26 décembre 2016

¿Sueño o pesadilla?

HACE cien años, allá en el siglo pasado, 1995, nos invitaron a quince o veinte escritores españoles a visitar La Habana. En aquel momento el régimen  comunista tenía tres grandes ideales. Los ideales de un régimen comunista son inapelables. Aquellos tres ideales eran además tres grandes problemas: desayuno, comida y cena. La población no comía. Se pasaban la vida haciendo colas en economatos vacíos o en mercados adonde sólo llegaban casquerías pestilentes, manos de cerdo y unas achicorias buenas, decían, para las purgas. O sea, todo simbolismo. Claro que el comunismo aprieta pero no ahoga, porque la gente tampoco tenía dientes. No he visto tantas bocas  desdentadas  en ninguna otra parte del mundo, llamativas, para mí al menos, en tantas mujeres y hombres sobre todo jóvenes. La Revolución pasó entonces de mamar de la teta del rublo a la del dólar, tras parasitar unos años la del bolívar.

Los escritores españoles de aquella expedición formamos dos grupos: a favor de Fidel (lo llamaban así, con familiaridad un tanto repulsiva y servil), y en contra de Castro. Entre los que estaban a favor los había de dos clases: los fanáticos (divididos a su vez en cínicos y siniestros) y los desengañados, como un escritor catalán. Había visitado la isla en los años sesenta con otros escritores, y el régimen les pagó el fervor con eufemismos: la prostitución se nacionalizó con el nombre de amor libre, y  les metieron gratis las prostitutas en la cama. Ese hombre se pasó gimoteando quince días. Daba pena: “Pero Fidel ha hecho algunas cosas buenas por los cubanos”. Claro, y por los escritores e intelectuales de izquierdas en visita oficial... 

“Desde luego que ha hecho algunas cosas buenas... morirse”, habría dicho Cabrera Infante. Recordó cada día que vivió a aquellos millones de exiliados cubanos, como él y su mujer, que esperaban en vano a que Castro muriera (incluso en su cama, como Franco), para poder morir ellos donde nacieron, donde no se les dejó vivir. Los periódicos españoles han contado la notica: “Ha muerto Fidel Castro, símbolo del sueño revolucionario”.  ¿Por qué se le llama sueño a lo que ha sido una de las más sórdidas pesadillas del siglo XX? Este es un ejemplo más de cómo el blanqueo de la Historia suele empezar escogiendo con mimo las palabras. Y del oportuno olvido al oportunismo hay sólo un paso. Como vemos también aquí.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de diciembre de 2016]

22 décembre 2016

Niño dios

ACABA JMBonet de enviarnos el crismas de una galería de Sâo Paulo. "De lo mejor que he visto suyo", nos dice. Fue nuestro amigo quien hace años le descubrió a uno Masao Yamamoto, una de cuyas fotos aparece en la cubierta del libro de Pre-Textos Nosotros los solitarios. No se me ocurre una manera mejor de desearles a lxs lectores de Hflexia un feliz Año. En el original paulino, al pinchar en la foto, aparece un pequeño prodigio. Yo ese milagro no sé hacerlo aquí, pero sí poner el enlace: 
http://galeriamarceloguarnieri.us8.list-manage1.com/track/click?u=b1474c4e799dcdf0c3055287f&id=8ef9f3247d&e=a872e2b3c9

.

12 décembre 2016

El premio que me tienes prometido

CADA año el Ministerio de Cultura concede unos cuantos premios nacionales a escritorxs y artistas, y estos, en general, los estiman en mucho. Han recaído a veces en obras y personas que los merecían y otras muchas más en quienes no, en la misma proporción que se da en la naturaleza lo bueno, lo malo y lo mediocre. Cuando el premio se lo han dado a alguien a quien estimo, me he alegrado, pero  nunca he creído que  el cometido del Estado fuera decretar qué obras literarias son mejores que otras, por lo mismo que no hay premios nacionales al mejor funcionario, médico o jornalero. El Estado, que no tiene competencias estéticas, está para aplicar buenas políticas en sanidad o en transportes públicos, no para hacer de espejito de la madrastra de Blancanieves.

