EL relato es lo que importa. El que se hace con él, se adueña de todo lo demás. Y los relatos se hacen, claro, con palabras, matices, giros, a menudo sutiles pero decisivos y delatores.
Todos ustedes conocen a Arnaldo Otegui. Acaba de salir de la cárcel. Cumplió allí seis años y medio de condena. Contra lo que creen algunos (los mismos que vaticinaron que su apresamiento sembraría España, más áun, de sangre, pesar y apocalipsis), no se le condenó por defender unas ideas, las suyas, sino los crímenes de otros, no muy diferentes de los que el mismo cometió, indujo y defendió (asesinatos, secuestros, extorsiones). Alguien acaso a quien una persona decente jamás daría la mano (“No me he exiliado para acabar dándole la mano a un asesino”, dijo JRJ cuando su mujer le rogó que saludara a su jefe de departamento en la Universidad de Puerto Rico, el escritor comunista Segundo Serrano Poncela, uno de los implicados en las matanzas de Paracuellos). No va uno, pues, a descrubir quién fue Otegui, pero quizá sí quién es y, sobre todo, quien quiere, a partir de ahora, hacer que crean que fue. Pero para ello es necesario, claro, adueñarse del relato.
Lo primero que declaró a la salida de la cárcel fue que se alegraba “sinceramente” de que “haya mucha gente que vivía con escoltas, que vivía acosada... según decían ellos, y que hoy puedan vivir en paz y libertad”. No es sólo la frase de un cínico: en tan sólo tres palabras, “según decían ellos”, trata de que los casi mil asesinados por su banda y los miles de víctimas que vivieron aterrorizadas durante años, queden en la memoria colectiva como la alucinación de unos pocos malos vascos. Tres días después, en el velódromo de Anoeta, en pestilente olor de multitudes y entre unos zanpantxaris disfrazados de pleistoceno, Otegui volvió a su relato presintáctico. Se lo oiremos muchas más veces. Se alegraba “de corazón”, dijo, de que quienes “sufrían las acciones de Eta, ahora vivan más tranquilos”. Reparen: no dijo que ahora vivan tranquilos, sino “más” tranquilos. Acostumbrados a las pistolas, no han necesitado las palabras. Pero lo que está ese hombre diciendo con las suyas, y no se ha dado cuenta, es que quienes no piensan como él, nunca, jamás, llegarán a estar del todo tranquilos en el País Vasco. Por eso no han entregado las armas. Sin pistolas no son nada.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 27 de marzo de 2016]