EL verano pasado, 2017,
acometió uno la relectura de los Episodios
Nacionales. Empleo ese verbo, acometer, porque es el más apropiado para una
tarea tan descomunal, la conquista de América de la literatura en español. Todas
las tardes. En el retiro campestre, sin interrupciones, sin agobios, sin
requerimientos enfadosos. Al llegar
octubre la tarea quedó suspendida por los quehaceres del curso. Había
traspasado, no obstante, el ecuador de la obra, y quedaron leídas las tres
primeras series, treinta volúmenes. Este verano he reiniciado la lectura donde
quedó interrumpida entonces, empezando por Las
tormentas del 48, la primera entrega de la cuarta serie.
El propósito de volver a
leerlos obedecía a diferentes razones. La primera quedó sobradamente
justificada: lo que hemos leído en la juventud ha sido a menudo mal leído y,
con mayor frecuencia aún, mal comprendido y olvidado: pocas obras hay en la
literatura universal comparable a esta, y desde luego, ninguna que ataña tanto
a un lector español, y aun hispanoamericano, como ella. La segunda razón tenía
y tiene que ver con el proyecto de cierto libro sobre Madrid que traía entonces,
y sigo trayendo, entre manos: el Madrid del siglo XIX es de Galdós como la victoria de la batalla de Mühlberg fue del
emperador Carlos. En este sentido las expectativas quedaron sobradamente
cumplidas: sólo la relectura de El terror
de 1824, una obra maestra absoluta que narra el triste final de Riego en la
Plaza de la Cebada, a la altura de las grandes novelas de Galdós y de
cualquiera, hubiera valido la travesía.
El lector que empezaba
en 2017 esta relectura, cuarenta años después de la primera, era, claro, muy
diferente de aquel. Aquel, recuerdo, y el recuerdo es vivísimo, estaba como
abducido por las atmósferas creadas por Galdós desde la primera página de cada
episodio hasta la última, fuese el Cádiz de Trafalgar o la carlistada del
Maestrazgo, las intrigas de la Corte de Aranjuez o la vida popular de Madrid.
Había algo en la narración que impedía que uno pudiera apartar los ojos del
relato, como el niño es incapaz de despegar la vista de las manos del mago o
del prestidigitador hasta que el truco no termina. Sólo que en Galdós se
advierte desde el primer momento que no hay truco. Aquello que nos cuenta… es
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Una verdad muy machadiana (“también
la verdad se inventa”) que ha hecho que los historiadores del siglo XIX hayan
de recurrir a las novelas galdosianas cada vez que algo se les escapa u
oscurece..
El lector adulto, sin
embargo, cree que la vida le ha enseñado ya muchas cosas. Ha leído a los
maestros de Galdós, a Balzac, Dickens, Hugo, Tolstoi, y espera desentrañar el
mecanismo mediante el cual consigue embarcarnos, embaucarnos diríamos, en su
ficción. Pero por más atención que preste, por más que siga atentamente las
vicisitudes de sus relatos (esas mañas que le hacen contar las cosas unas veces
como narrador omnisciente, otras sin salirse de los límites del yo, como sucede
con este José García Fajardo, protagonista de la cuarta serie, que narra la vida
en forma de un diario), por más que el adulto, seguro de su experiencia, se
diga “esta vez no me engañarás, esta vez te sorprenderé con las manos en la
masa”, las cosas vuelven a suceder de la misma manera que la primera vez que
leyó esas novelas, en su muy lejana juventud. Porque en Galdós en realidad no
hay truco. Todo sucede sin trampa ni cartón. De ahí la sensación que tenemos
sus lectores: lo de Galdós no es literatura, lo de Galdós está vivo, es la vida
misma, y en la vida no hay trucos, todo en ella es naturaleza que ha de
relatarse de la única manera acorde con ella, quiero decir, con naturalidad. Nadie,
ni Cervantes (si se me permite la herejía), ha logrado ser tan natural.
