HA llegado el Platero, y en él este prólogo, que pongo aquí.
De lo demás sólo decir cosas buenas y dar las gracias a todos los que lo hicieron posible, empezando por Carmen Hernández-Pinzón, y, claro, siguiendo por aquellos a los que ya se agradeció aquí en su día (interesados en pedidos, busquen entrada).
Creo le habría gustado hasta a JR.
* * *
PLATERO O LA
BREVE HISTORIA DE UN LIBRO FELIZ
Este que
tienes en las manos es sólo “un pedazo de libro” y, sin embargo, es tanto o más
que un libro.
Apareció en
1914 en una edición que es un depurado ejemplo tipográfico del modernismo, y
aunque era, en efecto, sólo la mitad de un libro, se vio desde el primer
momento que estaba llamado a ser uno de los más leídos y, después del Quijote, el más editado. A Juan Ramón
Jiménez, su autor, sin embargo, nunca le gustaron ni la selección ni su aspecto
físico. Tal y como se publicó lo encontraba… fallido. Este es el facsímil de
aquél.
Quienes
hayan frecuentado a JRJ sabrán que, además de ser un grandísimo poeta, tenía
sus pequeñas y grandes rarezas, que los juanramonianos estamos siempre
dispuestos a comprender, compartir, celebrar o justificar. Su mujer, Zenobia
Camprubí, se refirió a ellas con mucha gracia: las llamó, mientras imperaban,
las “manías reinantes”. Una de las suyas más pertinaces fue la de repudiar
aquel Platero por su aspecto “ridículo”
y… cursi. Claro que la de la cursilería fue también la obsesión de algunos
enemigos del poeta, muy activos e insidiosos incluso hasta después de su
muerte, empeñados en endosársela (y cuánto le dolió que lo circulara también
algún viejo amigo suyo de juventud, Ramón Gómez de la Serna, en un ensayo que
tituló precisamente Lo cursi).
Creo que de
todas las cosas injustas e inexactas que le dijeron a JR, esa era la que más le
dolió siempre, porque nacía de un malentendido: sí, podía rastrearse en su
obra, en su temperamento y en sus hábitos algo que lo propiciaba. En un país de
cabreros y ateneístas, su delicadeza, su finura y su exquisitez innata para
todo, (tipos de letra, el atuendo impecable, los dientes blancos, la barba
hecha, las casas en que vivió, las relaciones y tratos educados con todos,
incluidos los intratables…), en España, decía, esas que no son sino grandes
virtudes, suelen tenerse por una debilidad, y no por lo que realmente fueron en
JRJ, su verdadera fuerza. Y bastó que alguien pudiera confundir también la
depurada tipografía de este libro con la cursilería, para que JRJ tratara
instintivamente de separarse al mismo tiempo de la edición y del adjetivo
cursi.
También
influyó en su rechazo el modo en que se gestó Platero.
Un amigo de
JR, Francisco Acebal, director de La Lectura, editorial y revista en la que
colaboraba el poeta, le pide “alguna cosa” para cierta colección de libros
infantiles que tiene decidido publicar, y JR, que cortejaba por entonces a
Zenobia, le propone a Acebal una traducción de Tagore, excusa perfecta para
frecuentar a su futura novia con la que pensaba traducirlo, haciendo bueno
aquello del santo y la peana. Pero un enfado entre ellos interrumpe esa
traducción y JR, para compensar a Acebal, le entrega el manuscrito de Platero.
Detengámonos
un momento en este punto, 1914.
