Foto Walter Reuter. Valencia, 1937. De izquierda a derecha: Vitín Cortezo, Blanca Pelegrín, Luis Cernuda, Carmen García Lasgoity, Manuel Altolaguirre y Carmen García Antón. |
AYER se cumplieron cincuenta años de la muerte de Luis Cernuda. El ver esta fotografía publicada en El País, ha hecho que me acordara de estas páginas que se publican a continuación.
Recuerdo el día en que nos la trajo Luis Muñoz, que coordinaba el álbum de Cernuda que maquetábamos para la Residencia Alfonso Meléndez y yo. No la había visto nadie aún excepto nosotros. Fue uno consciente desde el principio de su importancia no sólo como icono cernudiano, sino como testimonio que venía a desbaratar el blanco y negro con los que se ha tendido a ver todo lo de la guerra, y por esa razón la elegimos para las guardas. Otros trabajos de entonces me impidieron escribir el texto que doy a continuación, que se escribió cinco años después, en 2007, para ser leído en unos actos de celebración del cincuenta aniversario del II Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia de 1937, y publicado, unas semanas después, en la revista Clarín.
UNA FOTOGRAFÍA
No
soy historiador, de modo que no se deberá esperar de estas cuartillas
revelaciones extraordinarias ni novedosas. No soy más que un escritor, y si no
se me tomara por una arrogancia, diría que un modesto novelista y un poeta que
se ha ocupado de hechos nimios casi siempre, y de un hecho nimio, microscópico,
voy a ocuparme ahora: de una fotografía.
Llegó
después de la guerra al Ministerio de Fomento, requisada por algún servicio de
incautación del ejército vencedor. Allí permaneció sepultada muchos años, hasta
que este Ministerio cedió en los años sesenta sus viejos archivos de la guerra al Ministerio de
Información y Turismo, que a su vez los traspasó al de Cultura, donde seguían
en 1984, año en el que finalmente este Ministerio hubo de desalojar el edificio
y traspasar aquellos fondos documentales y gráficos a la Biblioteca Nacional.
Allí siguieron durmiendo su largo sueño otros veinte años, hasta que, en el
curso de ciertos rastreos documentales, Eric de Giles, un joven investigador
comisionado por la Residencia de Estudiantes, la descubrió.
Acaso nadie desde que fuese tomada en el verano de 1937 la había vuelto a ver, con la excepción de los funcionarios que la inventariaron y custodiaron esos años. Pero era, desde luego, y a todos los efectos, una fotografía desconocida para todo el mundo, aunque no son en absoluto desconocidos los seis personajes que aparecen en ella ni tampoco el fotógrafo que la hizo.
Acaso nadie desde que fuese tomada en el verano de 1937 la había vuelto a ver, con la excepción de los funcionarios que la inventariaron y custodiaron esos años. Pero era, desde luego, y a todos los efectos, una fotografía desconocida para todo el mundo, aunque no son en absoluto desconocidos los seis personajes que aparecen en ella ni tampoco el fotógrafo que la hizo.
Se
ve a un grupo de seis personas, tres hombres y tres mujeres, cogidos del brazo,
todos ellos en traje de baño, y avanzando en carrera hacia el fotógrafo como en
aquel juego infantil de “tapar la calle”. Siguen siendo jóvenes, a pesar de que
la edad de muchos de ellos se tuviera entonces por la de quienes han dejado ya
atrás la juventud y los juegos, y han buscado conscientemente componer la
fotografía, porque aparecen simétricamente salteados.
Su
aspecto les adscribe de modo inequívoco a una clase superior. En una época en
la que el aspecto personal y la indumentaria delataba la clase social a la que
se pertenecía, y a veces con gravísimas consecuencias, ya que “parecer” burgués
por la indumentaria o la fisionomía podía acarrearle a uno la muerte, y
“parecer” obrero o campesino lo mismo, según el bando en el que se estuviese,
podemos asegurar que quienes aparecen en esta fotografía pertenecían a una
clase privilegiada. Privilegio era, sin duda, disfrutar de un día de playa. La
alegría que muestran les vuelve inocentes: aseguraríamos incluso que viven en
sintonía con su medio natural. El hecho de la indumentaria es significativo
porque el año en el que fue tomada la foto, 1937, se libraba en España una
guerra civil y era preciso sintonizar con el medio en el que se estaba si se
quería sobrevivir. También es significativo el lugar donde fue tomada,
Valencia, ciudad escogida por la Alianza de Intelectuales Antifascistas para el
II Congreso Internacional de Escritores que estaba teniendo lugar entonces y
donde, desde hacía siete meses, se había instalado provisionalmente el Gobierno
de la República.