“Pero hay un jurado que lo decide”, arguyen. Sí, nombrado por el Estado, que  es como si en un juicio el jurado lo nombrara el señor Lynch: lo probable es que a ese acusado lo acabaran linchando. Este año el Ministerio se ha retractado y ha desposeído al carmelita Luis de Baraizarra, miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca, del premio nacional que acababan de concederle por su traducción de las obras de Santa Teresa al vascuence. Las bases dicen que las traducciones han de serlo de una lengua extranjera a una lengua nacional, el castellano es una lengua nacional, ergo...  Sólo uno de los  jueces, miembro también de la Academia Vasca y compañero del premiado, sabía vascuence. ¿Qué dirían de esto los otros miembros y miembras del jurado? ¿Y cuántos vascos leerán ese libro en vascuence, o dicho de otro modo: cuántos vascos no podrían leerlo en castellano? No piensa uno hoy en si esos premios son legítimos, necesarios o de alguna utilidad pública. Hoy sólo pienso en ese reverendo carmelita. Ha comentado sentirse “como un niño al que se quita un caramelo”, y añadió: “Tenía que pasarme esto a mí”. Me imagino al buen fraile repitiendo los versos de nuestra santa: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el premio que me tienes prometido... Pero, caramba, eso no se me hace a mí”. Durante años fue uno bastante beligerante reclamando  la supresión de estos premios. Ahora ya no. Ahora tiende uno a verlos como juego de niños, porque incluso cundo tienen, como aquí, un lado esperpéntico, despiertan un poco de ternura.

  [Publicado en el Magazine de La Vanguardia  el 11 de diciembre de 2016]

8 décembre 2016

El artista y la mamá

CON apenas dos días de diferencia, han llegado a uno estos dos enlaces. Uno, un artículo. Como hacía lo menos quince años que no leía nada de su autor, lo primero que pensé es que se trataba de una parodia, porque se me había olvidado que alguien pudiera escribir así.
El segundo enlace remite a una entrevista en la que ese hombre dice: "Quizá una de las personas que de forma más vil trató de hacerme daño en aquella juventud fue Andrés Trapiello, que me ridiculizaba en sus diarios de todas las maneras habidas y por haber. Aun así, encajé aquello deportivamente, hasta que un día llegó a hacer un retrato esperpéntico de mi madre, a la que no conocía de nada y vio un día fugazmente porque nos encontramos con él en la calle… Le debió de parecer una paleta, una señora provinciana. Hizo de ella un retrato repugnante"
Para que yo hubiera tenido interés en hacerle daño a alguien tendrían que haber pasado cosas muy graves, y aun así no creo que me dedicara a ese menester. Para que hubiera querido hacérselo en especial a ese hombre, tendría que haberme vuelto completamente idiota, porque no creo que nadie pudiera perjudicarle más de lo que se perjudica él mismo con toda esa gran prosa que escribe. ¿Y por qué querría perjudicarle? Comprendo que Umbral perdiera el sueño para siempre, cuando advirtió que había llegado alguien que lo desbancaría, y Cela, incluso Paul Newman. Ahora, ¿yo, más allá de pasear el despejo a lo largo del camino? En cuanto a su madre, la conocí no en la calle, como dice, sino en el piso que había sido de RGaya, y no recuerdo de ella nada que justificara el dedicarle un minuto de atención, más allá de ese minuto.  Estuve con ella y su hijo lo menos dos horas, que en ese caso no valieron lo que un minuto. Sólo eso, una pérdida de tiempo.  Como todo el mundo sabe, esos que algunos llaman diarios son una novela, y quizá a lo que se refiere ese hombre es a este fragmento de Siete moderno, publicado en 2003 y referido a hechos de 1998. Y por supuesto, como lo que sigue es una novela, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. 
Alguna vez más me he ocupado del personaje, creo, pero pocas, y hace lo menos diez años. No da para mucho. Me parece que sus recuerdos se refieren a un solo día, como el surrealista Bloomsday. Yo no sé como novela qué valor tienen esos libros; ahora, en este caso, como crónica no es muy buena; la realidad, si no recuerdo mal, fue bastante más increíble, incluida aquella buena señora a quien el piso en que RG. había vivido algunos años y pintado centenares de obras obras parecía una "cochiquera de mala muerte". Era un piso modesto, cierto, pero con muchísimo encanto en una casa humilde y popular de finales del XVII. La verdad es que podía haber hecho uno del artista y de aquella señora un "retrato" (no llega ni a esquicio) más sombrío, incluso esperpéntico, como dice su hijo, pero, acaso por contagio de Gaya, todo quedó en una acuarela bastante respetuosa, para lo que fue. Y no, a mí las mujeres de la provincia me han gustado siempre mucho (mi propia madre lo es), y no sé si esa mujer era o no paleta, ni me importa lo más mínimo. Su hijo sabrá, si lo dice. 

