Affichage des articles dont le libellé est Literatura española. Afficher tous les articles
Affichage des articles dont le libellé est Literatura española. Afficher tous les articles

24 janvier 2021

Carta abierta a Luis García Montero

Querido Luis:

Al día siguiente del homenaje al poeta Jaime Gil de Biedma que presidiste tú como director del Instituto Cervantes, los periódicos recogieron tus palabras, afectadas sin duda por las declaraciones de quienes la víspera habíamos opinado libre y respetuosamente sobre la pertinencia de ese acto y sobre la conducta del propio GdeB. y el modo en que este la reflejó en su Diario del artista en 1956. De tus palabras en ese acto me llaman la atención estas: «Además,  LGM ha insistido en la importancia de analizar la obra del poeta con "rigor filológico y no en esos puestos de segunda mano que depara el Rastro del cotilleo, la falta de estudios universitarios y la murmuración calumniosa"». En ese reparto te reservaste, claro, «el rigor filológico» y resulta evidente que, aunque no me nombraras, el otro lote parecías estar adjudicándomelo a mí. 

Antes de proseguir conviene recordar que lo que conocemos de la pederastia y los abusos con niños de GdeB. no procede de ningún puesto de segunda mano del Rastro del cotilleo: lo conocemos de primera mano por el propio Gde B., que quiso, póstumamente, circularlo. Y si bien no es cierto del todo lo segundo (aunque pobres, uno tiene sus estudios universitarios), no acabo de entender lo de la murmuración: en este asunto sabes muy bien que siempre he ido de frente, públicamente y con todo el rigor posible, sí.

Resumiéndolo:

1. Jamás he aludido al valor poético de GdeB., que es lo primero que hacéis quienes tratáis de pasar por alto «lo otro»,escudándoos en su obra poética. Es el momento en el que unos aprovechan para «cargarse de razón» (preguntando de manera teatral: «¿Pero qué nos van a dejar, si nos quitan a GdeB., Celine, Pound?») y otros para descalificarnos por puritanos u homófobos, imputaciones a todas luces falsas e insidiosas, o sea teatrales.

2. No es este un caso de pedofilia (GdeB. no ha sentido el menor amor por ese niño); y aun siéndolo de pederastia, lo es principalmente de abusos a un niño «de 12 o 13 años».

3. Que la inclinación sexual o la falta de escrúpulos (éticos y estéticos) de GdeB. le muevan a acostarse con niños, no es de lo que yo estoy hablando, aunque lo mire con atención y seriedad, por aquello de que nada de lo humano me es ajeno. No es ese el problema. Pero sí el deshumanizado trato que da a su víctima en el diario, su falta de compasión, su irritación incluso por que el niño del que ha abusado no se mostrase más complaciente con él. Por eso dije en mi artículo de El Mundo que «GdeB. desaprovechó una ocasión de oro para comprender y compadecer a sus víctimas después de contar cómo las vejó, y quizá porque tampoco se sentía culpable sólo viera en los hechos su parte estética, o sea cosmética». (Y emocionarse oyendo La Internacional, como confiesa el autor de esos abusos, insensible al paria de la tierra que tiene frente a sí, sé que a ti, siendo comunista, te producirá la misma perplejidad que a mí, que dejé de serlo hace cuarentaicinco años).

4. No parece adecuado que un Estado democrático confunda a la ciudadanía con mensajes contradictorios (no lo hacen en Francia, por ejemplo), vetando a unos artistas por razones de abusos y celebrando a otros, pese a sus abusos, como en el caso de GdeB. Convendrás también en que es difícil de comprender que el Gobierno que ha concedido la nacionalidad española a James Rhodes «sobre todo por su compromiso frente al maltrato y la violencia contra los niños», programe al mismo tiempo un homenaje a quien ha decidido expresamente dejar por escrito su jactancia de abusador.

5. Libertad absoluta de creación y difusión para las obras de GdeB., de Celine, de Pound y de cualquiera. Pero no a los homenajes con dinero público y en espacios públicos: “sin honores de Estado”. Y libertad absoluta sexual, dentro de los límites que marca la ley. 

Poco más que decir. Hace un par de días, Martín López Vega, colaborador tuyo y amigo mío también, se dirigió a mí públicamente («Te equivocas, Andrés»), preocupado por mi obra: «Tienes todas las de perder, (...) arrastras al barro a tu obra, que no lo merece». Hablando de GdeB., que tiene un poema sobre la «Nostalgie de la boue», no deja de tener gracia. No sé si en el sueldo de López Vega entraba o no escribir lo que ha escrito (y lo habría entendido también), ni creo que en el tuyo entre el de dirigirte a mí como director ni como amigo, pero sí el de tratar con rigor estas cuestiones y acaso con un poco más de respeto a quienes vean en esto algo más que un asunto filológico. Quiero decir, a los que vemos aquí un debate ético, postergado desde hace treinta años, desde que se publicó su Diario, únicamente porque GdeB. era «uno de los nuestros». Porque el GdeB. al que me he referido en todo momento, Luis, no es ni tuyo ni mío, ni debería ser de nadie.