JR tiene
entonces treintaidós años, pero Platero
lo había empezado a escribir en 1906, a los veinticuatro. Es, por tanto, el
libro de un casi muchacho. Las estampas que lo forman tienen mucho de recuerdos
de infancia, mocedad y primera juventud, de antes de 1900, cuando su familia
era rica, vivía su padre y él mismo era un joven que pensaba dedicarse por
entero y despreocupadamente a la poesía. En 1906, sin embargo, habían cambiado
ya muchas cosas. Su padre había muerto de una enfermedad que agravó la ruina
familiar y JR, a consecuencia de esa muerte, cayó en tal apocamiento que fueron
necesarios un sanatorio en Francia y más tarde otro en Madrid. Aquí conoció
providencialmente a dos de los hombres que cambiaron su vida personal e
intelectual: Francisco Giner, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, y
el institucionista doctor Simarro, que lo acogió en su casa como amigo y
paciente durante dos años. Pero la escasez de medios y un cierto hastío de la
vida literaria y capitalina devolvieron a JR a Moguer, su pueblo. Pasaría en él
los siguientes seis años, hasta 1912, solo con su madre, en una casa que ya no
era la de los buenos y prósperos tiempos de la calle Nueva, sino otra mucho más
modesta en la calle Aceña. Y en esta, que jamás mencionará en sus escritos,
empezó a escribir Platero, un librito
de breves estampas. No está claro cuántas se escribieron en Moguer entre 1906 y
1912, y cuántas en Madrid, entre 1912 y 1914. Según JRJ, el libro ya estaba acabado
en 1912, pero sabemos también que JR tenía una idea muy laxa del verbo
terminar. Y en 1914 entra en escena Acebal.
Según JR fue
Acebal quien escogió de forma caprichosa de entre las ciento trentaiocho que
tenía la obra “completa”, las sesentaitrés estampas de que consta esta edición
“menor”, y Acebal también quien decidió decorarla con las tapas de flores, y
encomendar las ilustraciones a Fernando Marco. JRJ se habría limitado a
quedarse a un lado, fiado de ese editor.
Cuesta
admitir que sucedió exactamente como dice JR. Este había pasado ya por la
experiencia desdichada de dejar la edición de sus dos primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, en manos de Francisco Villaespesa, también amigo
suyo en aquel entonces, 1900, encargado de meter y sacar esos dos libros de la
imprenta. Es más que posible que Villaespesa, sin encomendarse a Dios ni al
diablo, decidiese poner en los poemas de JR dedicatorias impresas a críticos,
literatos y poetas que en su opinión serían útiles para su difusión, con el consiguiente
enfado de JR, pero es poco probable que la decisión de imprimir Ninfeas en tinta verde y Almas de violeta en tinta morada, o la
de incluir en la cubierta de uno de ellos el retrato en el que aparece como un
dandy (obra de Ricardo Baroja), fuese enteramente de Villaespesa. Ninguno de
los libros de este incurrieron jamás en esas audacias tipográficas, a la altura
sólo del bigote perfiladísimo que gastaba entonces el joven JR. Con el tiempo,
este, un tanto avergonzado de aquellas veleidades esteticistas, borró de su
rostro el bigotito ayudándose para ello de su recia barba nazarena, y trató de
borrar también de la faz de la tierra todos los ejemplares de Ninfeas y Almas de violeta que caían en sus manos… por cursis. (Y algo de
burla del destino, como una penitencia que la posteridad le hubiera impuesto a
JR “por do más pecado había”, hay en el hecho de que los más buscados y
cotizados de su autor en el mercado de libros antiguos, alcanzando precios de
fábula, sean precisamente estos dos y el Platero
de 1914).
A partir de
ese momento JRJ cuidó personalmente de la edición de sus obras, tanto las que
le hicieron otros como las que se editó él mismo, conforme al gusto suyo de
cada momento, imitando unas veces “los libros amarillos” de Mercure de France y
otras, las ediciones inglesas de Whistler, hasta que encontró un estilo
tipográfico suyo propio e inconfundible. ¿Cabe, pues, imaginar que JR dejaría
en manos de Acebal la edición de Platero?
Igual que en ocasiones anteriores, JR quiso que aquel libro, que supo desde el
primer minuto destinado a los niños, tuviese esas características. Incluso que
no figurase su nombre en la cubierta ni en el lomo tiene todos los visos de
haber sido una decisión personal del Juan Ramón “cuáquero” de aquellos años.
¿Cabe imaginar que un editor suprimiría de la cubierta el nombre de un poeta
que ya entonces era suficiente reclamo publicitario? ¿Qué sucedió entonces?