DE SIETE MODERNO, 2003

CON el dinero del premio quería comprarse una casa en Madrid, dejar para siempre *** y empezar aquí su nueva y fulgurante carrera de escritor profesional. Los jóvenes de provincias quieren conquistar la capital, como los escritores latinoamericanos aspiran a rendir París, a ser posible con la ayuda de un carguito en la embajada de su país.
Como suele hacerse en tales casos, preguntó el joven a unos y otros si tenían noticia de alguna casa en venta, y uno le habló de cierto piso, en la calle de Cuchilleros, que los G. habían dejado deshabitado y puesto a la venta hace unos meses. 
Yo pensaba que, de ese modo, si lo compraba X, acaso pudiera uno visitar un lugar en el que tan buenos momentos ha pasado estos años, y donde se han pintado algunos de los más hermosos cuadros de este tiempo.
Es un piso precioso, en el Madrid antiguo, en esa calle donde las cosas que pasan salen en Galdós, frente a Botín, el restaurante de cochinillos góticos. Las reformas que hubiera que hacer en él son mínimas, pues se ha puesto a la venta ya obrado y con la pintura todavía fresca en paredes y puertas.
Guarda uno de aquella casa muchos y gratos recuerdos. Está en una de esas viejas y humildes casas del Madrid castizo, que parecen sostenerse apoyándose en la que tienen al lado, no por falta de salud, sino por exceso de coquetería, como esos ancianos que en cuanto ven a una joven bonita cerca, la toman del brazo con la excusa de asegurar sus pasos.
S. M., el músico amigo de R. G., decía que la escalera, cuyos peldaños tienen todos alturas y anchos diferentes, era una “escalera cromática”, atonal, porque es, en escaleras, lo más parecido a una escala de Stravinsky. 
X me encareció que le acompañara a verlo. Después de lo que le dijo a uno X, de que iba poniéndole a uno verde por ahí, no pudo por menos que preguntarse lo que Protágoras: ¿Cuánto de lo que vemos es real? Así que decidí, mientras tanto, no dar más crédito que a lo que veían mis ojos, y aun esto, para ponerlo en entredicho. Así que allí se fue uno, al apartamento de la calle de Cuchilleros.
Al entrar en él y hallarlo vacío, tuvo uno una extraña reacción: los recuerdos suplieron la falta de muebles, de cuadros, de libros, y aquellos cuartos vacíos, olorosos a limpio, se saturaron de todos los sen­­ti­mientos recientes y lejanos. Era como una parábola del mundo ver que algo en lo que había tanto de la vida pasada, se desvanecía ante mis propios ojos, y que se deshacía de una manera ordenada, sin drama, sin aspavientos, oliendo a detergente, a agua limpia, a temple recién puesto en las paredes.
Con X venía su madre, y allí, viéndoles juntos, parecían el artista y la mamá. En la casa nos esperaba T. Mientras los posibles compradores inspeccionaban la casa con sus propios ojos, buscando pros y contras conforme a sus gustos y necesidades, uno se dedicó a pasear por las habitaciones vacías con la cabeza puesta en los días pasados. Se diría que ensoñaba el pasado. Madre e hijo llevaban todo el día mirando pisos. Yo creo que la mirada la traían acaso confusa, empastada, como las paletas de los pintores inexpertos. A la mujer le escandalizaban mucho los precios de los pisos en Madrid, si los comparaba con los de su vieja y levítica ciudad de provincias. Con el dinero que allí serviría para mercar uno holgado y hermoso, nuevo, “a estrenar”, y echaba mano de esta expresión como quien ha de despedirse de El Dorado, en Madrid no le dan a uno más que “cochiqueras de mala muerte”, sentenció con pena.Y en eso tiene razón. Pero la carrera del hijo se ve que exige notables sacrificios, y todos estarán bien empleados si consiguen hacer de él una gloria nacional, un nuevo Cela, un nuevo Umbral, y, por qué no, qué o quién nos estorbará soñar, un flamante académico de la Lengua y, mañana, un premio Nobel. 
De vez en cuando la señora le miraba a uno bastante intrigada. Inspeccionaba también con atención todos los rincones. T. y yo supimos, desde el primer momento, que no se quedarían con él. Mientras seguían mirando, yo hablaba con T. T. fue la que crió a G. y, en parte, a R., y ahora trabaja con los G. Somos, como quien dice, una pequeña familia.
Para que no se sintieran espiados, les dejábamos todo el tiempo solos. Entraban ellos en una habitación, y salíamos nosotros. Fue como uno de esos bailes de gran salón. Aparecían ellos por una puerta, y nos esfumábamos por otra, y de ese modo completamos dos o tres rondas. Los cuchicheos iban por el fondo, con su roce de insectos.