La guerra, que algunas fuerzas políticas
consideraron en la zona republicana una revolución, había enaltecido los
valores populares, proletarios y campesinos, y en las filas de ese pueblo se
miraba con desconfianza, cuando no se la perseguía abiertamente, cualquier
manifestación del viejo espíritu burgués. Sin embargo la actitud festiva de
esos personajes sugiere que se trata de unos burgueses que no temen a las
circunstancias, de unas gentes que porque no se sienten culpables creen estar a
salvo. ¿Lo estaban? El día en que el fotógrafo los fijó para siempre en ese
trozo de papel emulsionado disfrutaban de un día de playa. ¿Habrá algo menos
bélico que esa escena en la que alguien decide orillarse de la guerra para
desnudarse, es decir, para dejar a un lado las armas y desarmado, o sea,
inerme, tomar el sol y nadar sin temor?
Que
son burgueses lo indica también el hecho de que de ese momento feliz haya
quedado testimonio fotográfico. Ni los proletarios ni los campesinos de
entonces tenían por costumbre tomar el sol en una playa ni mucho menos
fotografiarse en ella si lo hacían. Por lo general las clases humildes no
tenían tiempo de tales expansiones, tan extremosas eran sus vidas, y sólo
acudían al fotógrafo cuando se casaban o, si acaso, cuando se cruzaban con uno
ambulante en una plaza o en una feria de atracciones. Nunca cuando vacaban,
valga decir. Y por ello esta fotografía llama poderosamente nuestra atención,
ya que si algo parece contradecir una guerra es la idea de vacación, siendo la
guerra el más duro, inexcusable e ininterrumpido de los trabajos, se gane o se
pierda.
Los
personajes de la foto parecen estar viviendo un momento de plenitud, desde
luego, tanto o más extraño cuanto que están rodeados por todas partes de
destrucción y sospechas, aunque las expectativas no son malas. La mayoría cree
que la guerra no está perdida todavía. Muchos admiten incluso que se puede
ganar. En medio de todo Valencia está alejada del frente, y los bombardeos de
la aviación o de la armada facciosas no son ni tan frecuentes ni tan
sangrientos como los de Madrid. Pese a que hace un año nadie habría podido
imaginar que aquel levantamiento pudiera haber durado tanto, son muchos los que
creen en una pronta victoria, persuadidos de ello por la propaganda de un
gobierno controlado por los comunistas a través del doctor Negrín, que tras los
trágicos sucesos de mayo de ese año ha sido promovido como presidente del
consejo de ministros. Y sin embargo algo ha empezado a cambiar. Una de las
personas que aparece en la fotografía ha sido detenido ya por el temible
Servicio de Seguridad Militar, acusado de espionaje, y aunque le pusieran en
libertad después de una noche de zozobra, algunos de sus amigos vivieron esas
horas con alarma. Todos saben que en una noche sobran muchos minutos en los que
cualquiera puede desaparecer para siempre o aparecer a la mañana siguiente
tirado junto a la tapia de un cementerio. Muchos han sido asesinados de ese
modo en Madrid y en otras partes de España en menos tiempo. Si aquel hubiese
sido un hecho aislado es posible que sus amigos no lo hubieran tenido en
cuenta, pero unas semanas antes le había ocurrido algo parecido a una persona
conocida bien por todos los que figuran en esa foto, Concha de Albornoz, a
quien ni su trayectoria personal ni su trabajo durante la guerra ni su apellido
habían librado de una detención arbitraria, bajo acusaciones idénticas, y con
el consiguiente susto. Por tanto, cuando detuvieron a ese hombre que en un
extremo de la foto corre en bañador, descalzo, con el torso desnudo y riéndose,
muchos pensaron que la ciudad de Valencia, tan apartada del teatro de la
guerra, era no menos peligrosa o más si cabe que el mismo frente, porque la
bala que podía acabar con la vida de cualquiera podría llegar por la espalda,
como había sucedido en Barcelona en los sucesos de mayo.
