Decimos que un juez es una estrella cuando fulge en un universo, como el de la justicia, bastante ténebre. Suponemos que es personalista, cuando logra dividir al país a su favor y en su contra. En ese sentido Garzón, qué duda cabe, es lo uno y lo otro. Sus partidarios se tienen por progresistas, pero muchos de sus detractores no se consideran reaccionarios. De hecho conocemos no pocos magistrados que son progresistas y a la vez sumamente críticos con las actuaciones de su colega. Algunos de estos lo han expulsado de la carrera judicial y Garzón se ha marchado de España como lo haría Zeus del Olimpo: “Soy el último exiliado del franquismo”, ha dicho tras el portazo.
En el haber de Garzón hay unas cuantas actuaciones espectaculares, estelares. Fijémonos en dos, el procesamiento de Augusto Pinochet y el caso de los Gal. El primero, como es sabido, quedó en nada, y el segundo en una condena en firme y las prisiones de un exministro y su lugarteniente. Con el de Pinochet muchos prorrumpimos jubilosos: no hay verdadera justicia en el mundo, cierto, pero nos queda la justicia poética, y nos dimos por satisfechos, más o menos, porque los partidarios de la justicia poética es sabido que nos contentamos con poco. ¿Y en el caso Gal? El juez inició ese proceso, guardado por él en un cajón, únicamente cuando se vieron frustradas sus ambiciones políticas, según se dijo. Se ha dicho también que Dios escribe recto con líneas torcidas, y esta es la prueba: un juez es lo más cerca de Dios a que puede llegar un hombre.
Lo que siguió es de sobra conocido: se abrieron contra Garzón tres causas, una por autorizar unas escuchas ilegales, otra por interpretación abusiva del código penal en el caso de las fosas del franquismo y la tercera por sospecha de cohecho. Le condenaron por la primera, se desestimó la última y con la segunda la cosa quedó en tablas. Comprende uno la indignación de este juez, viendo las varas con las que se le ha medido a él y con las que se mide a otros dioses, a Dívar, por ejemplo, pero no debería extrañarse, porque es antiguo como el mundo: quien hizo la ley hizo la trampa. Y esto no tiene nada que ver con el franquismo, sino con la condición humana. Es probable que si Garzón no fuese un juez estrella jamás se hubiese ocupado del caso de las fosas (ahí es nada: 114.000 casos de desaparecidos en uno), pero no deja de ser un hecho que al hacerlo, incluso con argumentos jurídicos deficientes, dignificó la memoria de las víctimas e impulsó la exhumación de los restos de miles de ellas. No lo han echado por este caso, sin embargo, como asegura él, dando a entender que la justicia española sigue en manos del franquismo. No es así. Seguro que quedan aquí otros jueces que seguirán haciendo un buen trabajo. Ahora, entiende uno, como algo humanísimo, que quiera hacerse aplaudir su mutis con frases tremendas y creer que alguien que acaso se ve como el Cid Campeador, tiene derecho a ser víctima no de un pobre funcionario, sino del mismo Franco o de todo el franquismo, como la duquesa de Medina-Sidonia, que al ir a ser arrestada por unos simples números de la Guardia Civil, recordó que a ella sólo podía llevarla detenida un capitán general. Detención aquella injusta, por cierto, pero esa es otra historia.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia de 26 de agosto de 2012]