo que dijo donde dijo Diego, pero “que me quiten lo incendiado”, y no devolverá el acta de diputado que obtuvo precisamente por decir ayer de Venezuela las cosas que ya no quiere decir hoy, aunque, por supuesto, sigue pensando lo mismo.

¿Y las pieles? ¿Qué hacen aquí los visones, astracanes, nutrias, zorros plateados, ocelotes y demás felinos? Habrán observado, como yo, que ya no se ve un solo abrigo de pieles por las calles de las grandes capitales desde hace años (no así sus  sucedáneos sintéticos). De vez en cuando le llegan a uno, en los catálogos de las casas de subastas, la de algunos de esos abrigos que fueron en su día el principal signo de ostentación de las mujeres de las clases superiores. Su devaluado precio (la mayoría no supera los 150 €) nos deja pensativos. Al margen de la tristeza que produce verlos colgados en sus perchas, fúnebres, deprimentes, anticuados, son el símbolo de todo lo que ha cambiado en nuestra sociedad. No quiere uno volver, en ningún caso, a aquella vieja Europa no menos fúnebre y deprimente, pero la nueva, el mejor invento político de los últimos cien años, se acabará cuando nos obliguen a elegir entre los chalecos amarillos y los abrigos de pieles, entre la Europa podrida de los populismos y la Europa apolillada de los burócratas, entre el desorden y la injusticia, que decía Goethe.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 13 de enero de 2019]

6 janvier 2019

Una lección de vida

Se inicia con este un nuevo año de artículos en el Magazine, agrupados bajo el título de Fuera de carta.

POCAS veces se ha sentido uno más orgulloso de presentar un libro. Fue hace unas semanas, en un marco excepcional, como solían decir los cronistas del siglo XIX: el Senado. La revolución española vista por una republicana, el absolutamente imprescindible libro de Clara Campoamor, es más que un libro, es una lección de vida. El trabajo de su editor y traductor, Luis Español (ya es coincidencia), es además impecable. ¿Y cómo una traducción? ¿No lo escribió Clara Campoamor en castellano? Desde luego, en 1937, y en 1938 se publicó en París, en francés, pero hasta el 2002 no se publicó en España. La que ahora aparece es una edición mejorada y corregida. El libro cuenta lo sucedido en los primeros meses de la guerra en el Madrid republicano, tomado literalmente por los chequistas. Clara Campoamor, como Chaves Nogales, no es una testigo sospechosa: pese a lo que vio y contó, siguió siendo republicana y murió en el exilio, treinta años después de aquella guerra. Si no lo ha leído, no espere más. Habla de 1936, pero parece que lo estuviera haciendo de Eslovenia y de ahora mismo. Antes, permítanme, en un párrafo, resumir los hitos de esta mujer admirable.

Fue ella quien logró, en las primeras Cortes republicanas, que las mujeres pudieran votar (hasta 1931 las mujeres en España podían ser reinas y ser elegidas diputadas, pero no electoras). Lo hizo con la oposición de la izquierda. Oh, sí: ni Victoria Kent ni Margarita Nelken la secundaron. El mismo Azaña la combatió sin misericordia (la llamaba “la pedante”, él, tan llano). En las primeras elecciones en las que votaron las mujeres, 1933, no salió elegida y a partir de entonces ningún partido quiso acogerla en sus filas: demasiado “avanzada” (luchó por el divorcio y acabar con las leyes demenciales que amparaban la violencia contra las mujeres. También contra la imposición del catalán como única lengua oficial en Cataluña, y contra el delito de adulterio).

Se le hizo a uno extraño hablar de estas cosas en el Senado  a los nietos y biznietos de los políticos de ayer. Porque se nos olvidaba decir que a Clara Campoamor, lo mejor que ha dado España en un siglo, los susodichos nietos la ignoraron, despreciaron o desdeñaron hasta hace, como quien dice, diez minutos.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 6 de enero de 2019]