Empecemos
por la elección del dibujante, Fernando Marco.
Quienes han
estudiado Platero y yo apenas se han
ocupado de él, en parte porque se suele creer que la ilustración, como la
tipografía, es un asunto sólo decorativo, y en parte porque no ha resultado
fácil saber muchas cosas del misterioso y escurridizo Marco. Había nacido en
Valencia en 1885 (donde moriría en 1965, después de pasar la vida en Madrid), y
era en los años diez del siglo pasado uno de los ilustradores de moda. Sus
dibujos para la revista España, que
dirigía Ortega, o sus cubiertas para la editorial Renacimiento (algunas, en
obras de Sawa, Baroja, Unamuno, Azorín, Machado, Concha Espina, Belda o del
propio JR, son memorables y se cuentan entre las mejores de la edición
española), hicieron que fuese muy estimado por la clase intelectual. Alberto
Jiménez Fraud, ya entonces director de la Residencia de Estudiantes, le
encargaría también las cubiertas de sus “Lecturas de una hora” y de los
“Cuadernillos” que cuidó personalmente JRJ. Por tanto, la elección de Marco
como primer ilustrador de Platero, si
no fue decisión personal de JR, tuvo que ser de su entero agrado. ¿Que sus
ilustraciones acabaran decepcionándole con el tiempo? Es posible, pero que el
ilustrador gozaba entonces de la mayor consideración del poeta y siguió gozando
de ella muchos años, también. Las palabras de JR, por tanto, cargando toda la responsabilidad
de la edición en Acebal (“te puso a su gusto, un poco ridículo, en 150 páginas
de papel, forrado con flores y con dibujos elementales”, dirá JR al propio
Platero años después) resultan exageradas e injustas: ese gusto “un poco
ridículo” podía ser el de Acebal, pero también era en ese tiempo el de JR y,
desde luego, el de Marco, el mismo a quien JR había imitado dibujando la
cubierta de su libro Laberinto (1913)
y el mismo a quien encargó un año después el dibujo del perejil que a partir de
Estío, 1915, figurará al frente de
sus libros, hasta que en 1936 lo sustituye el dibujado por Ramón Gaya. Y lo
extraño, o lo fatídico, es que desde 1914 y hasta hoy mismo esas ilustraciones
de Marco, en absoluto “elementales” y sí bellísimas y adecuadas (a los cien
años las cosas suelen verse de muy otros modos), han acabado siendo las más representadas y
representativas de Platero, al modo en que las de Doré lo son de don Quijote.
Llegamos así
al asunto de la selección de textos que se incluyeron en esa “primera” edición
menor. Por los comentarios de JR, se desprende que Acebal la hizo un poco al
buen tuntún, pero lo cierto es que en ella figuran muchos de sus mejores
fragmentos, que dan una idea exacta del conjunto, como un fractal respecto de
su totalidad. Era, cierto, sólo un “pedazo” del libro, pero presupone el libro
completo. El lector de la edición reducida de Platero es un lector de Platero
tan completo como el de la edición
completa. ¿Completa? Años después de la edición definitiva de Platero, en la editorial Calleja, 1917,
JR pensó y planeó (hay borradores de ello: Otra
vida de Platero, se titularía) un Platero
al que añadiría muchas más estampas, libro que de haber llegado a ver la luz no
hubiera incompletado el de 1917. Y
este, dicho sea de paso, es otro más de los parecidos de Platero con el Quijote,
del que, como es sabido, se hubieran podido suprimir o abreviar algunos de sus
episodios interpolados o añadir otros nuevos sin que la historia ni el carácter
de sus personajes hubiesen sufrido por ello.
¿Qué
sucedió, pues, para que JR le cobrara tanta manía a esa edición ”menor” de 1914
que fue, no lo olvidemos, la misma que tanto le gustó a Francisco Giner, su
principal y primer valedor?
