¿QUÉ puedo decir yo? Quienes estén habituados a leer libros saben que estos son puertas que se abren y se cierran. Lo son también las vidas. Entramos, salimos, de algunos no queda rastro, de otros sí, a veces; en unos casos y otros, por razones bien extrañas que no se dejan ordenar ni estudiar, todo es demasiado provisional, pese a los siglos, las luces y las sombras que organizan el mundo. Nada nos produce más ternura, asombro o perplejidad que las certezas de nuestros antepasados: «Esto vale, esto no, aquello perdudará, aquello otro será olvidado». Y las certezas de quienes nos sobrevivan o vengan después de nosotros nos importan poco, porque sabemos que producirán también, con el tiempo, ternura, asombro, perplejidad.
¿Qué estamos haciendo aquí? Tú, leyendo este prólogo, yo escribiéndolo. Cada uno, sentados en la arena de la playa, uno frente al otro, en silencio, concentrados en la tarea, está levantando algo que se parece a un castillo, con sus muros y torres almenadas, sus tejados, sus ventanas incluso, practicadas en la arena con el dedo meñique. Por no privar de nada a la fábrica hemos abierto alrededor de nuestra fortaleza un foso, que al momento se ha llenado de agua de mar, porque todo en esta vida son secretas galerías y pronto alcanza su nivel freático.
¿Qué voy a hacer? Tú, si te aburres, puedes levantarte e irte. Yo voy a seguir aquí, en la playa, añadiendo alguna torre, reparando desperfectos, drenando el foso. Me gustaría que te quedaras conmigo, si es en silencio. Porque estoy trabajando, y tampoco nececesitamos hablarlo todo.
¿Hasta cuándo seguiremos aquí? Hasta que se ponga el sol y la playa se vacíe de bañistas, ambulantes y curiosos. Al llevarse consigo sus conversaciones, risas, voces, la playa se ha quedado vacía y el acompasado, tranquilo y monótono batir de las olas y la modulada melodía del viento se han impuesto a todo. Es una de esas playas tendidas y despejadas, en abierta competencia con la línea infinita del horizonte, gran alcancía de ilusiones y esperanzas. En cuanto el sol desapareció en él como un doblón de oro, la atmósfera se ha vuelto húmeda y fría. No quedamos aquí más que tú y yo, el mar y él, nuestro castillo. A este las sombras que lo cercan y perfilan lo hacen más convincente, y el fulgor de lontananza, incendiando el ocaso, lo vuelve inexpugnable.
¿Estoy diciendo que somos inexpugnables? No, no digo eso. Esto es lo que va a suceder: dentro de un rato, no sé cuándo, tú y yo tendremos también que irnos, cuando la noche se cierre por completo y desaparezcan de la vista la playa, el mar, nuestro castillo, y empiece a subir la marea. La marea se llevará el castillo, deshará la bonita torre del homenaje, las murallas, chapiteles y dependencias, y el foso se anegará, fundiéndose con el inmenso océano. La pleamar acabará con nuestra obra, desde luego, pero no con la ilusión que pusimos al empezar la mañana, bajo el sol implacable del mediodía, entre las hospitalarias y doradas luces de la tarde. Ni borrará la felicidad de ver cómo nuestras manos armonizaban millones de granitos de arena, dándoles al juntarlos forma y sentido. Cuando mañana vengan otros aquí a levantar su propia fortaleza, lo harán con esta misma arena, con este mismo mar, olas y viento, y con este mismo azul, pero sobre todo, lo harán con nuestra misma fe, para llegar al versículo del Génesis: la felicidad de crear algo, mientras se está creando, y la dicha de saber que está todo por crear. No sé, ni tú tampoco, si Dios existe o no, pero sin la ilusión que puso el hombre al pensar el mundo, ni tú ni yo podríamos estar ahora frente a frente.
(Diligencias, 2018)
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