27 février 2020

Galdós, ¿moderno?

AL fin ha saltado a la palestra la cuestión. Ya se estaba haciendo esperar: Galdós no es tanto como creen algunos en España, país norteafricano. Galdós no es Dickens, Galdós no es Flaubert, ni siquiera Balzac. Galdós, enteraos de una vez por todas, no es moderno. O sea, Galdós no es alguien de quien fiarse.

¿Qué es ser moderno? María Zambrano había planteado las cosas en su justo término: Galdós es «ese poeta que toda ciudad necesita para existir, para vivir, para verse también». Basta con ser poeta para comprender la realidad, más allá de la realidad, sin destruirla, acogiéndola entre nosotros y aceptándola tal cual es de una manera piadosa, o sea, compasiva.

Y al fin y al cabo aquí andamos nosotros, cien años después de su muerte, leyendo sus obras, caminando por Madrid y reconociendo el Madrid galdosiano en mil rincones. No hay mayor modernidad que esa.

Todo lo demás son disquisiciones un poco escolásticas, creo yo. Si no ha entendido uno mal, «ser moderno» hoy es, cómo lo diríamos, como llevar un pin, una contraseña («ábrete sésamo») o un escapulario («detente, bala»). Nada más. No significa nada ni tiene propiamente que ver con la literatura o el arte, «ser moderno» es una más de las beaterías de un tiempo que, más que ningún otro anterior de la historia, se ha proclamado descreído y desentido. Aplicado a la literatura, no ser moderno (Galdós), es no ser nada, es, valga la redundancia, haber perdido el tren de la historia. Claro que hoy sabemos que la historia no es ningún tren con destino a una estación términi. Y los lectores de Galdós sabemos que este, lejos de llevar sus novelas hacia ningún fin, se pasó la vida dando vueltas a esos tres únicos temas que ocupan a la poesía y a la literatura desde Homero: el amor, la muerte y el tiempo.

¿O estamos diciendo que a los lectores de Fortunata y Jacinta no les aprovechará leerla tanto como otras novelas «indiscutiblemente» modernas como Madame Bovary, Ana Karenina o La Regenta? No se indiscute ahora que no sean tres novelas modernas, de hecho le da a uno lo mismo que lo sean o  no, a lo único que deberíamos atenernos es a que Madame Bovary es estúpida, Ana Karenina una mujer hastiada y superficial y Ana Ozores una criatura cerril impregnada de olor a sacristía, obras todas ellas, por lo demás, de autores de extraordinario talento. La cuestión es esta: ¿qué mujer hoy, o sea, qué mujer moderna, se cambiaría por Bovary, Karenina y Ozores, no en los avatares de sus novelas, sino en su propio ser? Sin embargo no conozco ni un solo lector, él o ella, que no quisiera conocer el amor como lo conoció Fortunata (ese «al que me quiere como dos, le quiero como catorce»), ninguno que no quisiera tener el arrojo de vivir esa pasión como ella la vivió, sabiendo incluso que estaba enamorada de un pobre hombre. Es Fortunata, junto a la Marcela cervantina, la primera mujer emancipada, y no le importa arrostrar las consecuencias sociales o personales, sabiéndose inocente. El amor nos hace libres, podría ella decir, y en la libertad sin mácula no hay pecado. De ahí que Fortunata, al contrario que la sociedad de su época, no tenga conciencia de su falta: ¿qué pecado hay en amar?, se pregunta muchas veces. Sólo formularlo, en aquel 1887, era ya pecado. Y no es que Galdós desafíe así a la sociedad de su tiempo, y por esa razón sea más moderno que nadie. Da igual lo que Galdós crea o no. Galdós tiene sus ideas, claro, es un hombre liberal, amigo de liberales y krausistas (los modernos de entonces), pero ni siquiera eso es esencial. No es Galdós quien está desafiando a la sociedad, son sus criaturas, es Fortunata, Benina, Tristana, Villaamil, Torquemada o el amigo Manso a quienes se ha encomendado esta gigantesca tarea, la de la emancipación del ser humano a través de un modesto artificio que da sentido a nuestras vidas: la novela. No la novela tal y como la entiende una falsa modernidad, o sea, como una pieza literaria, sino como algo vivo y parte de la vida. Y si a tantos lectores les conmueve Fortunata no es tampoco porque sea un ser emancipado o por las ideas que Galdós tiene del amor, sino porque se trata de un ser vivo.