Un abrazo

A.

31 mars 2020

Todos somos Viernes

                                                                Para Carlos García-Alix

En los confinamientos los días no pasan, se arrastran. Sucede así cuando alguien no se siente libre (en la prisión, en un hospital, en un barco o en la ciudad sitiada o invadida, por ejemplo). 
El mundo atraviesa hoy una situación que tiene algo de todo ello: nos sentimos cercados por un virus y encarcelados en nuestras casas, cuando no en un hospital, pero no por ello dejamos de saber que esta penosa travesía algún día dará fin, para algunos, por desgracia, en alta mar, antes de llegar a puerto, y para la mayoría en tierra firme, en un lugar a salvo de las enfermedades, privaciones y motines propios de esta clase de viajes.
No obstante, la mayor parte de  los presos, marineros y pasajeros, enfermos y sitiados sienten en lo más hondo de sí que su situación es transitoria, porque sin esperanza no se puede vivir. Podemos vivir sin grandes expectativas, para decirlo con palabras de Dickens, incluso sin las pequeñas, de hecho la mayor parte de nuestras expectativas se han angostado hoy lo indecible o han desaparecido, pero no sin esperanzas; algunas personas incluso, cuantas menos expectativas creen tener, más esperanzas conciben, conscientes de que sólo el que tiene esperanzas logrará sobrevivir y tener acaso expectativas. 
Cada uno de nosotros alimenta su esperanza conforme a su naturaleza, su carácter o sus afectos. Unos cuantos lo hacen empezando un diario. Gentes que nunca antes habían escrito una sola línea de nada se ven impelidos de una manera misteriosa a hacerlo, a contarse lo que está sucediendo y lo que les sucede a ellos también. Hallan la  libertad que no tienen  en contar que no son libres: el preso resume su vida en los muros de la celda mediante rayas que va uniendo de cinco en cinco con otra que las cruza; en el hospital el enfermo escruta esperanzado cada día las barritas de su termómetro; el capitán del barco lleva a su cuaderno de bitácora los resaltes de la derrota y el sitiado en una guerra se complace igualmente en hacer el arqueo de sus pequeñas cuitas con los bastimentos o el mercado negro. La mayor parte de ellos, concluida la travesía, olvidarán esa rutina y jamás volverán a escribir una línea (entre nosotros, Carlos Morla Lynch, llevando un puntilloso diario del confinamiento de cientos de asilados políticos en su embajada de Chile, durante la guerra civil); otros (Ana Frank es el caso más conmovedor y admirable) verán interrumpida abrupta y trágicamente esa costumbre salvadora.  En la mayoría de los casos esa rutina que se han impuesto y que en cierto modo les esclaviza, es la única que les permite ser enteramente libres en algún momento de su jornada. Lo empiezan sólo porque esperan terminarlo un día y a quien le cuentan las cosas es todos y es nadie, es él o ella, y es ninguno.
Lo titularán Diario de la pesteDiario de un infectado,Diario de nadieincluso... Han visto lo sencillo que es, bastan unos minutos al día y tener algo que contar. Incluso sin tener nada que contar. Azorín dice en El licenciado Vidriera: «Si nuestro Tomás hubiera consignado en un libro los sucesos que le habían acaecido durante la vida,este libro debería titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, de tanto”. Este diario de nadaes tal vez el más difícil de los diarios, pero no es hora de preceptivas literarias.
Los más decididos (o los más solitarios) los van publicando en las redes sociales o en sus blogs a medida que los escriben, les parece que su experiencia no sólo les ayudará a ellos, sino a otros muchos, porque pese a ser parecida a la de cualquiera, también la sienten especial y única. Y lo es, porque a pesar de que la muerte es, en sí misma, igual para todas las personas y todas las muertes se parecen, no hay dos vidas que no sean diferentes. De modo que cuando escriben en su diario todo lo que nos está sucediendo, están tratando de decirnos dos cosas. La primera: «Me resisto a creer que todo lo que me está sucediendo sea real y no una pesadilla. Yo soy real, y por eso escribo: para recordármelo». Y la segunda: «Mi temor, mi esperanza y mi confinamiento son diferentes de los tuyos, yo no soy tú, pero tú tal vez vas a sentirte, cuando me leas, igual a mí, en la medida que yo me siento tú». Esa complicidad, no muy diferente de la que siente el más común de los lectores leyendo una obra maestra de la literatura, es el primer paso en el camino de la esperanza: la novela de la vida la escribimos entre todos y cuanto más ordenadamente lo hacemos, más placentera e instructiva es su lectura.
Pese a que las noticias e informaciones que manejamos son más o menos las mismas (pescadas en las mismas almadrabas: telediarios, periódicos, internet y bulos), si pudieramos echar una ojeada a los cientos de diarios que se están escribiendo ahora mismo veríamos de qué diferente manera se decantan en ellos las noticias y el modo que tenemos no sólo de abordar los hechos, sino de contarlos.
Ha visto uno citados estos días muchos libros, algunos directamente relacionados con las epidemias. Sin embargo, de todas las obras a que dio origen un confinamiento tal vez sea mi preferida Robinsón Crusoe. Tuvo además este hombre la fortuna de ver aparecer en su vida un compañero, Viernes, tan providencial como lo fue Sancho Panza en la vida de don Quijote. La sorpresa de Robinson el día que descubre las improntas de unas pisadas humanas en la playa de la que consideraba una isla desierta es para contada con la emoción con que lo hace Defoe. 
Tengo un amigo pintor (saludos, amigo; ánimo) que está pasando el confinamiento solo, como muchas otras personas. Hace unos meses alquiló un estudio/vivienda en uno de esos barrios de Madrid que son viejos y nuevos al mismo tiempo. Hoy, como toda la ciudad, es la vida imagen de la desolacion. Tampoco puede creer que esto esté sucediendo. Cuando encontró una peluca de mujer entre los pecios de los anteriores inquilinos, indagó y ha llegado a saber que aquello había sido antes un prostíbulo de travestís. De la costilla de su soledad se ha fabricado ahora un maniquí rudimentario y le ha calzado la peluca: «Se pasa el día durmiendo en el sofá. Es friolero y no se quita ni para dormir mi gorro de pieles. Me ayuda mucho a soportar el aislamiento. Voy a pintar gracias a él algunos cuadros». Sin Viernes, y no digamos sin Viernesas, la vida es más difícil. 
Nadie puede saber si esta pandemia dará origen a algún libro comparable al DecamerónLa pesteLa muerte en Venecia. Ni siquiera si habrá algunos libros parecidos a Robinsón Crusoe, la prueba más fehaciente de que con nada, como sabía Azorín, se puede escribir un libro. De lo que sí está uno seguro es de que los testimonios de las gentes que hoy mismo se están escribiendo, anónimos o no, circulados en las redes o secretos, vienen a ser como unas improntas en nuestras vidas solitarias, pues si bien no muchos podrían ser Robinsón Crusoe (y mucho menos Daniel Defoe), para Viernes valemos todos, gentes tal vez poco decisivas en el mundo de las expectativas, pero imprescindibles en el de las esperanzas.