La señora estaba muy agitada, quizá pensaba que el hijo se había comprometido demasiado. Uno les recordaba, eh, sin compromiso. Y ellos decían, ya, pero no estaban cómodos. El hijo procuraba mantenerse al margen, dejando a la mamá como coronela de las operaciones. La mujer yo creo que trataba de descubrir la martingala, segura de que la había, y volvió a observarle a uno, para saber si me llevaba comisión en la venta, y cuánto. Quizá hubiera sido muy largo de explicar que a uno le habría gustado únicamente que X empezase a vivir su vida en aquel piso, tan bonito, con su leyenda.
Pero como la amistad es eso precisamente, la liberalidad y dejar que cada cual aprenda por su cuenta, salimos todos de allí, y en el portal mismo nos despedimos, tratando de olvidarnos de aquella hora empleada inútilmente en una empresa equivocada de partida, puesto que lo que la mamá buscaba para el niño, como dijo, era algo... “más nuevo”, sin saber que se hallaba entre gentes que lo nuevo y original suelen encontrarlo en lo más viejo.
Ha transcurrido desde entonces un mes. Ese viejo piso de la calle de Cuchilleros ha pasado a manos de quienes descubrieron, en cuanto lo vieron, su valor intrínseco. Es, creo, una pareja de jóvenes músicos, violinistas, o así. Gente sensible, qué le vamos a hacer. Sí, debieron oír la música callada que estaba encerrada entre aquellas cuatro paredes, en la dodecafonía de la escalera. La vida se ve que no siempre se tuerce, y que sigue su curso, también en lo mejor.
Pero a la vida tienen igualmente derecho los sordos, y X se ha comprado también otro piso. Le ha llamado a uno para que lo viera, teniendo en cuenta las molestias que se tomó uno en su día. Yo creo también que el otro día se dio cuenta de la reserva y la frialdad de uno, y como es listo, habrá comprendido que sus comentarios me han llegado a los oídos , y querrá parchear un poco sus indiscreciones o deslealtades. Pero cuando se empieza así, malo.
Acabo de venir de verlo hace un rato. Está en la calle Leganitos, una de las calles más siniestras de Madrid, estrecha e insalubre. Por triste, es triste hasta esa cuesta que la hace antipática, porque va uno caminando hacia Santo Domingo, y a medio trayecto ya se va preguntando, ¿y para qué?, o peor, sin esperanzas, ¿cuánto tiempo durará esto?
Es perpendicular al callejón donde A. tiene su oficina de tipógrafo. Ah, éste en cambio, con encontrarse al lado, no tiene nada que ver. En el de A. se hallan, lo ha dicho uno siempre, los metros cuadrados más neoyorquinos de Madrid. Nunca le estará uno lo bastante agradecido a A. por permitirle tener que relacionarse tan a diario con la Gran Vía, la verdadera expendeduría de modernidad de nuestro pueblo. La Gran Vía es a Nueva York lo que Valdepeñas a la eternidad. Leganitos, en cambio, no es nada. En Leganitos no se expenden nada más que caspa de japoneses y ladillas colombianas, que vienen a buscar los coleccionistas casposos españoles y los ladilleros manchegos, así como de otros lugares del extranjero. Su momento de gloria lo vivió, abstracción pura, cuando alguien la incluyó en el juego del palé, y se compraba y se vendía a pelo de puta, que es como aseguraba un librero de viejo que compraba él los libros en la posguerra, o a hullo de vaca, que es como todavía los vocea un gitano del Rastro, en su lengua de germanía. Está toda llena de esa clase de bares en los que desayunan y almuerzan los albañiles que operan por la zona, localejos malamente sostenidos, con suelos de terrazo, barras en las que se muestran siempre unas crecidas cazuelas de callos con la grasa roja coagulada, como la sangre del Cristo de Medinaceli, y unas ollas de chorizos a los que les pasa lo mismo, que han sido aprisionados en su manteca helada como sir Mathew J. Evans en su bloque de hielo en la expedición al Polo Norte. Por lo demás son bares en los que escriben el menú en el cristal del escaparate y lo repiten luego en el espejo de dentro, con blanco de España, raciones y aranceles que, enfrentados, recuerdan la mítica disputa entre aqueos y troyanos. A todos ellos, por atención al turista, les han puesto aire acondicionado, de manera que de sus puertas y ventanales sobresale la corcova negra del aparato, lo que hace que, en verano, sea también la calle más calurosa de España. Por si fueran poco estos locales, existen en la calle cinco o seis fotocopisterías que son, en lo que se refiere al campeonato de depresiones, medalla de plata, porque el oro se le reservará siempre a las comisarías de policía, una de las cuales, acaso la más letal de todas, la más triste, metida en un abracadabrante edificio de los sesenta, se encuentra, cómo no, en Leganitos. Una de esas comisarías que parecería haber sido levantada no tanto para perseguir el delito como para justificarlo, y que atiende los casos más raros de España, pues la han emplazado en un lugar en cuyos redores mueren más colombianos, filipinos, saharianos y amerindios que en toda la madre patria.