Al poco de
publicarse, Giner compró un montón de ejemplares para regalárselos a sus amigos
en las navidades de 1914. A pesar de estar ya en su lecho de muerte, Giner,
“que tanto amó y divulgó” el libro, como recuerda JR, no cesó de hablarle a
todo el mundo de él e hizo llamar incluso a su autor. Lo recibió postrado en el
mismo catre en el que moriría semanas después. La visita impresionó tanto al
poeta que éste decidió después sustituir la dedicatoria original de Platero para dedicárselo a su maestro y
amigo. Y aunque es cierto que a Giner tampoco le convencieron las ilustraciones
de Marco, lo aclaró diciendo que acaso ninguna ilustración estuviese a la
altura de Platero, como ninguna, ni las de Doré, están a la altura del don
Quijote que cada lector lleva en su cabeza.
El éxito de
aquel primer o “menor” Platero y yo
fue tan grande e inmediato como inesperado, y tantas las promesas de ganancias,
que Acebal hizo valer sus derechos sobre él y publicó otra edición más modesta
destinada a las escuelas. Cuando JR trató de recuperar la propiedad de la obra
ya era tarde. Las relaciones se enconaron, los tribunales dieron la razón a
Acebal y cuando “yo agoté mi vocabulario de defensa y de insultos”, Acebal y
otros se llevaron aquel Platero “menor” para siempre. Desde entonces habló JR
de su “burro robado”, aludiendo, claro, al burro de Sancho Panza: “El que
encuentre un burro, con 150 pájinas en papel crudo, con pasta florida a dos
pesetas, con el apodo Juventud, u
otro de igual número de pájinas, con pasta gris, a 0,75 céntimos, bajo el
disfraz El libro escolar, devuélvalo
a su dueño, Juan Ramón Jiménez, poeta, Madrid, porque es un burro robado”,
dirá.
Sólo la
edición completa en la editorial Calleja resarció a su autor algo de estos
sinsabores (y por poco tiempo: Calleja secuestraría Platero de por vida), pero ya no pudo hacer nada: ambas versiones,
la menor y la completa, convivirían ya siempre, y en ambas está Platero y “el
universo Platero” por igual y al completo, raro misterio.
Así lo
percibieron desde el primer día sus lectores, empezando, claro, por Giner. Éste
no llegó a conocer la edición completa, pero leyendo la menor advirtió que en
ese libro estaban expresados los ideales de lo que había tratado de hacer en su
Institución Libre de Enseñanza, en cuyas escuelas se cultivaban la inteligencia
y la sensibilidad, la conciencia y la responsabilidad de los niños.
Y claro que
JR sabía que aunque en esa su primera salida Platero trotara hacia los niños,
no era un libro para ellos: “Yo nunca he escrito nada para niños, porque creo
que el niño puede leer los [mismos] libros que el hombre con determinadas
excepciones” (…) “Yo –como en grande Cervantes a los hombres– creía y creo que
a los niños no hay que darles disparates –libros de caballerías– para
interesarles y emocionarles, sino historias y trasuntos de seres y cosas reales
tratados con sentimiento profundo, sencillo y claro. Y esquisito” (…) “No es,
pues, Platero, como tanto se ha dicho, un libro escrito sino escojido para
niños”. Años después, 1932, y en la preciosa antología de la obra de JRJ
“escogida para los niños por Zenobia Camprubí Aymar”, JR volvería sobre ese
asunto en un prologuillo: ”El hombre, si es lo que puede, esplicará suficientemente al niño un sentido difícil relativo. (Otras veces lo esplicará el
niño al hombre). En casos especiales, nada importa que el niño no lo entienda,
no lo comprenda todo. Basta que se
tome del sentimiento profundo, que se contajie del acento, como se llena de la
frescura del agua corriente, del color del sol y la fragancia de los árboles;
árboles, sol, agua que ni el niño ni el hombre ni el poeta mismo entienden en
último término lo que significan. La naturaleza no sabe ocultar nada al niño;
él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda”.