     [Publicado en La Vanguardia el 31 de marzo de 2020]



10 mars 2020

En la muerte de José Jiménez Lozano

ERA un ángel. No lo digo sólo porque fuera un hombre religioso y creyera en el misterio, sino porque procuraba fijarse en las cosas sin mancilla, y se ponía detrás, como los ángeles de la guarda, para que el mundo (ese «ruido de moscas» como él lo llamaba tomándoselo prestado a una de las señoras de Port- Royal), para que el mundo, digo, no las corrompiera. Como uno también cree algo en el misterio, parece que lo estuviera oyendo en esta hora tristísima: «Por favor, Andrés, quita lo de ángel, no me hagas eso». Lo era. Como el que acompañó a Tobías, como los de Flannery O’Connor, como los que saca él en sus libros, que cuesta al principio distinguirlos de los mortales.
Al no tener una gran estatura estaba acostumbrado a mirar de abajo arriba. Lo hacía con tanta humildad como nobleza, con tanta malicia e inteligencia como compasión, a través de unos ojos azules maravillosos, perpetuamente asombrados y risueños, que nunca dejaban de hablar sin preguntarte. Quiero decir que como persona y escritor nunca te orillaba. Sabía que la literatura era un camino que hay que recorrer solo, y que viviera desde hace un siglo en Alcazarén, una aldea, da idea de ello. Los desaires que trae emparejados nuestro querido oxímoron («la vida literaria») le divertían por exóticos. «En Alcazarén, decía, no gastamos de eso».
Cuando la mayor parte de los poetas de su tiempo habían dejado de escribir, empezó él a publicar sus poemas, breves y sencillos, intensos como los de Emily Dickinson. Habla en ellos de tú a tú al espliego y al cuco, al amigo muerto y al joven que lo reclama para dar un paseo entre las mieses verdes aún. Un universo grande y pequeño al mismo tiempo, como esa mirada suya, única, insólita en un mundo hecho de lugares comunes. Quienes van de lamento en lamento, olvidan los milagros diarios, su negociado: la vida de san Juan de la Cruz (El mudejarillo es uno de los libros más emocionantes y luminosos que se hayan escrito en España en el último medio siglo) y los procesos inquisitoriales, los cementerios civiles y la persecución religiosa durante la guerra civil, las damas de Prot-Royal y aquellos seres humildes que él noveló con sobriedad chejoviana, o’connoriana… Se dirá que tales asuntos son propios de un escritor que va por libre. Es verdad, iba por libre, pero sólo porque era libre, o sea, sin darse la menor importancia, habiéndola tenido toda.