Es difícil que una calle no tenga, como una mujer o como un ni­­ño, un pequeño detalle que la redima de todo lo suyo malfor­mado o atravesado, algo, un destello en una cornisa, una es­qui­na, una pañolito en un balcón que disipe en nosotros la a­­­­­­­­ni­­mosidad primera. Es difícil, hasta que no se ha conocido la ca­lle de Leganitos. 
No me resultó fácil encontrar la casa, porque se trataba de una hecha por el mismo arquitecto que proyectó la comisaría, caso notable y que fue muy comentado hace veinte años, porque en cuanto acabaron de construirla, lo dejaron allí detenido, para juzgarlo por el crimen. La casa de X la han levantado, con ladrillo visto, hace dos o tres años. Han tirado la antigua, amparados en la vieja teoría según la cual la cuchillada en un cadáver no es una puñalada asesina, sino artística, y han le­van­tado la nueva, en ladrillo visto y rejas modernas, con tiradores y perendengues de metal rutilante, así como algunos adornos en granito, que es material noble y sencillo, pues lo mismo vale para el Monasterio de San Lorenzo del Escorial que para los bordillos municipales. 
Abrió la puerta X. Cordialidad, pero no inenarrable. Parecía franquearle a uno la entrada más que a un apartamento, a toda su literatura, más generosa con él y en menos tiempo que con la mayoría de los escritores, que mueren de viejos y debajo de una escalera, como Cernuda.
El apartamento, angosto y sombrío, siendo “a estrenar”, olía todavía a yeso fresco y lechada de cemento, o sea, de cementerio, uno de esos cementerios nuevos donde no están a gusto ni las metamorfosis. Como sin duda las proporciones son exiguas, en vez de uno, se ha tenido que comprar dos apartamentos, propincuo uno del otro, exactamente iguales, y los ha unido, con lo cual, en cien metros cuadrados disfruta de dos cuartos de baño, dos cocinas, dos cuartos de estar, dos pasillitos, y dos angostos dormitorios
¿Qué, qué te parece?, me preguntó un poco seco. Bien, muy bien, muy nuevo todo, le respondía uno sin titubeos.
El ornato entraba en lo que podríamos denominar Rea­lismo Extremo. Lo más llamativo era un mueble. Creo que el nombre que recibe en las tiendas de muebles pret à porter es boissérie, o sea, algo inefable cubierto con un maque duro, pulido y rutilante. Ocupaba toda una pared, la más visible de esa habitación, frente a la que se había dispuesto, a un metro escaso, un auténtico tresillo, con el fin de contemplarla en toda su magnificencia. Se trataba, desde luego, de un mueble aparatoso, acristalado en su mayor parte, para la exposición de objetos suntuarios y viejos bibelots de familia dispuestos a interpretar a dúo las más famosas melodías de la felicidad conyugal, en plan Rock Hudson y Doris Day. Pero en ese mueble no había ni chinerías ni abanicos ni figuritas de porcelana, sino una apabullante colección de trofeos literarios que hablaban al mismo tiem­po del ingenio prolífico de su dueño y de sus apoteosis y, sobre todo, del pasmo que era haberlos conseguido todos sin salir de su asombrosa juventud. De ahí que al rea­lismo de esta estampa pudiera llamársele igualmente fiero. Había allí encerradas toda clase de placas, medallas y copas, platitos, cucharillas, y diferentes esculturas en los estilos más repertoriados, abstractos o concretos, que nos hablaban con e­mo­cionado timbre de Burgos, de Villarrábanos, de Tarrasa, del Elpidio González Tapia de Relatos Breves de Tomelloso, provincia de Ciudad Real, del Castellón de la Plana de Novelas Cortas, del Mataró al Gitano Antón, para rumbas en prosa... Allí estaban todos ellos para hablarnos de lo pedregosa y áspera que es la ascensión al Monte Ego, con sus alpacas, platas sobredoradas, bronces, metales nobles o fementidos, oros gañines o coronados, y otros de endemoniada aleación a los que les empezaba a salir una pátina alienígena que los enaltecía más aún con el laurel inmarcesible del tiempo.
Era difícil mirar aquellos trofeos sin decir nada al anfitrión, pero los dioses que le protegen a uno pusieron en mis labios la palabra adecuada: Caramba.
