25 février 2019

A la contra

Nunca me he subido a un coche de Uber. Ni siquiera sabía qué era eso hasta hace muy poco. Lo mismo me  sucede con Cabify. Ha sido uno un gran partidario del taxi, me encantan las conversaciones de algunos taxistas (pensé escribir un libro que se titulara así, Historias del taxi, breves, curiosos, rápidos relatos como los de la película Una noche en la tierra), pero tras la huelga reciente de los taxistas me voy a hacer de Uber, me voy a hacer de Cabify y de todas y cada una de las empresas que en el transporte público de pasajeros ejerzan su derecho al trabajo en igualdad de condiciones que el taxi. En mi decisión no tiene que ver el que los coches de Uber y Cabify sean mejores ni que sus conductores vayan aseados y pongan a disposición de los pasajeros una cestita con caramelos de limón (según me han contado); tampoco porque sean más limpios y baratos. No hablamos de higiene ni dinero. Lo hará uno por principios, por creer que somos libres e iguales y tenemos derecho a buscar el trabajo donde se encuentra y contratar a cualquiera que cumpla la ley, una ley que ha de ser igual para todos.

Acaba de pasar un coche de Uber, negro, reluciente, con los cristales tintados. En dos de ellos, pegado con celo, este cartel: “Somos una Vtc tradicional. No trabajamos con Uber. No trabajamos con Cabify”. Tal vez sea sólo una añagaza para librarse de los piquetes, pero qué humillación tener que pedir clemencia porque la autoridad no garantiza la justicia. Por eso se va a hacer uno de Uber, de Cabify, de lo que haga falta: no podemos vivir amenazados.

Admira uno al que en Inglaterra se hace católico y protestante en Roma, al que en Gerona pone en su balcón la bandera de España y en Madrid también, y, en general, al que defiende al débil frente al poderoso (y no digamos si este es además mafioso). Para alguien como uno, que no conoce los pormenores de esa huelga, el ver a unos cuantos energúmenos con los chalecos amarillos ha sido lo que le ha inclinado a hacerse de Uber, de Cabify y, sí, de lo que haga falta, allí donde se defiendan esos derechos básicos. A la contra de la corriente general y del lugar común, de los matones o de cualquier piquete. Y contra aquellos que defienden los monopolios, laborales, económicos o políticos. Aquí o en Venezuela, donde haga falta.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 24 de febrero de 2019]

10 février 2019

Lenguas vivas y muertas

CUANDO iba a empezar a escribir este artículo sobre Roma, se publicaron unas declaraciones de su director, Alfonso Cuarón, en las que este deploraba que en España su película se viera subtitulada. Le parecía un abuso, y tiene razón, compartiendo como compartimos a uno y otro lado del océano una lengua común. Lo cierto es cuando la vimos esos subtítulos nos parecieron una extravagancia, y en muchos tramos un despropósito. Las palabras de Cuarón obligaron a Netflix a suprimir los subtítulos, pero también desviaron la atención del fondo de su maravillosa y originalísima película a otros aspectos, como los del doblaje o traducción. En las polémicas que siguieron se recabó mi opInión como traductor del Quijote al español actual.

Tiempo y espacio, de eso se trata. ¿El castellano del Poema de Mío Cid es el mismo que el nuestro? En menor medida que el castellano del Libro del Buen Amor o que La Celestina, y el del Quijote, en mayor medida que estos. El de Mío Cid está más cerca de una lengua muerta, que de una lengua viva. Compartimos con esas obras el espacio, puesto que fueron escritas en España, pero no el tiempo. Con Roma sucede al revés, compartimos el tiempo, pero no el espacio, ya que es una película mejicana. De haber sabido leer, Sancho Panza, habría entendido el Quijote sin el menor problema, pero Alonso Quijano, de haber vivido hoy, no hubiera podido hacerlo sin miles de notas, con esfuerzo y sucesivas trabas. En el primer caso, Sancho hubiera leído una obra con la que compartía espacio y tiempo, y en el caso de Alonso Quijano, de vivir este ahora, otra con la que sólo compartiría el espacio, pero no el tiempo. Por eso Shakespeare, Dante o Montaigne cuentan con traducciones al inglés, italiano o francés actuales, porque las lenguas vivas llevan su camino adelante y dejan atrás obras cuya lengua va poco a poco quedándose sin savia, exangües. Los españoles por fortuna podemos ver Roma y disfrutar del suavísimo y musical acento mejicano. El acento en una lengua es su perfume, y, cierto, a veces hemos de sacrificar este en beneficio de la comprensión. No es el caso de Roma, que podrá ver cualquier hispanohablante en su versión original sin subtítulos, porque compartimos lo principal: el tiempo. A los que ponen fronteras sólo les interesa el espacio, y suelen vivir fuera del tiempo.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 10 de febrero de 2019]

4 février 2019

Compañeros de viaje

TODO el mundo parece extrañado de la irrupción de Vox en España. ¿De dónde han salido tantos votos como ha obtenido la extrema derecha en las elecciones andaluzas?, se preguntan desconcertadas y recelosas algunas gentes. No deberían extrañarse.

Quienes alguna vez hayan visitado el Reichstag alemán y subido a lo alto de su cúpula acristalada acaso hayan reparado en la balaustrada que dibuja toda la circunferencia,  defendiendo del vacío a los curiosos. En el centro de aquel vestíbulo se ven, pequeñitas, cruzándolo en pos de sus diligencias, las figuras hormigueantes de los parlamentarios alemanes. Si se mira hacia  afuera, la amplitud de las panorámicas de la ciudad de Berlín disipa la sensación de vértigo que se siente mirando hacia el vacío. Pero tal vez lo más interesante no esté ni en el fondo ni a lo lejos, sino en el pasamanos de la circular balaustrada, recorrida por una sucesión de pequeñas fotografías e imágenes que recorren la historia de Alemania. En una de ellas, entre otras, se ve una de las manifestaciones que celebraron juntos, antes del triunfo hitleriano, nazis y comunistas, compañeros de viaje.

Hace unas semanas el líder socialista Mélanchon apoyaba a los demenciales “chalecos amarillos”, a quienes viene alentando la extrema derecha francesa de Le Pen, y al difundirse la fotografía de un jerarca etarra compartiendo txoco con la lideresa socialista vasca, pudimos algunos indignarnos pero no extrañarnos, como tampoco de los espectaculares resultados electorales de Vox. Bastan unas cuantas operaciones elementales (sumas y restas), quién perdió votos, quién los ganó, para saber que algunos miles de los que votaron a Vox proceden de la extrema izquierda de Podemos, lo que nos llevaría a afirmar que si los socialistas mantuvieron durante años la monserga de que Rajoy era una fábrica de independentistas, puede sostenerse ahora, con idéntico fundamento, que podemistas y Sánchez, apoyado por los independentistas, son una fábrica de Vox. ¿Y qué se persiguen con tan paradójicas alianzas y trasiegos? Como en 1933,  poner fin a la vez al Régimen del 78 y a la Europa de la Ilustración, de ciudadanos libres e iguales. Porque los compañeros de viaje buscan siempre matar dos pájaros de un tiro, quiero decir, acabar con todo, eso sí, alegremente.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 3 de febrero de 2018]