Giner vio en
Platero, pues, para sus pedagogías, “las posibilidades que había en el tema de
un nuevo Quijote”, tal y como vio el Quijote
el bachiller Sansón Carrasco, cuando a preguntas del hidalgo, le dice que es
una historia que “los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la
entienden y los viejos la celebran”. Y así fue como Platero conoció una gloria parecida a la del Quijote, al tiempo que se le echaba a los pies, como al Quijote, la cadena de “lectura escolar
obligatoria”, inoculando en muchos niños y niñas esa resistencia que se ha
manifestado secularmente en España a leer uno y otro libro en la edad adulta, y
haciendo aconsejable acaso, contra la creencia del propio JR, el sacarlos
definitivamente de escuelas y parvularios (y cuántos hombres y mujeres hay en
España, que, convencidos de haber leído el Quijote
o Platero en el colegio por
obligación, se sienten liberados de
“la tarea” de leerlos de adultos por gusto).
Porque,
vamos a ver, de lo que trata Platero
es de la memoria, lo único que a un niño le trae sin cuidado. JRJ lo subtituló
precisamente así, Elegía andaluza. La
elegía es una forma poética que se ocupa de la pérdida, bien de la muerte de
alguien o de algo, bien de los adioses, pasajeros o definitivos. JR cantó en Platero su infancia y primera juventud,
que es, de todas, la pérdida más grande en la vida de cualquiera. El joven JR
recuerda su infancia y mocedad cuando apenas las ha dejado atrás, como le
sucedió también al joven Tolstoi, y aunque sus recuerdos nos resulten tan
vívidos por la proximidad de los hechos recordados, no por ello deja de sentir
JR que su infancia y juventud y el Moguer donde estas transcurrieron se hayan
perdido para siempre. Platero es el
relato de aquellos años y de una vida sencilla en perpetuo contacto con la
naturaleza. Claro que sencilla no quiere decir idílica, sino en comunión con la naturaleza.
Necesitaba
para ello JR un confidente, para poder hacer de su soliloquio algo con visos de
coloquio, y fue a encontrarlo en este asnillo, Platero.
El parecido
de Platero con el rucio de Sancho Panza es muy grande, como también la relación
que tiene JR con su burro es muy parecida a la que Sancho tenía con el suyo. Y
si don Quijote dio nombre a su caballo, llamándolo Rocinante, Sancho Panza
llama a su burro con aquel por el que se conoce a todos los burros de capa
parda clara, rucio, pudiendo considerarse este, Rucio, un nombre propio.
Plateros son también todos los burros de pelo gris plateado, y Juan Ramón, como
Sancho, no se quebró más la cabeza buscándole un nombre, porque ninguno le
cuadraba mejor que el suyo natural: “El recuerdo de otro Moguer, unido a la
presencia del nuevo, determinó mi libro. Primero lo pensé como un libro de
recuerdos. En realidad mi Platero no es sólo un burro sino varios, la síntesis
de varios burros plateros. Yo tuve de muchacho y de joven varios. Todos eran
plateros. La suma de todos mis recuerdos con ellos dio el ente y mi libro”, nos
diría JR en el prólogo de una de sus ediciones.
Y al igual
que hacía Sancho con el rucio, hará JR con Platero: contarle, como a sí mismo
se contaría, aquellas cosas que ve, siente, teme, sueña, espera, y siempre en
un tono susurrado e íntimo: ¿qué pensaría alguien que nos viera hablarle a un
burro?
Hoy aquella
elegía de Juan Ramón se ha hecho más desgarradora: apenas quedan burros,
reducidos a especie protegida, y los que quedan no hacen sino acrecentar la
simpatía de la que esos animales han gozado siempre entre los hombres: su
existencia de bestias, penosa y con trabajos superiores a sus fuerzas, se
parece tanto a la de los propios humanos, que estos no pueden dejar de
dirigirse a ellos como lo hicieron Sancho, San Francisco, JR: “hermano rucio”,
“hermano burro”, “hermano Platero”. ¿Y qué mejor ni más atento interlocutor que
un hermano? A un hermano se le cuenta todo. Bien pudo haber parafraseado JR las
palabras de Flaubert: Platero soy yo… y tú. Platero
y yo es y será siempre un Platero y
tú. Y cuánto le habría gustado a nuestro poeta aquella rumba cuyo
estribillo abundaba en la misma idea: “Borriquito como tú, tú, tú y tú”.