Yo creo que antes de leer un libro debería serles permitido a los lectores entrar en la casa de un escritor, o sentarse a su mesa y verle comer, y lo que come, o reír, y de qué.
No debíamos de estar demasiado cómodos, porque ni nos sentamos en todo el tiempo que duró la visita, ni me ofreció un refresco. Sólo quedaba el trámite de las despedidas. Estábamos en su despacho, un cuartillo diminuto sin libros. Se excusó por lo que debía considerar un pobre bagaje en la casa de un escritor, en la que había más premios que libros. Estaban de camino, informó, desde la provincia. 
Encima de su mesa había un folleto con el escudo de la Real Academia. Lo deslizó por la mesa, hasta ponerlo a mi alcance. Mira esto, dijo X con indiferencia. Era el discurso de ingreso en la Academia de un tal Gregorio Salvador. Quién será Gregorio Salvador. Lee, ordenó. “A X, para que vaya preparando el suyo.” Había otro discurso académico al lado. El nombre de este académico resultaba incluso más extraño, y ya lo ha olvidado uno. La dedicatoria, en cambio, no. Resultaba igualmente estimulante: “A Fulano, al que esperamos pronto en este lado”. 
X se encogió de hombros. Cuando no se han cumplido los treinta años uno ve la Academia como unas simpáticas ladillas, inherentes al trasiego venusino con la lengua. Puso cara de “qué se le va a hacer”, con esa fatalidad de quien acabará haciendo algo que no era del todo de su agrado, pero a lo que no podrá negarse, teniendo en cuenta que los señores académicos se empeñan con tanto afán. 
Y en ese momento sonó el teléfono. Primero una vez, y a continuación otra. Por lo que se coligió, dos mujeres.
Habló con ambas de una manera desenvuelta, como un conquistador un poco aburrido ya de tener que mantener a tanta admi­radora. “Te amo, querida”, les aseguró a las dos, a modo de des­­pe­dida. De la segunda, al mismo tiempo que le endosaba el consabido “me tienes loco, cariño”, le informó a uno, tapando con la mano el aparato y separándolo un poco de su barbilla, para que no se oyera el aparte, con gesto de fastidio y complicidad: “Ésta es lesbiana”.
Ah, pronunciaron las cejas de uno en perfecta consonancia con la confidencia. A ambas les cortó la cháchara con un expeditivo, “cariño, ahora no puedo atenderte. Yo te llamaré, amor”. Ya libre del acoso, declaró con verdadera desolación: “Las mujeres son la hostia; el éxito, el poder, las vuelve locas. Lo que les pone cachondas es el dinero y el triunfo”. 
Quizá pensó X que se había excedido, y trató de pulir un poco la frase: “El dinero, el triunfo, y que son muy putas”. 
Creo que lo dijo con verdadero pesar, porque le habría gustado que las mujeres hubieran sido algo más idealistas y poéticas, para estar a su altura, y sin perder la esperanza de poder encontrar en la especie, pese a todo, la criatura pura y desinteresada que un día acaso sea la compañera de su vida y la madre de sus hijos.
Cuando salí a la calle, se había hecho de noche. La calle de Leganitos es siempre el extranjero, pero de noche no, de noche sólo puede ser España. La España negra.
Volví caminando a casa. La vida de uno parece que no pasara en otra parte del mundo más que en la Gran Vía. Pero algunos días, esa vida es distinta, porque la conciencia de la realidad nos la cambia.
Regresaba con la sensación de que todo lo ocurrido en la casa de ese muchacho, siempre en los términos de la cortesía y de la cordialidad, había sido la escenificación de un alejamiento moral definitivo. No sólo por la larva de la insidia o de la calumnia. Aseguraría que no ha ocurrido nada, pero ha ocurrido ya todo lo que tenía que ocurrir, aquella vitrina escaparate con las medallas, el piso, las llamadas de aquellas pobres mujeres que desde luego no sospecharán los comentarios con los que fueron coronadas. Y me decía que esa breve relación fue la interpolación de estas dos infaustas circunstancias: un engaño y una mentira; nos engañamos con él y nos mintió, respecto de lo que era y quería llegar a ser. Nada más, y ha sido muy grave el error.
Iba pensando también en aquello de que el éxito siempre le llega a uno a destiempo, por lo mismo que el fracaso, por suerte, si es de ley, suele hacerlo a su hora, con puntualidad británica.
Podría uno intentar la redención del gusto de la gente, pensé, pero esa misión la encuentra uno imposible a estas alturas. Que cada cual se salve como pueda, y mientras tanto pidamos a la vida salud y buenos alimentos.