   [Publicado en El País el 10 de marzo de 2020]

18 novembre 2019

En la tumba de Chaves Nogales

JORGE Bustos hizo una crónica magnífica y sobria de aquel acto. 
Las palabras que yo leí, escritas la víspera, son estas.

"El prólogo de A sangre y fuego se escribió y publicó al inicio de la guerra civil, pero tardó más de cincuenta en ser leído y en que se le prestara atención. De haberse leído en 1937, muchos habrían comprendo al fin la naturaleza devastadora de los totalitarismos europeos que fascinaron a millones de personas, a las que alentaron a cometer los más horribles crímenes en nombre del Progreso y de la Historia. Chaves fue testigo de cómo tales crímenes empezaban a cometerse en España, de donde tuvo que salir para salvar su vida. Hoy los totalitarismos han mutado en populismos y nacionalismos e igual que entonces amenazan con destruir Europa, a sangre o, como estamos viendo estos días, a fuego. 
Estamos aquí un puñado de españoles para rendir homenaje a un hombre valiente, junto a su tumba, lejos de su país, que le ignoró durante décadas. Fue también alguien comprometido como escritor y periodista con la verdad de los hechos cuya obra no es sino la constante defensa de la libertad e igualdad de todos. Al maestro Manuel Chaves Nogales le debemos por todo infinita gratitud y consideración. Esas palabras que leí al principio y todas cuantas completan su admirable prólogo de A sangre y fuego nunca debieran ser olvidadas. Ciudadano del mundo, que esta tierra lejana y esta tumba sin nombre te sean leves".



Tumba sin lápida de Manuel Chaves Nogales, parcela CR-19, en el cementerio de North Sheen












24 octobre 2019

De bibliotecas

“Poco y de poco valor es lo que yo puedo aportar a este asunto, porque nunca he frecuentado las bibliotecas, como no sea la mía propia, muy deficiente e incompleta como se puede imaginar cualquiera. Para mí la biblioteca es principalmente un lugar de trabajo, y el mío está en mi propia casa. He contado con la ventaja de interesarme por asuntos, autores y libros poco solicitados o a trasmano, de modo que me ha resultado más sencillo comprar los libros en el Rastro o en las librerías de viejo, mucho más visitadas por mí que las de nuevo, y por las mismas razones. Por lo general muchos de los libros que me interesan hubo un tiempo en que ni siquiera estaban en las bibliotecas, de modo que hubiera sido otra vez más una pérdida de tiempo ir a buscarlos allí. Pero hay otra razón para no frecuentar en mi caso las bibliotecas: me distraigo mucho. En general me gustan más las gentes que los libros, y aunque espero menos de las gentes que de los libros, estoy convencido de que en una biblioteca me pasaría todo el rato mirando a esta y aquella, al vecino, al bedel. Yo para leer, si no es el periódico, necesito estar solo, y aún así tampoco soy de mucho leer. A mi edad es cosa sabida que somos más de releer, y esos libros ya los tiene uno a mano. Un día fui a una biblioteca a dar una conferencia y la bibliotecaria por ser amable me sacó unos ejemplares de unos libros míos para que los dedicara; algunos estaban tremendos, sucios, rotos, pegajosos, no se cómo nadie  podía leer en ellos, y me di cuenta entonces de los pocos medios que tienen las bibliotecas y de que los lectores se merecen más respeto, y que los libros son como la ropa, visten un sueño y no los podemos tener hechos un andrajo”.

 [Publicado en El Cultural en un reportaje más amplio sobre ese asunto]

23 septembre 2019

Unamuno: agonía y contradicción

La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes. 

Quitando esta pequeña tacha, uno sólo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, «dizque poética», tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor). De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, sólo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no sólo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del «hondón de nuestra alma» (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. 

Claro que para ello hay que leerlo. 

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí sin embargo me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: «Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba». Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo. 

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional. 

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel “que inventen ellos”, en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, “Venceréis pero no convenceréis”, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando). 

Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los «jugos» del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente. Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra. 

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no sólo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse. 

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados). 

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no sólo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria. 

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica. 

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, sólo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) sólo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida. Es verdad que Unamuno, «metiéndose» con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: «Yo sé quien soy». «El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado», escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender. 

* * * 
AFORISMOS 

EL mundo entero es un Bilbao más grande. 

¿QUÉ me importan “mis ideas”. No hay ideas “mías” ni “tuyas”, ni de “aquél”; son de todos y de nadie. La originalidad de cada cual estriba en vaciar su alma; en el soplo que anima su obra. Nadie se apropia de nadie y todo lo sabemos entre todos. 

OBRA de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir (…), y si [como decía Sénancour en aquella inmensa monodia de su Obermann] es la nada lo que nos está reservado, hagamos que morir sea una injusticia. 

HAY que ser rígido y antipático hasta los sesenta años; después lo contrario. 