Porque lo que percibimos al leer las de Galdós es el supremo logro de ese artificio, a saber, que este desaparece milagrosamente y que no estamos ya en una novela, sino en la misma vida, y que esos personajes no son ficticios, sino criaturas de las que se nos cuenta su biografía, y que los escenarios donde se mueven no son obra de carpintero, sino reales (la Plaza Mayor, la cava de San Miguel, la calle Ave María), y que sus argumentos no son habilidades de un escritor dotado de mil pericias, sino crónicas reales cuya comprensión final completa cada lector, como el juez de paz ha de oír a todas las partes antes de emitir su veredicto.

Porque centró la cuestión de la modernidad hace más de cincuenta años, merece la pena citar estas palabras de Ramón Gaya a propósito de Galdós: «Flaubert (un artista indudable pero menos elegido) tiene una actitud tan estudiosa ante la realidad que, claro, esta muchas veces huye, huye ofendida a entregarse a otro, a otro que no la observe como un fenómeno, sino que la mire como un amigo, como un hermano; es el secreto de Galdós, tratar a la realidad como a una igual suya, es decir, sin servilismos ni altanería, y, claro, sin objetividad, ni el insulto de la objetividad (…) En los grandes novelistas es fácil descubrir dos actitudes, la del impertinente objetivo –Stendhal– y la del generoso náufrago –Dovsttoievski–, pero es difícil una actitud piadosa como la de Galdós». 

Yo sé que venir a estas alturas a preguntarnos si Galdós es o no moderno, es un modo de llamar antimodernos a todos los que les gusta (o sea, un poco casposos), lo cual seguro que hará menear la cabeza a algunos, y sonreír, como hubiera hecho aquel memorable Evaristo Feijoo, alterego de don Benito.

    [Publicado en El Mundo el 27 de febrero de 2020]

24 février 2020

Nos vamos yendo

LA modernidad  nos ha enseñado a ver y valorar las cosas pequeñas, es parte de su grandeza: el cuarteto tanto como la sinfonía, la intimidad al mismo nivel que la gesta heroica, un dibujo, hecho en un trozo cualquiera de papel, tanto como el gran cuadro del pintor de Corte. Los dibujos de Goya, por ejemplo. 250, de más de los 500 que se conservan, se exponen ahora en el Prado. Son extraordinarios. Tal vez la exposición más fascinante en ese museo desde la mítica de Velázquez. ¿Y todos esos dibujos son igual de buenos? Por supuesto que no. Sólo faltaría. ¿Son iguales las olas de la playa? Los dibujos de Goya han de verse, y aun oírse, como las olas sucesivas: subyugan uno por uno, como ellas, pero asombra y sobrecoge el conjunto, como el mar inmenso, inabarcable, misterioso e inmarcesible. 

¿Y qué hay representado en ellos? Todo lo que le sale al paso o se le pasa por la cabeza: costumbres, tipos, truculencias, sátiras (políticas, religiosas, sociales), riñas,  caprichos y desastres, visiones y pesadillas,  pesadumbres y muchedumbres... 

También la modernidad que valoró lo pequeño (el ciudadano) por encima de los tres estados, puso a las multitudes al frente de la Historia. Las multitudes son “una de las grandes aportaciones de Goya”, anota el comentarista. Goya las saca en procesiones, en los toros, en un parque. Cuando las multitudes se convierten en masas, en el primer tercio del siglo XX, vendrán con ellas  las grandes matanzas y el exterminio del individuo, del ciudadano. El lado oscuro de la modernidad. Goya, que ya en Burdeos pudo leer la Enciclopedia, prohibida en España, debió de leer como ilustrado que era lo que Diderot y  D’Alambert escribieron allí: «Multitud: Desconfía del juicio de la multitud; en los asuntos del razonamiento y filosofía su voz es la de la maldad, la estupidez, la inhumanidad, la sinrazón y el prejuicio. La multitud es ignorante y bárbara, juzga mal, no es capaz de acciones valientes y generosas». Las multitudes aclamaron a Fernando VII, el rey Felón, y las gentes que pudieron irse de España, como Goya, se exiliaron. Estos dibujos, realistas en tanto que veraces y modernos en tanto que íntimos, parecen decir “se hace camino al andar”, sí, pero también “nos vamos yendo”.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 23 de febrero de 2020]

10 février 2020

Seré breve

LA misma semana que se publicó El cántaro y la fuente, una antología de “aforistas españoles para el siglo XXI” (en edición de 99 ejemplares, a tono con la brevedad del género), me pidieron de un periódico que eligiera mi aforismo preferido. No hay sólo un aforismo, argüí, sino muchos, pero aun así allá fue el mío (de un JRJ. ya viejo, que se negaba como un niño al aseo: “A todo se llega. He aprendido a ser sucio y me parece bien”).  Del propio JRJ., que escribió más de cinco mil, hubiera podido escoger este: “Lo malo de la muerte no ha de ser más que la primera noche»; o este: “Si Dios existe, yo soy inmortal. Si yo no soy inmortal, Dios no existe. Váyase lo uno por lo otro”.

