AL fin ha saltado a la palestra la cuestión. Ya se estaba haciendo esperar: Galdós no es tanto como creen algunos en España, país norteafricano. Galdós no es Dickens, Galdós no es Flaubert, ni siquiera Balzac. Galdós, enteraos de una vez por todas, no es moderno. O sea, Galdós no es alguien de quien fiarse.
¿Qué es ser moderno? María Zambrano había planteado las cosas en su justo término: Galdós es «ese poeta que toda ciudad necesita para existir, para vivir, para verse también». Basta con ser poeta para comprender la realidad, más allá de la realidad, sin destruirla, acogiéndola entre nosotros y aceptándola tal cual es de una manera piadosa, o sea, compasiva.
Y al fin y al cabo aquí andamos nosotros, cien años después de su muerte, leyendo sus obras, caminando por Madrid y reconociendo el Madrid galdosiano en mil rincones. No hay mayor modernidad que esa.
Todo lo demás son disquisiciones un poco escolásticas, creo yo. Si no ha entendido uno mal, «ser moderno» hoy es, cómo lo diríamos, como llevar un pin, una contraseña («ábrete sésamo») o un escapulario («detente, bala»). Nada más. No significa nada ni tiene propiamente que ver con la literatura o el arte, «ser moderno» es una más de las beaterías de un tiempo que, más que ningún otro anterior de la historia, se ha proclamado descreído y desentido. Aplicado a la literatura, no ser moderno (Galdós), es no ser nada, es, valga la redundancia, haber perdido el tren de la historia. Claro que hoy sabemos que la historia no es ningún tren con destino a una estación términi. Y los lectores de Galdós sabemos que este, lejos de llevar sus novelas hacia ningún fin, se pasó la vida dando vueltas a esos tres únicos temas que ocupan a la poesía y a la literatura desde Homero: el amor, la muerte y el tiempo.
¿O estamos diciendo que a los lectores de Fortunata y Jacinta no les aprovechará leerla tanto como otras novelas «indiscutiblemente» modernas como Madame Bovary, Ana Karenina o La Regenta? No se indiscute ahora que no sean tres novelas modernas, de hecho le da a uno lo mismo que lo sean o no, a lo único que deberíamos atenernos es a que Madame Bovary es estúpida, Ana Karenina una mujer hastiada y superficial y Ana Ozores una criatura cerril impregnada de olor a sacristía, obras todas ellas, por lo demás, de autores de extraordinario talento. La cuestión es esta: ¿qué mujer hoy, o sea, qué mujer moderna, se cambiaría por Bovary, Karenina y Ozores, no en los avatares de sus novelas, sino en su propio ser? Sin embargo no conozco ni un solo lector, él o ella, que no quisiera conocer el amor como lo conoció Fortunata (ese «al que me quiere como dos, le quiero como catorce»), ninguno que no quisiera tener el arrojo de vivir esa pasión como ella la vivió, sabiendo incluso que estaba enamorada de un pobre hombre. Es Fortunata, junto a la Marcela cervantina, la primera mujer emancipada, y no le importa arrostrar las consecuencias sociales o personales, sabiéndose inocente. El amor nos hace libres, podría ella decir, y en la libertad sin mácula no hay pecado. De ahí que Fortunata, al contrario que la sociedad de su época, no tenga conciencia de su falta: ¿qué pecado hay en amar?, se pregunta muchas veces. Sólo formularlo, en aquel 1887, era ya pecado. Y no es que Galdós desafíe así a la sociedad de su tiempo, y por esa razón sea más moderno que nadie. Da igual lo que Galdós crea o no. Galdós tiene sus ideas, claro, es un hombre liberal, amigo de liberales y krausistas (los modernos de entonces), pero ni siquiera eso es esencial. No es Galdós quien está desafiando a la sociedad, son sus criaturas, es Fortunata, Benina, Tristana, Villaamil, Torquemada o el amigo Manso a quienes se ha encomendado esta gigantesca tarea, la de la emancipación del ser humano a través de un modesto artificio que da sentido a nuestras vidas: la novela. No la novela tal y como la entiende una falsa modernidad, o sea, como una pieza literaria, sino como algo vivo y parte de la vida. Y si a tantos lectores les conmueve Fortunata no es tampoco porque sea un ser emancipado o por las ideas que Galdós tiene del amor, sino porque se trata de un ser vivo.
Porque lo que percibimos al leer las de Galdós es el supremo logro de ese artificio, a saber, que este desaparece milagrosamente y que no estamos ya en una novela, sino en la misma vida, y que esos personajes no son ficticios, sino criaturas de las que se nos cuenta su biografía, y que los escenarios donde se mueven no son obra de carpintero, sino reales (la Plaza Mayor, la cava de San Miguel, la calle Ave María), y que sus argumentos no son habilidades de un escritor dotado de mil pericias, sino crónicas reales cuya comprensión final completa cada lector, como el juez de paz ha de oír a todas las partes antes de emitir su veredicto.
Porque centró la cuestión de la modernidad hace más de cincuenta años, merece la pena citar estas palabras de Ramón Gaya a propósito de Galdós: «Flaubert (un artista indudable pero menos elegido) tiene una actitud tan estudiosa ante la realidad que, claro, esta muchas veces huye, huye ofendida a entregarse a otro, a otro que no la observe como un fenómeno, sino que la mire como un amigo, como un hermano; es el secreto de Galdós, tratar a la realidad como a una igual suya, es decir, sin servilismos ni altanería, y, claro, sin objetividad, ni el insulto de la objetividad (…) En los grandes novelistas es fácil descubrir dos actitudes, la del impertinente objetivo –Stendhal– y la del generoso náufrago –Dovsttoievski–, pero es difícil una actitud piadosa como la de Galdós».
Yo sé que venir a estas alturas a preguntarnos si Galdós es o no moderno, es un modo de llamar antimodernos a todos los que les gusta (o sea, un poco casposos), lo cual seguro que hará menear la cabeza a algunos, y sonreír, como hubiera hecho aquel memorable Evaristo Feijoo, alterego de don Benito.
[Publicado en El Mundo el 27 de febrero de 2020]
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