LA libertad es un bien común, y cuando no participen todos de ella, no serán libres los que se crean tales. 

DENTRO de la carne está el hueso y dentro del hueso, el tuétano, pero la novela humana no tiene tuétano, carece de argumento. Todo son las cajitas, los ensueños. Y lo verdaderamente novelesco es cómo se hace una novela. 

HASTA cuando la mujer tiene menos inteligencia, tiene más sentido común que el hombre. 

LOS seres empiezan a vivir de veras cuando quieren ser otros de los que son, y seguir, al mismo tiempo, siendo los mismos. 

LA última y definitiva justicia es el perdón. 

ES evidente que los placeres más exquisitos son los más baratos. 

PERO ¿para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más azarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría o por tristeza, para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda: es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de este. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas. Y otros para correr teatros, cafés, casinos, salas de espectáculos, que son en todas partes lo mismo, y en todas igualmente infectos y horrendos. Y hay quien viaja por topofobia, para huir de cada lugar, no buscando aquel a que va, sino escapándose de aquel de donde parte. 

LA falta de sencillez lo estropea todo. 

LA verdad antes que la paz! 

VIVIR es solamente, vida mía, 
saber que se ha vivido. 
(De un poema) 

HAN vuelto los vencejos 
(las cosas naturales vuelven siempre); 
las hojas a los árboles, 
a las cumbres las nieves… 
(De un poema) 

[Publicado en El Mundo el 22 de septiembre de 2017] 

25 août 2019

Entrevista con Karina Sáinz Borgo

Se ha publicado en Voz Pópuli

Errata: Donde se dice 190 millones de euros ha de decirse 290. Claro que con esa familia y el Proceso en general estos detalles no tienen la menor importancia.

22 avril 2019

23 de abril (y un prólogo)

SE conmemoran mañana 23 de abril algunas cosas. En Castilla y León la fiesta de los comuneros Bravo, Padilla y Maldonado, subidos al cadalso por orden del emperador; en Barcelona, día de Sant Jordi, la fiesta de la cultura catalana y de la rosa, idea del escritor valenciano Vicente Clavel. Y, en fin, el hecho más universal de los tres, acaso: se conmemora en todo el orbe las muertes de William Shakespeare y Miguel de Cervantes. De este son las palabras que encabezan el ensayo de Las armas y las letras.
Mañana se presenta precisamente en Barcelona la nueva edición de ese libro. Allí estaremos Cayetana Álvarez de Toledo, Félix Ovejero y yo mismo hablando menos de mi libro (uno no ha venido a este mundo, y menos mañana a Barcelona, «a hablar de mi libro») y más de  memoria histórica, quiero decir, de este presente nuestro. 
Aquí va el prólogo a esta nueva edición y la invitación al acto, convocado por CLAC (Centro Libre. Arte y Cultura) en La Casa de los Periodistas, Rambla de Cataluña, 10, a las 13:00, y al que, por supuesto, estáis todos invitados.

