A STENDHAL debemos el enunciado del síndrome que lleva su nombre (el de la voracidad del turista que no quiere dejar nada por visitar y ver), y a uno de sus personajes, Fabrizio del Dongo, el que lleva el nombre de este, quien, como es sabido, estuvo en Waterloo y se pasó toda la jornada preguntando a unos y otros dónde estaba teniendo lugar la batalla, pues no le parecía a él, declarado bonapartista, que aquello fuera una batalla napoleónica como se la había imaginado.
Usted, yo y millones de personas nos preguntamos a diario, como Fabrizio, dónde está la batalla que el mundo libra en este momento contra sí mismo. No hace ni siquiera veinte años que llevamos usando el correo electrónico y lo que le ha seguido, wsapp, facebook y demás. Estos adelantos están a punto de mandar al paro a miles de trabajadores de Correos, al igual que las trabas en el uso de los combustibles fósiles, y su encarecimiento, amenazan con colapsar el transporte de mercancías mundial, uno de los pilares del crecimiento económico (y del transporte de personas no hablamos, para no complicar más las conjeturas). A cuento de ello se han desatado en Francia y Bélgica violentísimas huelgas, capitaneadas por los descamisados contemporáneos, “los chalecos amarillos”, dispuestos a arrasar el sistema si no se les garantizan a un tiempo sus salarios y el derecho a prosperar. Y estas son sólo dos de las escaramuzas que están teniendo lugar, entre miles (éxodos y migraciones, volatidad de los mercados financieros, sobreexplotación de los recursos, resurgimiento de los totalitarismos con nombres tuneados, populismos y nacionalismos). Si supiéramos cuál es el centro de la batalla, acaso podríamos poner en ella toda nuestra atención e inclinar la balanza del lado bueno. Sin embargo, no sabemos dónde está, y por cuál de todas las fronteras que nos cercan vendrá el bárbaro.
En toda gran crisis hay quien, no obstante, espera mucho de la reserva humana, de aquellos que sabrán mantener la antorcha de los principios ilustrados. Pero resulta que a la mayor parte de esta reserva, transformada en horda turística, también le ha atacado con furia el otro síndrome, el de Stendhal, y está dando vueltas al globo terráqueo queriendo verlo y visitarlo todo, en lugares y destinos turísticos donde no se le ha perdido absolutamente nada.
(Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 30 de diciembre de 2019)
Para nuestra juventud el viaje es la sublimación de la felicidad. Qué le vamos a hacer si ellos tienen una imaginación que nosotros a su edad no teníamos. Quizá dentro de diez años descubran que no se es tan feliz viajando, sino dándole pellizcos al aire.
RépondreSupprimerLo que pasa, don Andrés, es que ese turista al que no se le ha perdido nada, es siempre otro, y no uno mismo. ¿Qué se me ha perdido a mí en Atenas? Pues bueno, la Acrópolis. ¿Y en Florencia? Pues se me han perdido varias cosas, entre ellas los Uffizi. ¿Y en París? Pues quizás la Victoria de Samotracia, que está en el Louvre. Yo recibí formación en cultura clásica, pero otros tendrán igualmente sus razones, por las cuales se les han perdido muchas cosas en muchos sitios.
RépondreSupprimerEl caso es que antes las clases medias no podían permitirse viajar y visitar, pero ahora los precios han bajado y las masas sienten que tienen una oportunidad, y quizás también el derecho, de hacer lo que antes solo hacían los ricos. El problema puede ser de superpoblación, y también de desigualdades. Mucho menos se les había perdido a los ingleses en la India, y en Canadá, y en Australia. Y ahí los tiene, haciendo Imperio.