Los  estudiosos  se desquician buscando las diferencias entre aforismo, adagio, máxima, apotegma, refrán, sentencia, proverbio... Es difícil trazar esas fronteras. Para mí un aforismo es bueno si es la punta de un iceberg y si no se le puede dar la vuelta como a un calcetín, pero si no te hace pensar, o sonreír al menos, es malo. Una de  las entrevistadas eligió uno de los más conocidos, el clásico Festina lente (“apresúrate lentamente”), que no es contrario ni al de Goethe (“Como el astro, sin aceleración y sin descanso”), que JRJ. puso al frente de su propia obra, ni al horaciano Carpe diem (“vive el momento”). ¿Qué fascina a todo el mundo de esos aforismos y oráculos manuales? ¿Que son una sabiduría portátil? ¿Su concisión, el fulgor de una verdad que, como un relámpago, vuelve a sumirnos en las tinieblas tras dejar en nuestra alma la ilusión de haberlo comprendido todo al fin? 

También los políticos se pasan el día acuñando frases. Podrían a veces pasar por aforismos, desde luego, pero no lo son. Son sólo eslóganes: ideas deshuesadas para hacerlas masticables (que no digeribles) para aquellos que no tienen dientes en el cerebro. ¿Un ejemplo? No me pongan en ese brete, hay cientos, miles, a diario. Pero, en fin, allá va uno, sólo uno: “Jamás, jamás, jamás con ese”. Usted me entiende. Esos eslóganes están hechos para lo contrario que un aforismo: con ellos no hay que pensar (al contrario, suelen poner de bastante mal humor), basta con creer, son cosa sólo de la fe. Todo lo contrario que el aforismo por antonomasia, Sapere aude (“atrévete a  saber”), únicamente superado por el atrévete a explicártelo y el atrévete a contarlo.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 9 de febrero de 2020] 

8 février 2020

Dos fotografías campestres

No sé por qué la de hoy 


Pedro Sánchez y su gobierno, en familia, en la finca Quintos de Mora 


le ha recordado a uno la de ayer, será seguramente por el número.
Franco, miembros de su gobierno y su familia en la finca de Santa Cruz de Mudela.

3 février 2020

Río arriba

EN su larga marcha hacia Kafiristán Danny (Sean Connery) y Pecky (Michael Caine) se ven obligados a pactar con un tiranuelo local. Fue esta una licencia de John Huston en El hombre que pudo reinar, basada en un relato de Kipling. A este satrapilla simpático le preguntan cuáles son sus enemigos. El hombre, sin dudarlo y dolidísimo, dispara: “Los del pueblo de al lado; cada vez que bajamos  a bañarnos, nuestros vecinos se mean río arriba”.

Algunos políticos de León están dolidísimos de ver cómo sus colegas de Valladolid llevan orinándose cuarenta años en el río de la historia y de los presupuestos, y recuerdan que León tuvo veinte reyes antes que Castilla leyes. Atajando razones: allí acaban de reclamar su separación de Castilla-León, quieren ser sólo León. 

Como uno ha sido de León, me han preguntado por ese asunto en un periódico local. Si el pueblo leonés votara un día eso, yo sería considerado un extranjero, porque al no vivir en el territorio ha dejado uno de ser del pueblo leonés y aun leonés a secas (aunque, la verdad, no creo que lo notáramos ni el pueblo leonés ni yo). A estas alturas es inútil recordar que el problema de los nacionalismos son las desigualdades, injusticias y enfrentamientos civiles a que dan origen, si acaso no nacen de ellas, y que las desigualdades, entre ciudadanos libres e iguales, se combaten con ideas, no con sentimientos. Da igual. A tal grado de ensoñación hemos llegado. Lo mejor de las parodias es que pueden mostrar lo ridículo de muchas cosas presentadas con solemnidad y patetismo patrióticos, por lo mismo que una caricatura puede ser más expresiva y exacta que un retrato fotográfico. Tendría gracia ahora que la Unión Europea empezara a tambalearse por el Barrio Húmedo leonés, reputado por sus tabernas y origen de mil micciones. Nunca supimos si aquel primer partido nacionalista se llamaba Sólo León o León solo. Esa anfibología era simpática, no obstante,  pero hoy vemos que también era mentira: quieren formar la nueva comunidad autónoma con  Zamora y Salamanca, provincias a las que, naturalmente, no han preguntado si quieren esa unión. Si fuera posible me haría zamorano, por sedicionarme yo también, aun a sabiendas incluso de ver cómo algunos de mis antiguos paisanos han emprendido la marcha ya hacia la parte alta del río.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 1 de febrero de 2020]