* * *

PRÓLOGO DE LOS VEINTICINCO AÑOS. 1994 - 2019

EN las sucesivas ediciones de este libro, al tiempo que se corrigen inexactitudes y erratas y se aportan algunos datos nuevos y perso­najes que van apareciendo, va también un prólogo nuevo. Como si necesitara explicarme y explicar qué fue esta obra en origen y qué ­sigue siendo, y cómo nunca acabará de escribirse del todo, porque cada día conocemos más de aquella guerra y de nosotros mismos con relación a ella. 
A quien en 2010, al publicarse entonces una edición notablemente aumentada y corregida, me decía que ya tenía la primera, de 1994, o alguna otra posterior, le aclaraba: «Entonces solo tiene medio libro». A los que leyeron la de 2010 volvería a decirles algo parecido. Los estudios sobre la guerra civil y la publicación y rescate de textos originales de los protagonistas siguen creciendo, lo que justifica que vuelvan a añadirse aquí hechos, fotografías inéditas y entrecomillados desconocidos y providenciales que abundan en la idea general que sustenta este libro desde su lejana primera edición: muchos escritores e intelectuales, como ­tantos españoles, se vieron obligados a escoger, y a menudo de manera dramá­tica, entre los dos bandos, entre dos visiones de la historia y de la vida que en muchos casos acabaron siendo delirantes, totalitarias y mesiánicas, con los resultados conocidos por todos. 
¿Ha cambiado la percepción de la guerra desde que se publicó Las armas y las letras hace veinticinco años? En cierto modo sí, un poco. En efecto, cada día es mayor el número de personas que simpatizan con la tercera España, la de Chaves Nogales y Clara Campoamor, la de don José Castillejo, Elena Fortún o Juan Ramón Jiménez, y si es verdad lo que han escrito algunos, este libro supuso un punto de inflexión en la visión que se tenía de nuestra literatura y de aquella guerra, contribuyendo a la amplitud de miras sobre una y otra. También ha empezado a aceptarse, al fin (¡hemos necesitado casi un siglo!) que ni todos los que apoyaron la sublevación eran fascistas o furibundos carcas ni ­todos los leales a la República combatían por una democracia que brillaba por su ausencia en su propio bando. 
Pero al mismo tiempo, y a medida que nos vamos alejando de la fatídica fecha de 1936, han surgido en España quienes parecen ­empeñados en devolvernos a ella. En 2016 oímos proclamar al líder de un partido populista que «se oyen aquí esta noche las voces de Margarita Nelken, Clara Campoamor y Dolores Ibárruri [...] las voces de Durru­ti, de Lar­go Caballero, de Azaña, de Pepe [sic] Díaz y de Andreu Nin». Se hubiera creído que celebraba la derrota de Franco (que gobernó con mano de hierro durante cuarenta años, murió en su cama y lleva enterrado en el Valle de los Caídos desde hace otros cuarenta), más que un recuento favorable de votos (y, por cierto, Azaña, Durruti y Largo Caballero representaban y defendían ideas antagónicas, Nelken no hubiera dudado en «pasear» a Clara Campoamor, y probablemente fue «Pepe» Díaz, u otro de sus camaradas, obedeciendo dictados soviéticos, quien ordenó el asesinato de Andreu Nin y los poumistas). Fue una prueba más de que los mayores partidarios de la memoria histórica gustan empezarla olvidando la Historia o mintiendo. 
Para recordar lo sucedido se escribió hace veinticinco años este ­libro, y contribuir en la medida de lo posible a la verdad. Una verdad que pasa hoy por advertir que la aplicación de la ley de reparación de las víctimas de la guerra y del franquismo, conocida popularmente como Ley de Memoria Histórica, que aprobó en 2007 un gobierno socialista, lejos de contribuir al olvido pacificador del que hablaba Nietzsche («un exceso de memoria daña la vida»), parece haber reabierto interpretaciones interesadas del pasado en las que algunas víctimas (en realidad sus nietos o bisnietos) reclaman la condición de víctimas de sus antepasados sin reconocer a la par la condición de victimarios de muchos de ellos. Ley, por lo demás, cuyo artículo decimoquinto exigiría, aplicado con escrupulosa puntualidad, suprimir de todos los institutos, colegios, aulas, instituciones y calles españoles que lo llevan, el nombre de Miguel de Unamuno, nuestro admirado don Miguel, con el que empieza, una vez más, este viejo y nuevo libro que nunca estará terminado del todo.
Decía Tito Liviano, alter ego del propio Galdós y protagonista de Cánovas, a propósito de unas guerras carlistas que no parecían nunca conocer su final: «Todavía tiene España sarna que rascar para largo tiempo». España, por suerte, está ya muy lejos de aquel país al que ­volvía la mirada el personaje galdosiano. Cuando pocos creían que Es­paña pudiera superar de manera incruenta la guerra civil y la dictadura que la siguió, se abrió el período democrático más próspero, ilusionante y luminoso de toda su historia, en el que seguimos, pese al empeño de popu­lismos y nacionalismos, reactivación de la sempiterna roña carlista. Quiero pensar que a aquel cambio ha podido contribuir, aun en una millonésima parte, este libro y quienes no han dejado de leerlo en estos años. Lo han hecho de un modo tranquilo, constante, sin miedo a conocer la vedad y esperanzados. Al fin y al cabo lo que las armas  separan, es deber de las letras hermanarlo.

                                                                               Madrid, febrero de 2019








16 avril 2019

Al meu parer (una entrevista)

Ayer, en El Español.

De las réplicas que tuvo en diferentes periódicos independentistas, vale la pena destacar dos, por graciosas. En una se decía: «AT. se ríe de los presos políticos y exilados»; la verdad es que no, una falsedad más, pero, en fin, si les hace ilusión, quizá la próxima vez, porque razones hay de sobra. Y la segunda esta: «L'escriptor els acusa [a los independentistas] de no haverse assabentat que "el franquisme no existeix" com tampoco ha existit mai, al seu parer, la repùblica catalana». En mi opinión, no, en la de cualquiera. Dan ganas de repetir aquí las célebres palabras del mozo de escuadra a un manifestante.

2 avril 2019

Ferlosio

El primero de estos textos, algo más extenso que aquí, aparece en El País, y el segundo salió hace uno o dos años en La Vanguardia.

1,


EN LA MUERTE DE RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

Alfanhuí es un libro prodigioso, escrito por un joven que llevaba la escopeta, como el del romance, “cargada de maravillas”. Muchos, miles, lo leyeron en una edición de quiosco, Libros Rtve, años sesenta, la primera acaso que metió en las casas españolas más humildes la gran literatura. Es imposible no sucumbir al embrujo de algo que siendo tan pequeño en dimensiones, es tan grande como el Lazarillo, solo que a diferencia de Lázaro, Alfanhuí es un muchacho luminoso y sagaz, pero no pícaro ni resabiado. Por más que se le mire las costuras no acaba de verse dónde está el truco. No lo tiene. Ese es el truco. Está tan vivo que casi no es ni literatura, ese don que tienen tan pocas obras literarias.