La
detención, no obstante, no preocupó al interesado, que mostró siempre para esa
clase de hechos una irresponsable displicencia. Aún sería detenido alguna que
otra vez, y ya no por razones políticas, sino “morales”, como se hizo constar
en el correspondiente atestado, sin duda porque su aspecto, otra vez los
indumentos, era, según su amigo Gil-Albert, “el de un personaje de comedia
wildeana más que de ciudadano en pie de guerra”.
Pero
no todos acogen los mismos sucesos con idéntico temple, y aquella detención del
amigo preocupó e inquietó lo indecible a algunos de los que ese día se fueron a
la playa con él. La vio como un presagio funesto de lo que a él mismo podría
sucederle el que ocupa el centro del grupo. Es este hombre joven, sin duda, la
persona a quien el tiempo tenía reservado un más distinguido destino y amargos
sinsabores. Pero entonces no era sino otro miembro más de la generación de
poetas que había irrumpido con estrépito en la escena literaria española, pero
a diferencia de quienes ocupaban las primeras filas, ni su nombre ni su obra
había conseguido imponerse más allá de unos círculos restringidos. Tenía además
fama de ser un hombre difícil. En la fotografía no lo parece. A diferencia de
sus amigos, que muestran en ella el torso desnudo, lleva una de esas camisetas
habituales entonces en los atuendos de bañista. Corre en su compañía y ríe
también. Diríamos que es un hombre enteramente dichoso. De los cientos de fotos
que de él se conservan sin duda es esta en la que aparece más distendido y
risueño, a diferencia de tantas en las le vemos posando con estudiada gravedad
o afectación. Nos llama la atención igualmente ver tan bien avenido con sus
camaradas a quien pasaba por ser un espíritu ríspido, misantrópico y
solitario. Lleva el pelo hacia
atrás, fijado con pomada o acaso mojado, por haber salido del baño, y luce uno
de aquellos bigotes recortados con el que los galanes de cine a lo Errol Flynn favorecían sus
conquistas. Abraza por la cintura a las dos mujeres que le flanquean. Ellas, ya
lo hemos dicho, van igualmente en bañador. Es probable que ese hombre nunca
haya estado tan cerca de una mujer en bañador, y desde luego es seguro que
nunca lo ha estado así de dos, rozándose con sus cuerpos. Y la fotografía
resulta llamativa también porque no solía buscar la compañía de las mujeres,
sino la de los hombres. Y por esta razón, por advertir que la “moralidad” de su
amigo o la suya propia despertaba la misma intransigencia y fanatismo tanto en
la España vieja como en la nueva en la que él se había quedado combatiendo
precisamente para cambiar cosas como aquélla, que se pudiese detener a nadie
por razones “morales”, no pudo tomarse a broma el percance que su amigo había
tenido con el Servicio de Inteligencia Militar, como tampoco se tomó a broma
que a él mismo le acabase de ser censurada, un mes antes, la elegía que había
escrito a la muerte de su amigo Federico García Lorca, a quien, a pesar de todo
el ensalzamiento de que era objeto como valioso icono propagandístico, se
perseguía muerto por parecidas razones “morales”.
La
censura de aquella estrofa en la que el poeta evocaba “los radiantes mancebos /
que en vida tanto amaste”, los “desnudos cuerpos bellos que se llevan / tras de
sí los deseos” dejó en la página donde la elegía se publicaba una línea de
puntos y en el ánimo del poeta la más tenebrosa impresión y el mayor de los
desánimos. Detrás de aquel atropello intelectual estaba, ejerciendo la censura
del Ministerio de Instrucción Pública, Wenceslao Roces, un hombre oscuro al
servicio del NKVD soviético, uno de esos funcionaros que parecen combinar
impávidos en la sombra toda clase de crímenes de guante blanco. Acaso entonces,
en el mismo momento en que fue tomada la foto, estuviera espiando al grupo
desde algún lugar cercano, personalmente él o algún esbirro. Desde luego
sabemos que entonces estaba ya acopiando los documentos trucados que
engrosarían ese libro, monumento de la infamia, que un año después publicaría
con el título de Espionaje en España y el seudónimo de Max Rieger, en
el que se justificaba la liquidación del POUM y, por consiguiente, el
aniquilamiento del dirigente Andreu Nin y de cuantos militantes poumistas y
trotskistas fueron asesinados bajo la fantasiosa sospecha de ser agentes de
Franco.
