LA estrategia es el mejor ejemplo de la necesidad hecha virtud, por lo mismo que la astucia es propia de los animales que han de sobrevivir a otros más fuertes y poderosos. Un gran estratega, pues, aunque sea Napoleón, es alguien siempre a la defensiva, y la estrategia es propia de los hombres de mundo. Por el contrario, los hombres fuera del mundo, “gli uomini di Dio”, como Francesco, Il Poverello, o nuestro no menos desastrado don Quijote, van por la vida, eso, “a la buena de Dios”.
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AL mirar las estrellas, en una de estas ilimitadas noches de verano que se levantan sobre nosotros como la bóveda de una de esa catedrales góticas en ruinas de la que paradójicamente sólo han quedado en pie los muros y parte de las columnas, descubrimos, en primer lugar, la Osa Mayor, y a continuación la Osa Menor… y poco más, cierto, pero sabemos que entre todas esas estrellas están el centauro, el toro, los peces, el cangrejo, el gallo y otros más sutilmente dibujados si supiéramos unir las estrellas adecuadas, animales que están en la noche como imaginamos que estarían los animales en el arca de Noé, esperando que acabe un día ese big bang universal que los mantiene dentro ociosos para salir por ahí y reproducirse en paz. Pero acaso más prodigioso que todo ello es lo que un buen día sucede: buscando entre las estrellas hallamos el dibujo de nuestra vida, nuestro rostro de niño, de adulto, de viejo, el de los seres queridos, vivos y muertos, el de la copa de la cual bebimos la juventud y el de las puertas que nos fueron franqueadas y también el de aquellas otras que se cerraron para nosotros sin saber po qué. Basta buscar las estrellas adecuadas y trabarlas con el hilo de Ariadna. Una noche descubrimos la constelación del deseo, porque en ella aparece la cara de la primera persona de la que nos enamoramos (como aquellos tres puntitos blancos en una estampa negra en la que acababa viéndose el rostro de Santa Teresa si se tenía la paciencia de mirarla sin pestañear durante tres minutos y, claro,… si se tenía fe); otra, la constelación de la risa, porque hay algo en ella que nos causa una gracia infinita, con el rostro de Sancho, otra, la de la libertad, con un parecido extraordinario a la efigie de don Quijote… Y así, una noche y otra, hasta que el giro de la tierra empieza a hacerlas más largas y frías y nos devuelve a ese otro universo que llamamos memoria, donde espera el invierno.