La vida quiso luego que conociese y tratase uno a su hija Marta y a Carmen Martín Gaite y después al propio Ferlosio y a Demetria y, a Liliana Ferlosio, su madre. La personalidad de Rafael les conformaba un poco a todos ellos, y aunque no estuviese él delante, se le tenía tan presente que se diría que no daban por buena una cosa o una idea sin pasarla antes por el fielato imaginario de él.

A veces Liliana pasaba temporadas sin ver a su hijo, pero tenía en su casa a la vista el dibujo que Rafael había hecho para ilustrar la cubierta de Alfanhuí, el retrato de su protagonista, en esa primera edición cuyos gastos sufragó ella. Se parecía mucho, claro, al propio Rafael de entonces, cara de pájaro y ojos de alcaraván, muy vivos.

En cierto modo la vida intelectual de Ferlosio no hubiera diferido de la de su Alfanhuí, si él nos la hubiera contado. Su misma curiosidad, su falta de vanidad pero no de ambición, su agudeza para buscar el punto de vista menos trillado y, por descontado, su delicadeza intelectual y personal, un poco áspera siempre, como el olor de los geranios.

Es verdad que dejó demasiado pronto de lado la literatura imaginativa por la ensayística, pero sin una imaginación como la suya jamás se habrían escrito algunos de los mejores ensayos españoles sobre una infinidad de asuntos, coplas de Jorge Manrique, comunidades de Castilla o el comportamiento del fuego, por extenso o en pecios. Y al modo de Alfanhuí, nadie ha sido más libre que él para pensar y decir lo que ha querido, sin demasiadas ceremonias. La hipertrofia de su famosa hipotaxis se compensaba con creces con el don, único, que tenía para aislar el sonido de una esquila de convento. Una vez, en los ochenta, le propuse escribir a medias su biografía (porque sabía que a solas no lo haría jamás), y me puso una cara rarísima. Lo intentó el propio Ferlosio en “De la forja de un plumífero”, que da una idea exacta de lo que hubiera sido una de las mejores autobiografías de la literatura española, si su autor no hubiera aborrecido tanto lo biográfico y si no hubiese sido una aleación tan compacta de timidez y de orgullo, de altivez, discreción y arrojo.

Ha muerto Ferlosio y se pregunta uno “en esta hora”, como Alfanhuí a las puertas de Madrid, pero con harto más pesar, sobre esos asuntos, pequeños y grandes, del pensar y del vivir, que sin él quedarán para siempre no resueltos. En alto, como las espadas de las vidas que han merecido la pena.


y 2


FERLOSIO, ENTRE LA HIPOTAXIS Y LA CAMPANITA DE CONVENTO

El papel que tuvieron Unamuno y Ortega en la vida pública española y en el debate de ideas lo ha desempeñado en cierto modo durante los últimos cuarenta años Rafael Sánchez Ferlosio. Sin embargo, este reduce a Unamuno prácticamente a un puñado de ripios y a Ortega a unos cuantos ortegajos, palabra que él puso de moda y que no por jocosa es menos injusta. ¿No encuentra en ellos nada de valor? Por supuesto que sí. Esto es parte de su complejidad como intelectual. Porque, aunque no esté él muy de acuerdo, Ferlosio es un intelectual, alguien que se ha tomado en serio lo de pensar, un pensar que no necesariamente desemboca en la acción. De hecho, si de algo sospecha Ferlosio es de la acción, y si algo evita él con cautela es la acción.

La del intelectual es una categoría diferente de la del escritor o la del filósofo. La mayor parte de los filósofos seguramente considerarían a Ferlosio un escritor, pero no está claro que la comunidad de los escritores lo tenga por uno de los suyos, siquiera como venganza (Ferlosio ha confesado muchas veces que dejó de escribir ficción –novelas y cuentos que gozaron al mismo tiempo del éxito de verdad y del succès d’estime–, cuando decidió tempranamente no seguir interpretando “el bochornoso papelón del literato”).

Pero el suyo es un caso parecido al de Unamuno y Ortega. A Unamuno, autor de importantes textos filosóficos, lo consideramos más un escritor, y Ortega, autor de notables piezas literarias, sigue siendo para la mayoría un filósofo. ¿Y Ferlosio? ¿Cómo hemos de leerle, como escritor, como filósofo del lenguaje? Él tiró por la calle de en medio al describirse como “plumífero”.