Veamos: casi cuatro mil
son los personajes que creó Galdós, dos mil en los Episodios y mil ochocientos en sus Novelas contemporáneas. “Llevo una sociedad en mi cabeza”, escribió
Balzac a una de sus amantes. Galdós pudo haber dicho: toda la humanidad viene
conmigo, sin faltar un solo individuo. Porque además percibimos en la sociedad
de Galdós, una sociedad humanizada, humanísima. Esto es lo que le acerca a
Cervantes, al que no hay novela en la que no le homenajee de manera explícita,
consciente: el amor, tan velazqueño, por todas y cada una de sus criaturas;
incluso por aquellas más descacharradas o desatinadas, como el infante Carlos
María Isidro, causante de la primera guerra civil española, siente Galdós una simpática
misericordia: nadie es necio del todo por sí mismo, viene a decirnos el
novelista, las circunstancias, la historia y la suerte tienen que ver en la
dicha y desdicha de todos. Y esto hace que hasta los defectos o faltas de sus
personajes estén presentadas casi siempre desde su lado… más fotogénico. Estoy
seguro de que los personajes de ficción de Galdós, si pudieran decir cómo se
encuentran retratados, dirían que bien. Y los reales, lo mismo. Que lo diga, si
no, Isabel II, que recibió al novelista en su exilio de París, cuando este ya
había publicado algunos de los episodios
en los que aparecía ya toda su familia.
Acaso la mayor cicatería
que los literatos españoles han cometido con Galdós haya sido valorar en primer
lugar su tesón (“cuando elogian tu laboriosidad es porque no tienen nada peor
que denostar”) y que, a diferencia de Cervantes, se le reconociese con fama,
lectores y regalías. Todo para soslayar lo inexplicable, pues milagro es: su
inmenso talento de narrador, su genio. El contar las cosas sin que se trasluzca
el esfuerzo, el tesón, ni apenas el estilo. Claro, nos objetarán los enterados,
que eso lo consigue con algunos… trucos. Por ejemplo: mezclar sus personajes de
ficción con muchos otros reales, creando una especie de trampantojo fascinante.
No se crea; el recurso es bien antiguo, y casi ninguno logra lo mismo (Clarín sin
ir más lejos). El humor, finísimo, en cada página, tanto como saber (ciencia de
poeta) que el toque de toda obra de arte es la emoción, y emocionar sin
complejos del mismo modo que los hombres más hombres llegado el caso saben llorar
es tan importante como hacer reíra
﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e.verdad se inventa”), personajes.glo XIX hayan de recurrir a sus
novelas cada vez que algo se les escapa.nce, sin exp. Descubrir en cada
lector lo que este tiene de loco (Villaamil), codicioso (Torquemada) o apasionado
(Fortunata), y presentar las cosas con una sencillez tanto más clara, cuanto
más profunda. El milagro del agua, a un tiempo transparente y sabrosa, y el
mejor invento para combatir la sed.
El lector joven se
fascinaba con las portentosas facultades de Galdós. El lector viejo, de 2017,
de 2018, se asombra de sus habilidades para desaparecer él mismo de sus
narraciones, y ocultar o disimular sus portentosas facultades. Se diría que en
las novelas de Galdós no narra nadie, que la vida se narra a sí misma. Como
esos coches que ahora están de moda, que se conducen solos, sin conductor. Sólo
así se comprende que haya llegado tan lejos, sin descanso, día, tarde y noche.
Llevando de un sitio para otro a esos cuatro mil pasajeros con sus vidas a
cuestas. Sin el menor percance, sin explicarse tampoco ni el origen ni la
naturaleza del milagro. Ese don le tocó a Galdós, y Galdós no lo traicionó. Y
si formularlo así es retórico siempre, esta excepción confirma la regla: es
verdad, Galdós somos todos. Escribió en nuestro nombre y para cada uno de
nosotros, entonces, en el siglo XIX, y ahora, en 2018. Y de esto quiero dar
sólo una prueba: cuando quiso escribir sus memorias, le salió un libro inane.
Toda su vida se la había transfundido a esos cuatro mil personajes. No le quedó
a él ni a su biografía ni una sola gota.
[Publicado en Mercurio, septiembre 2018]