Desde
mayo, eran muchos ya los que habían dejado de hablar libremente por temor a ser
delatados a alguno de esos ciegos servidores del estalinismo. Las
conversaciones en la calle, en los cafés, en las asambleas y mítines o en los
colmados se reservaban lo indecible, y quienes como León Felipe no lo hacían
(“ese sinvergüenza de Wenceslao me quiere matar”, le oyeron gritar en el hotel
Victoria), se exponían a lo peor, como aquel Robles Pazos, traductor de Dos
Passos, que un buen día desapareció sin dejar pistas.
Las
protestas del poeta, al ser informado de que su elegía tenía que publicarse
censurada, no sirvieron de mucho, pero le retrajo de una manera inequívoca en
su actividades sociales, y su decisión de permanecer al margen de los actos del
inminente Congreso de Intelectuales que estaban preparando sus jóvenes amigos
de Hora de España fue irrevocable.
Aunque
siguiera colaborando con la revista, el poeta dispondría de todo el tiempo.
Había llegado el verano, y a falta de cosa mejor que hacer, empezó a ir a la
playa. Allí lo encontró Elena Garro, primera mujer de Octavio Paz, integrantes
ellos dos de la legación mejicana que iba a participar en el Congreso. “Veía
todos los días a un inglés tendido sobre una toalla blanca y con un bañador azul.
Nadie se bañaba, sólo aquel solitario y yo. Los chiringuitos estaban cerrados y
la playa desolada. No fue él quien me dirigió la palabra, fui yo: “¿Usted es
inglés?”. “No, soy español”. “Pues tiene un color más bonito que el mío”, dije.
“Es que hace más tiempo que vengo a la playa”, contestó. Y páginas más
adelante, cuando ya se ha informado de quién es aquel solitario bañista, nos
dirá: “Vivía separado del mundo por una cortina invisible”, informándonos Garro
de que por entonces la única amiga verdadera de aquel solitario bañista era,
precisamente, Concha de Albornoz.
El
tercer hombre de la fotografía es quien les ha reunido a todos. Hacía un año
que habían asesinado a García Lorca. La conmoción entre sus amigos fue
devastadora y los sentimientos de dolor y de rabia les llenaron de congoja.
Nadie alcanzaba a comprender cómo el primero en morir, y de aquella manera tan
ignominiosa, fuese precisamente quien, por su alegría y su candor, parecía
estar destinado por los dioses a una vida feliz llena de éxitos. Los homenajes,
los escritos en su memoria, las menciones y honores en toda clase de actos se
sucedieron a lo largo y ancho de la España leal, elevando su figura a la de
mártir, y el gobierno, “como era natural”, nos dice Valender, “quiso sacar de
aquel martirio el máximo provecho político”. Esa fue la razón por la cual el
Ministerio de Instrucción Pública, encargó al tercero de los que figuran en esa
foto la puesta en escena de una de las obras teatrales de Lorca con el fin de
agasajar a los asistentes al congreso.
Eligió
Mariana Pineda, estrenada diez años antes. Por tal motivo están reunidos los seis
personajes de esa fotografía. Las mujeres que tan expansivamente comparten la
escena con sus amigos son actrices. Conocemos sus nombres. Habían actuado con
el propio Lorca en los montajes de La Barraca. En la reposición valenciana el
director le ha ofrecido a una de ellas el papel de Mariana; a otra, el de la
Clavela. Los figurines los hará el hombre a quien semanas antes detuvo el
Servicio de Inteligencia Militar, y el papel estelar de don Pedro se lo reservó
al poeta a quien la censura parecía haber empujado al ostracismo voluntario. No
era éste un actor, desde luego, pero el director, cuya bondad es unánimemente
admitida por todos, quizá haya querido traerle de su solitaria playa y
mezclarle de nuevo entre las gentes.