4 décembre 2016

Esplendor americano

YA se conocen, claro, los resultados de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, pero yo, cuando empiezo a escribir este artículo, no los conozco aún. Podría esperarme unos días,  y escribirlo entonces, pero acaso no haga falta. Durante el mes de octubre pasamos un par de semanas en Nueva Inglaterra y comarcas limítrofes. Oímos hablar mucho allí esos días de Trump y Clinton. Era llamativo lo siguiente: los clintianos vivían la victoria  hipotética de Trump  como algo catastrófico, con miedo y tristeza. Decían: ¿adónde nos llevará ese hombre, en qué convertirá nuestro país? Pero lo cierto es que el país ya se había convertido en algo que explicaba la irrupción de Trump y la aceptación de una candidata como Clinton, que a pocos de sus votantes satisfacía, tras el recuerdo de un presidente de leyenda como Obama. 

Una de las leyes de Murphy (“las cosas siempre pueden ir a peor”), inclinaba la balanza hacia Trump, pero eso no era lo peor, sino esta constatación desoladora, extensible a todos los líderes populistas que en el mundo han sido y son: ninguno de sus seguidores es mejor que su jefe de filas. Por eso a los trumpianos no parecía importarles ver saltar por los aires el sistema, incluso el planeta. “¿Cambio climático?”, se preguntaba Trump: “Propaganda de los comunistas”, respondía sardónico, al tiempo que hablaba de devolver a su país el perdido esplendor americano. 

Es curioso. Cuando oímos a Trump hablar del esplendor americano no nos fijamos tanto en sus palabras, sino en el pelo injertado color panocha que se le desborda de la frente como un portaviones. Nos decimos: esa es la idea que tiene ese hombre del esplendor americano y aun del esplendor humano; ese injerto, que trata de hacer pasar por auténtico, lo extenderá a toda su política social, militar, comercial, medioambiental y económica norteamericana. Hitler, a quien millones de alemanas encontraban atractivo y seductor, probablemente inició la segunda guerra mundial para someter a todos aquellos que encontraban ridículo su bigote. Tanto si Trump pierde o como si gana, el problema hoy es que hay ya millones de norteamericanos deseando ser sometidos por ese tupé patriótico o algo parecido.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el día 4 de diciembre de 2016]

Ayer y hoy

Linterna de la cúpula de las Góngoras, ayer, y ninfeas de la calle del Almirante, hoy