LA misma semana que se publicó El cántaro y la fuente, una antología de “aforistas españoles para el siglo XXI” (en edición de 99 ejemplares, a tono con la brevedad del género), me pidieron de un periódico que eligiera mi aforismo preferido. No hay sólo un aforismo, argüí, sino muchos, pero aun así allá fue el mío (de un JRJ. ya viejo, que se negaba como un niño al aseo: “A todo se llega. He aprendido a ser sucio y me parece bien”). Del propio JRJ., que escribió más de cinco mil, hubiera podido escoger este: “Lo malo de la muerte no ha de ser más que la primera noche»; o este: “Si Dios existe, yo soy inmortal. Si yo no soy inmortal, Dios no existe. Váyase lo uno por lo otro”.
Los estudiosos se desquician buscando las diferencias entre aforismo, adagio, máxima, apotegma, refrán, sentencia, proverbio... Es difícil trazar esas fronteras. Para mí un aforismo es bueno si es la punta de un iceberg y si no se le puede dar la vuelta como a un calcetín, pero si no te hace pensar, o sonreír al menos, es malo. Una de las entrevistadas eligió uno de los más conocidos, el clásico Festina lente (“apresúrate lentamente”), que no es contrario ni al de Goethe (“Como el astro, sin aceleración y sin descanso”), que JRJ. puso al frente de su propia obra, ni al horaciano Carpe diem (“vive el momento”). ¿Qué fascina a todo el mundo de esos aforismos y oráculos manuales? ¿Que son una sabiduría portátil? ¿Su concisión, el fulgor de una verdad que, como un relámpago, vuelve a sumirnos en las tinieblas tras dejar en nuestra alma la ilusión de haberlo comprendido todo al fin?
También los políticos se pasan el día acuñando frases. Podrían a veces pasar por aforismos, desde luego, pero no lo son. Son sólo eslóganes: ideas deshuesadas para hacerlas masticables (que no digeribles) para aquellos que no tienen dientes en el cerebro. ¿Un ejemplo? No me pongan en ese brete, hay cientos, miles, a diario. Pero, en fin, allá va uno, sólo uno: “Jamás, jamás, jamás con ese”. Usted me entiende. Esos eslóganes están hechos para lo contrario que un aforismo: con ellos no hay que pensar (al contrario, suelen poner de bastante mal humor), basta con creer, son cosa sólo de la fe. Todo lo contrario que el aforismo por antonomasia, Sapere aude (“atrévete a saber”), únicamente superado por el atrévete a explicártelo y el atrévete a contarlo.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 9 de febrero de 2020]
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