Muchos
años después el figurinista recordaría aquellos días de plenitud e
incertidumbre. Los ensayos de la obra, en el paraninfo de la cerrada
Universidad, fueron divertidos. Todos envidiaban a aquel grupo que parecía
haber encontrado una ocupación que les distraía de los pesares de la guerra.
Las subvenciones del gobierno habían sido generosas y eso les había permitido a
todos ellos desahogar unas economías apretadas por las restricciones y el
mercado negro. Nos dirá: “Íbamos a todos lados en equipo [y así parece
confirmarlo la fotografía]; podíamos permitirnos bebidas en el Volga (antes
Baviera) y comer en el único restaurante “burgués” con camareros auténticos,
abierto para diplomáticos, misiones y periodistas extranjeros”.
En
todas las informaciones se deslizan pequeños, nimios detalles cuya elocuencia
espera ser atendida. ¿No nos dice acaso ese cambio de nombre de un local tanto
como un tratado de sociología? ¿No anuncia ese Volga que desplaza a Baviera de
su oscuro simbolismo algo más que una contingencia política?
Al
fin, la obra se estrenó en una sesión especial programada para los delegados
del II Congreso el día 3 de julio en el Teatro Principal, según vemos en el
cartel que hizo para la ocasión el amigo de todos ellos Ramón Gaya. La puesta
en escena disgustó en los círculos oficiales: “El refinamiento del montaje y la
actuación un poco diletante de los actores fueron ferozmente criticados. Cierta
pluma incipiente y agit-prop del Partido veía un estilo a la federica en el vestuario. El
director cayó en desgracia, lo que celebró con alborozo, y su cohorte, como
fuimos llamados, nos dimos por satisfechos con lo bailado”, nos contará el
figurinista.
En
cierto modo se diría que los seis personajes de esa fotografía estuvieran,
cogidos de la cintura, bailando una polca. Es probable también que les haya
arrastrado a la playa quien mejor y más asiduamente la frecuentaba. No, no hay
ninguna preocupación en ninguno de ellos. Ni siquiera en el fotógrafo que
registró la instantánea, a quien esa alegría tuvo necesariamente que contagiar.
Desde luego no le vemos la cara, porque el fotógrafo es siempre alguien que ve
en silencio. Todas las fotografías han de conservar algo del silencio en el que
ha trabajado el fotógrafo. ¿Cuántas copias hizo de esa instantánea? Los tiempos
en todo caso no eran propicios para esa clase de dádivas, el material escaseaba
y se precisaba para más urgentes cometidos: bélicos, políticos o de propaganda.
En cualquier caso nunca se encontró ninguna copia en ninguno de los fondos o
legados de quienes allí comparecen ante la posteridad, y sólo se conoce la que
ahora se encuentra en la Biblioteca Nacional, de dieciocho centímetros por
veinticuatro, y positivada por el mismo fotógrafo en ese momento, como
atestigua su firma al dorso. Que salió del laboratorio y del alcance de Walter
Reuter no ofrece dudas porque quienes la incautaron lo hicieron en algún centro
de propaganda o redacción de periódico republicanos. ¿Se publicó entonces? Es
difícil saberlo, pero probablemente no. Pues lo que caracteriza a esta
fotografía es… su inconveniencia. Es cualquier cosa menos una fotografía de
guerra, está expresado en ella todo menos aquellos sentimientos que parecen ser
propios de una situación de miedo, angustia, muerte e incertidumbre o aquellos
otros que la propaganda difundía a todas horas de sacrificio, de solidaridad,
de coraje. ¿Qué habrían pensado los milicianos, obreros y campesinos, que en el
frente recibieran el periódico con esa foto publicada, al ver a sus
intelectuales y artistas de ese modo? ¿No dirían acaso: “¿Para eso estamos
haciendo esta guerra”? Y así creeríamos que recae sobre ella una indisoluble
culpa: la de representar la felicidad en el tiempo en el que otros muchos, jóvenes,
saludables, hermosos, felices y fotogénicos murieron. Por eso podríamos hablar
de una fotografía… inconveniente, y, por tanto, impertinente. Lo extraño es,
incluso, que la foto no la
hubieran publicado inmediatamente después de la guerra los servicios de
propaganda fascistas con fines igualmente propagandísticos y mendaces, para
desprestigiar una causa republicana que esperaba ganar la guerra con sus
intelectuales (homosexuales “además” algunos de ellos) tomando el sol; aunque
si los servicios de propaganda franquista no lo hicieron fue, suponemos, porque
ninguno de los que en la foto aparecen era lo bastante famoso entonces como
para ser reconocido por nadie ni mucho menos para servir a la propaganda de
masas. De hecho la foto sólo ha podido alcanzar su significado pleno ahora,
pasados los años, cuando ya sabemos muchas cosas de todos ellos y de aquella
guerra.