Y si Platero
es suma de todos los plateros, también es compendio Moguer de todos los
Mogueres andaluces y aun del mundo, e igual el año que aparece retratado en sus
páginas, resumen de todos los años que pasó su autor en aquel pueblo. El lector
asistirá, a medida que va leyendo, al paso de las estaciones, de una primavera
a otra, y de los acontecimientos que marcan todas las vidas: la llegada de las
golondrinas o el canto de los gallos, la floración de los campos o el olor de
las bodegas al llegar el otoño, sí, pero también el pudridero de las bestias,
el desamparo de una viuda o la felicidad del tontito del pueblo, la llegada del
viajante, la muerte de tal o cual vecino, la ilusión de este o la decepción de
aquel, la enfermedad y la desdicha, la
injusticia o la fatalidad (como esa repulsiva sanguijuela que se le entró en la
boca a Platero, cuando bebía, y lo martiriza). Y todo ello descrito con una
viveza, sencillez y colorido nuevos en nuestra literatura. Pues se nos olvidaba
decir que el poeta que trata de contar la vida sencilla de su pueblo sólo puede
contarla de una manera sencilla, y que quien miraba la realidad luminosa de
aquel pueblo andaluz, sólo podría habérnoslo pintado como lo hizo JR, con los
ojos del pintor que quiso ser de joven. Frente a los negros y pardos españoles
de los tristes, queridos y pesimistas escritores del 98, los joviales amarillos
y violetas, encarnados y azules, y, claro, los infinitos verdes de JR,
verdinegros, verdeclaros, verdioscuros, verdiazules… Cuántos colores hay en ese
libro, cómo tiemblan, con qué aleos… Y que JR no mentía cuando le confesó a
Ortega que “ninguna de las estampas me había llevado más de diez minutos”, es
cierto. No sólo su brevedad lo confirma, sino un algo directo que hay en todas
ellas, como si fueran apuntes del natural, al modo de los que hacen los
pintores al aire libre, no apresurados sino urgidos por el paso del tiempo:
todo sucede muy deprisa. Nada tampoco de las pinturas oleosas y pesadas del
costumbrismo, ni de la denuncia social y regeneracionista que le hubiera
gustado a Ortega; aquí todo está apuntado, sugerido, susurrado con la levedad
de una acuarela. En pocos libros encontraremos tonos más vivos, fragancias más
sutiles, sensaciones más hondas. Porque Platero es el libro de un sensitivo,
que siente hacia adentro y hacia afuera. Y si JRJ le dio a Platero esa
expresión sencilla, ingenua, poética, repertoriando las miradas, cuitas y
preocupaciones de un niño, no hay hombre de cualquier edad que no se reconozca
en ellas, que no las haga suyas. Eso es lo que le gustaba a Giner, ver cómo en
las páginas de Platero el pensamiento
sentía y el sentimiento pensaba, esas eran las posibilidades que se abrían con
él, y que seguramente le hicieron concebir a Juan Ramón la esperanza de poder
escribir algún día una segunda y aun tercera parte, como hizo Cervantes con su Quijote.
Cuando llegamos al final del libro sentimos la
muerte de Platero. Es una maravillosa y memorable página de todos los tiempos.
Nos duele su desaparición, sí, pero admiramos la forma estoica y contenida en
que se nos relata. Habla de un final, el de Platero, pero lo hace de tal modo
que vemos en él el principio de otra vida más plena, consciente y superior.
Resulta un pasaje casi tan expeditivo y emocionante como el de la muerte de don
Quijote. Y la muerte de Platero no cierra nada, no acaba nada, como nada cierra
la de nuestro amigo Alonso Quijano. Sólo por haber asistido a su paso por la
vida del espíritu, se hace mejor la nuestra. Siendo muertes bien tristes, no
nos encogen, pues no dejan de recordarnos que la vida sigue y que tenemos el
deber de cumplirla, tal y como ellos la vivieron: alegremente. Esa es la virtud
que nos enseñan sólo unos pocos libros felices, como este.