Tenemos ante nosotros los dos voluminosos tomos recién publicados, con sus ensayos y escritos de no-ficción. Muchos de ellos aparecieron en los periódicos y contaron con un apreciable número de lectores, que los leía con verdadera devoción, insuficiente a menudo para desmigar su hermetismo. La culpa la tenía en parte el estilo, y eso que Ferlosio es todo lo contrario de un estilista. Nos referimos a la hipotaxis a la que su autor se ha referido en tantas ocasiones, esa capacidad que tiene un texto de implementarse en oraciones subordinadas, paréntesis y meandros que amenazan con estancar o colapsar el propio texto y dejar sin oxígeno al lector. Con los años ha reconocido que las responsables de su barroquismo fueron las anfetaminas, y que eso de la hipotaxis es en el fondo una presuntuosa bobada. Pero le cuesta no dejar de admirarla en ocasiones: “En la hipotaxis la frase ha de doblar limpiamente el cabo de Hornos, sin meterse por el estrecho de Magallanes”, ha dicho. O sea, el texto como un imponente bergantín a todo trapo.

Pero esa majestad de su prosa que ha admirado a unos, también ha desanimado a muchos. ¿Vale la pena leerlo?, se preguntan estos. Aunque el propio Ferlosio haya respondido a esto con bastante humor (“Yo estoy sobrevalorado” ha declarado alguna vez también, y a Arcadi Espada le hacía este autorretrato: “Yo tengo unas lecturas demasiado superficiales y demasiado pobres para hablar seriamente y con competencia de muchos autores que cito. No soy un hombre culto. Yo no soy más que un ilustrado a la violeta. He leído por encima. A veces acierto y digo las cosas bien. Pero sólo eso”), sí, yo creo que merece mucho la pena leerlo. Desde luego ha valido la pena haberlo leído, día a día, durante estos cuarenta años.

En primer lugar por estar en presencia de alguien que ha pensado con una libertad inusitada y sobre todo tipo de asuntos peregrinos, en el sentido que se daba antiguamente a esta palabra. El punto de partida, como si dijéramos, la metodología, ha sido siempre el mismo, aplicar a las palabras la filosofía de la sospecha: las carga el diablo y conviene mirar sus costuras, porque es en ellas donde suelen anidar los piojos que infectan todos los lenguajes, principalmente los del poder.

Eso le ha llevado a escribir con escrupulosa precisión, como quien redacta prospectos de medicamentos. En cuanto al tono que emplea, ese tono tonante, valga el retruécano, esa imprecación, furia e indignación suyas con las que parece sermonear a sus lectores (La homilía del ratón tituló a uno de sus libros, él, que tiene aspecto de león viejo), hay que tomárselo más bien como otro rasgo de humor, pero no de mal humor. Es, digamos, su carácter, lo que lo hace característico, como a Charlot sus andares.

Y aunque los temas que le han ocupado sean numerosos, podríamos resumirlos en estos: contra la identidad y las patrias, empezando por España, y, por extensión, contra el Progreso, origen de la violencia y las expiaciones a que da lugar; contra la guerra, presentada como instrumento divino, y, por tanto, contra el Estado (“si aceptas el Estado, aceptas la razón de Estado”) y contra la épica, aunque, paradójicamente, por contagio acaso, su prosa tiene a menudo un empaque épico; contra las religiones que niegan el principio de realidad a favor de la trascendencia; y contra todo aquello que sustente cualquiera de las identidades, por insignificante que parezca, y de ahí que Ferlosio acabe disparando a todo lo que se mueve con el nombre de rock, Walt Disney, deportes, publicidad, museos, procesiones, cultura de masas, televisión; y, en fin, contra la literatura (sus caladeros son preferentemente extraliterarios y preliterarios, se llamen Plutarco, Bernal Díaz o don Pascual Madoz).

No es necesario tampoco que el lector muestre su acuerdo con todas y cada una de las tesis ferlosianas, para empezar porque el propio Ferlosio no parece precisar nuestro acuerdo ni lo contrario, pues se diría que escribe para aclararse él mismo esas cuestiones. La experiencia es única. Y cuando asistimos a  su pensar sin la mediación de la hipotaxis (como en la fascinante conversación que mantiene con Miguel Delibes hijo a propósito del fuego y de la naturaleza, publicada en uno de esos tomos, o cuando ha mantenido una entrevista con un interlocutor de altura, sean Azúa o Espada, o en la dedicatoria a su hija Marta, “quien más he querido en este mundo”, que le recuerda una “campanita de convento”, o en tal o cual pecio), entonces, es algo único. Nadie tan fino para descubrir el habla viva en los libros viejos o en la calle (su injusta denostación de El Jarama ha de verse como un rasgo de su dandismo, porque se nos olvidaba decir: Ferlosio ha sido y es, incluso con zapatillas de orillo y ese destartale indumentario suyo, uno de los hombres más elegantes de España, espiritualmente hablando me refiero) ni nadie tan sagaz como él para poner al descubierto las trampas sutiles del lenguaje. Podrá comprobarlo cualquiera en estos tomazos que ha editado Ignacio Echevarría, quien los ha dotado de unas oportunas y utilísimas notas. Si como Pirrón de Elis, el primer elitista de verdad, no practica la acción (“lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”, decía en uno de sus célebres aforismos), tratándose de él tampoco es grave.