Tampoco
es probable que ninguno de los que en ella aparecen la vieran. La vida, siempre
cruel, quiso hurtarles la imagen más feliz que les quedara de la guerra. ¿De
haber llegado una copia a manos de alguno de ellos no la habrían conservado
como lo más dichoso, acaso lo único, de aquellos años desolados, y de haber
sido así, no la habríamos conocido hace ya mucho? De haberla visto, ¿no habría
escrito sobre ese momento Luis Cernuda, acostumbrado a celebrar los pocos dones
que el destino puso al alcance de su mano?
Es
él quien ocupa el centro de la escena. A su derecha está Blanca Pelegrín y a su
izquierda Carmen García Lasgoity; ambas han pasado su brazo por la cintura del
poeta, como él ha entrelazado a su vez la cintura de las dos. Junto a Blanca
está Víctor María Cortezo, Vitín Cortezo, el íntimo amigo de Cernuda, y junto a Carmen está Manuel Altolaguirre, quien a su vez abraza por el hombro a la otra
Carmen del grupo, Carmen García Antón. La foto fue tomada por el mítico
fotógrafo Walter Reuter. Sólo la vida de este hombre, que murió a la edad de
noventa y nueve años hace dos, daría para una gran novela. Sin duda la de todos
esos personajes fue novelesca.
Probablemente ese fue también la última vez que estas siete personas estuvieron juntas. Desde
luego la fotografía sería imposible de repetir sólo unas semanas más tarde. La
vida acabó dispersándoles por caminos para todos ellos difíciles y llenos de precariedades
y servidumbres. Cernuda partiría al exilio sólo unos meses después. No pudo
sobreponerse a un ambiente que encontraba política y moralmente inaceptables, y
a una ciudad controlada por oscuros designios. Jamás regresó a España y el día
que murió los periódicos mejicanos le despidieron con notas más breves aún que
los anuncios por palabras. A Vitín Cortezo le encontraremos colaborando en la
revista fascista Vértice el mismo “año de la victoria”, 1939, y a partir de
entonces en múltiples proyectos del teatro nacional de esos años, sin que
ninguno de sus antiguos amigos le reprochara que lo hiciera, porque lo sabían,
tan disparatadamente wildeano, un hombre que con ponerse a salvo de su
“moralidad” en aquella España del nacionalcatolicismo tan contraria a ella,
tenía bastante. Altolaguirre, acabada la guerra en España, vivió en París, y
más tarde en La Habana, y dos años después en Méjico. El impresor por cuyas
prensas habían pasado libros de todos los poetas de su generación, acabaría
dejando su oficio para dedicarse al del cine. Tampoco podía sospechar que
cuando regresara a España en 1959 para presentar en el festival de San Sebastián
una película sobre San Juan de la Cruz, la muerte le estaría esperando en forma de
accidente de coche en la carretera general a la altura de Burgos. Carmen Antón
se exilió en Buenos Aires, donde ha muerto hace sólo unas semanas. Dejó
publicadas sus memorias, que nos ponen ante una mujer inteligente y bondadosa,
pero también ante la fragilidad de todas las vidas, apenas un puñado de arena
que el viento mueve de sitio, o de cenizas, las suyas, que fueron esparcidas
por decisión de la actriz junto a la estatua que García Lorca tiene en un
parque de Buenos Aires, como si se tratara de uno de esos leales canes que
figuran en las esculturas funerarias medievales, dando a entender con ello que
acaso nada más significativo ocurrió en su vida desde aquel lejano 1936. Carmen
García Lasgoyti fue otra más de esas ancianas que abonándose en su acabamiento
a los actos de la Residencia de Estudiantes actual se diría que perseguían aún
algo de lo mucho que les había sido arrebatado injustamente. ¿Vivirá o habrá
muerto Blanca Pelegrín? Este
silencio ilustra también el que ha pesado sobre las vidas de muchas mujeres de
esa época. Alguien conocerá sus historias completas. ¿Se exilaría Blanca
Pelegrín como Cernuda sin volver a España o moriría fuera de ella como Carmen
García Antón? ¿Se quedaría como Cortezo? ¿Se exilaría y volvería a España como
Altolaguirre? ¿Se haría apátrida y vagamunda como Reuter?
