CUANDO escribo estas líneas no se sabe aún si Nicolás Maduro ha huido de Venezuela o si, por el contrario, sigue allí. El 2 de febrero se convocaron en Caracas dos manifestaciones multitudinarias, una a favor del presidente autoelegido y otra a favor del autoproclamado, Juan Guaidó. Y como aquellas manifestaciones caraqueñas, las hubo ese día en muchos países. También en España. Lo extraño es estas fueron todas a favor de Guaidó, ninguna por Maduro, y eso, en el caso de España, resultó de lo más extraño, porque aquí tenemos un partido político, Podemos, al que votaron cinco millones de españoles y cuyos dirigentes se mostraban hace tan sólo tres años muy partidarios del dictador venezolano.
En menos de lo que ha tardado uno en contarlo aquí, uno de esos líderes, Íñigo Errejón, borró de su cuenta todos los tuits favorables al sátrapa y su dictadura. Sin temblarle el pulso y sin importarle que se notara, como hizo Stalin con Trotski. Se ha oído mucho también, comparándolo, supongo, con Pablo Iglesias, Irene Montero o Echenique, que Errejon es “muy inteligente”. ¿Basado en qué? Quizá por asegurar que en Venezuela la gente hacía al menos tres comidas al día, sabiendo que han dejado el país tres millones de personas para no morirse de hambre. La gente parece que confunde la inteligencia con hablar con gran aplomo y muy deprisa, sin tropiezos ni dudas.
¿Han advertido la velocidad a la que hablan ante un micrófono o una cámara Errejón, Montero e Iglesias, y cuánto hablan? Acaba de publicar el divertido BILIS (Boletín del Instituto de Lingüistas Independientes) un estudio según el cual Errejón mete en un minuto ochenta palabras más que la media, Montero sesentaicuatro e Iglesias veintidós? Dejan a Cantinflas en flemático, en racionalista. Hace años nos contó un dentista el origen de la expresión «hablar como un sacamuelas». El hablar mucho y deprisa era la sofrología rudimentaria con la que se trataba de distraer al paciente del dolor que se le infligía, cuando no había aún anestesias. Lo cual le hace pensar a uno que cuanto más deprisa nos habla alguien y más irracionalmente, más se nos quiere distraer de lo que, de todos modos, tendrán que borrar más tarde sin titubeo, tal como hacen también, por cierto, los ambulantes y charlatanes del Rastro.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 3 de marzo de 2019]
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