En
todo caso, tanto si existió esta sola copia como si circularon más, tenemos que
preguntarnos por qué razón, siendo una instantánea en la que todos los que
aparecen en ella, jóvenes y saludables, salen tan fotogénicos y felices, por
qué, digo, permaneció tanto tiempo oculta, desconocida. ¿Nadie de los que se
tropezaran con ella en su largo y oscuro recorrido sintió que había que sacarla
a la luz como testimonio de lo mejor del hombre, de un tiempo en que pareció
triunfar sólo lo peor?
Finalmente
acabó publicándose por vez primera en 2002 en el Álbum Luis Cernuda que hizo Luis Muñoz para
la Residencia de Estudiantes, y cuando el tipógrafo Alfonso Meléndez y yo mismo
tomamos la decisión de que figurara también en las guardas de ese volumen,
estábamos insinuando que la vida de Luis Cernuda, tan desdichada, merecía
abrocharse con esa imagen feliz e inusual. Es decir, pudo ser publicada al fin
cuando la misma guerra era una cosa tan del pasado que a nadie podría ya
escandalizar. “Sí, somos felices, disfrutamos de la playa y del baño, nos
reímos, España y su salvación han quedado momentáneamente orillados, y ahora
nos entregamos a nuestro solo gusto, egoístamente, ¿y qué?”, parecen decirnos
todos y cada uno de esos seis personajes, con ese derecho a ser felices que
ninguna guerra ni ninguna desgracia pueden menoscabar.
Se
ha repetido a menudo que España no tiene su novela de la guerra civil como
tenemos hoy de las campañas rusas de Napoleón Guerra y paz. Aunque sólo sea como un
síntoma nos interesa fijarnos en el desaliento que parece producirnos a los
lectores españoles esta falta, porque lo que ello significa es que la
necesitamos aún, conscientes de la orfandad en la que vivimos por su causa.
Y
no la hemos tenido, he pensado siempre, por dos razones. Por haber sido aquella
una guerra civil (a diferencia del la novela de Tolstoi, en la que todos los
rusos pueden sentirse identificados contra el invasor francés, esa posible
novela española habría de convencer y conmover a dos mitades que aún siguen
irreconciliadas e irreconciliables en muchos aspectos) y, en segundo lugar,
porque de las novelas que se han escrito hasta ahora, o de las que yo conozco
al menos, quedaban excluidos momentos de plenitud y dicha como el que esa
fotografía representa, de gentes que no perdían la esperanza, pese al “opresivo
entorno político”, como lo llamó Cortezo, o a la complejidad humana que hace
que podamos ser felices incluso en medio de las mayores tribulaciones.
Decía
Machado que propio de la guerra era la retórica y que la retórica guerrera era
igual para los dos bandos, y, añadiríamos nosotros, que nada tan nocivo para la
literatura como la retórica. Si algo advertimos en esa fotografía es
precisamente, en su espontaneidad, en su naturalidad, la falta de retórica.
Nadie finge en ella ni nadie trata de convencer a nadie de la alegría que
transmite. Ni mucho menos de vencer, porque si algo resulta naturalmente
persuasivo y contagioso es la alegría. Cuando una novela nos parece retórica,
la encontramos muerta, decimos. Y muerto nace lo que nace sin alegría. La
tristeza no es contraria a la felicidad, como tampoco la desdicha es lo opuesto
de la alegría. En aquel Congreso se debatió una vez más el viejo dilema del
compromiso y la libertad: si me comprometo no soy libre, si soy libre no puedo
comprometerme. Algún día alguien escribirá esa compleja novela de la guerra,
sin retórica, en la que aparezcan, como los personajes de esa foto,
comprometidos con su libertad tanto como libres para comprometerse con su obra,
aparecerán, decía, unos seres vivos, reales, que logren la felicidad en su
tristeza sin dejar de estar alegres en su desdicha, porque ya han comprendido
que la muerte puede venirles de cualquier lado, incluida la espalda, y eso lo
afrontan del único modo que un español puede hacerlo: cervantina y
quijotescamente al mismo tiempo.
La foto es muy buena http://literaturaconciencia.blogspot.com.es/2012/10/el-caballo-griego-manuel-altolaguirre-y.html?m=1
RépondreSupprimerUn texto excepcional por la gran información que aporta. Una inteligente dosis de información y literatura. A la altura de la espléndida fotografía. Hoy el día será pleno por haber tenido la suerte de leer una aportación, a mi criterio, necesaria para comprender que pasó en los años de la guerra civil. De nuevo gracias.
RépondreSupprimerConocía desde hace años esta fotografía cuya frescura y espontaneidad resultan desbordantes. Pero no el largo pie de texto que ahora la acompaña, más hermoso aún. Quien dedique algún tiempo de su vida a la pasión de escribir agradecerá y valorará, como yo, estos regalos que nos llegan de repente.
RépondreSupprimerVértigo existencial profundo. Difícil aguantar las seis miradas de la foto. En tanto llega nuestra "Guerra y paz", descansar de la Historia, sobre todo de las historias “in absentia” de cada persona, por ejemplo con esto:
RépondreSupprimer« (…) Se decide, por unanimidad, su mejor anécdota parisina, cuando iba para pintor pero tiró más el teatro, gracias a su cofrade Cocteau y a los ballets rusos de Diaghilev y, sobre todo, a los diseños de Natalia Gontscharowa, que le redescubrieron el Mediterráneo y sus colores con mirada boyarda.
¿Y la anécddota? Ahí va: Vitín se ha liado con un canónigo de Nôtre Dame, que es liarse a lo grande. La portera del inmueble, insólitamente salada para ser portera francesa, le inquiere:
“Où allez-vous si heureux, monsieur Cortezo?”
Alzando orgulloso el mentón (o mentoncito), Vitín responde:
“A l’eglise de mon homme, madame.” (…) »
Lo que Marcos Ordóñez, vía Rosana Torres, graciosa e ilustradamente recoge sobre Vitín Cortezo, entero en:
http://blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/2012/05/especies-extinguidas-vit%C3%ADn-cortezo.html
Apenas conozco a Cernuda , es algo complicado y demasiado poético pero parece unánime que es un grande .
RépondreSupprimerEn lo de la Retórica y prolijidades para engordar lo veo necesario , la gente quiere paginas y que parezca que la novela está hecha especialmente para él .
Es muy buen escritor y se nota que quiere dejar por zanjado el tema de la guerra civil , esto me dijo un escritor al que dejé " ayer no más " , si yo supiera la mitad que usted pensaría hacer esa guerra y paz hilvanando varias historias para darle peso al libro y vender mucho ( no por dinero ) . Si creo que " ayer no más " merece traducirse al ingles y promocionarse , seguro les gusta porqué a mi me gustó mucho ( sobre toda la primera mitad ) y es una historia universal , sigue pasando .
Saludos
En fin .
El objetivo de la cámara captando una alegría que mira "el sol frente a frente", que diría Cernuda en su poema "Para unos vivir". Y envolviendo el instante, las ineludibles sombras...
RépondreSupprimerPARA unos vivir es pisar cristales con los pies desnudos, para otros vivir es mirar el sol frente a frente.
La playa cuenta días y horas por cada niño que muere. Una flor se abre, una torre se hunde.
Todo es igual. Tendí mi brazo; no llovía. Pisé cristales; no había sol. Miré la luna; no había playa.
Qué más da. Tu destino es mirar las torres que levantan, las flores que abren, los niños que mueren; aparte, como naipe cuya baraja se ha perdido.
―Aun sin baraja, tú sigue barajando ―dijo la rana.
SupprimerAndrés, me has dejado conmovido por la ternura y el filo de navaja de esta entrada que nos permite mirar todo lo que hay detrás de la fotografía. Este texto, aunque sea breve, me parece una grandísima novela. Gracias.
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