29 mars 2019

Pagola

YA he contado en alguna ocasión cómo trabajé durante dos años de ñáñigo (cruce de chino y negro) en una revista de arte. De esto hace más de cuarenta años. La dirigía un tipo increíble, que pese a ser feróstico en grado sumo (cruce de feo y sobrecogedor), se hizo rico cogiendo, sin el menor escrúpulo, los sobres de los artistas que compraban de ese modo las críticas que aparecían en ella y que me tocaba escribir a mí, ora de negro, ora de chino. Nunca le agradeceré lo bastante que me despidiera, pero por lo mismo que digo una cosa, confieso también otra: sería un desagradecido si no reconociera las muchas enseñanzas que saqué de aquel trabajo. La primera de todas: los artistas suelen ser criaturas muy frágiles, incluso cuando, como Van Gogh, parecen tener una voluntad de hierro. Traté a muchos. Vagan desconcertados y a merced de sus neuras. Si son trabajadores, se pasan las horas muertas solos en sus estudios o sueltos por el campo, como Van Gogh, cargando con el caballete y la caja de colores, y aunque no se quiebren como el pintor holandés, bordean el abismo muchas veces a lo largo de su carrera. Cuando dejan el estudio y se relacionan con otros colegas y tratan de vender sus cuadros, no siempre saben hacerlo en las mejores condiciones, porque tantas horas de soledad han mermado mucho sus habilidades sociales. Produce cierta congoja verles mirar en las inauguraciones a los posibles clientes, sin acabar de encontrar su lugar, porque o resultan demasiado solícitos y serviles o, por el contrario, se muestran altaneros y displicentes. Tal y como sucede con los huérfanos de una inclusa el día en que vienen a inspeccionarles los futuros e hipotéticos padres adoptivos. Por eso digo que nunca agradeceré lo bastante que El Feróstico, al que un tiempo llamé también El Fenicio con patente resentimiento, me despidiera, incluso de la manera artera con que lo hizo. De haber seguido en aquel trabajo habría acabado con el corazón roto, no habría podido soportar ver a los hermanos pintores remando bajo el corbacho de esos piratas y a merced de los ñáñigos cínicos como lo era yo en aquel tiempo. Solo conservé la amistad de unos pocos artistas, contados con los dedos de la mano. Javier Pagola es uno de ellos.
Y aquí viene la segunda dificultad. No me resultará en absoluto difícil escribir de su trabajo, aunque sea la primera vez que lo haga, después de tantos años, pero no voy a saber hacerlo sin referirme a su persona. De aquella oscura edad media de mi vida a la que acabo de referirme, extraje también esta otra enseñanza: los artistas (y los escritores, desde luego) necesitan que se valore y elogie su trabajo. Tienen derecho a ello. Lo piden de muy diversas maneras, como los de la inclusa también: unos con dignidad, otros sin mesura, algunos de una manera impertinente, quién en silencio, quién a voces. Y no lo hacen, desde luego los mejores, por vanidad, ni mucho menos. Lo hacen para saber que no están perdidos, que el impulso de verdad y belleza que les llevó a hacer tal o cual obra es real, no una ilusión, y que ellos son reales y su trabajo digno de ser tenido en cuenta. Pagola, sin embargo, jamás le ha pedido a uno nada, ni ahora. Al contrario, fui yo quien le pedí a él uno de los grandes favores que me haya hecho nadie. El trabajo que Pagola realizó a lo largo de unos meses para El arca de las palabras es uno de los más hermosos que ningún pintor haya llevado a cabo en un libro. De hecho creo que ningún pintor contemporáneo, hasta donde yo conozco, habría sabido resolverlo como él lo hizo, porque era un trabajo que exigía a la vez versatilidad, recursos técnicos y, principalmente, un temperamento poético. Y siempre, claro, a la debida distancia. Ni echándose encima del texto ni quedándose lejos de él. Acompañándolo. Y aquí es donde hemos de referirnos a la persona, antes de proseguir ocupándonos de su trabajo. Javier Pagola es una bellísima persona. No piense nadie que esto es una manera de salirse por la tangente, como tampoco lo es cuando lo referimos a Antonio Machado. Lo dijo él de sí mismo, y no lo pudo decir mejor: bueno, en el buen sentido de la palabra bueno. Y Pagola lo es también. Y no lo dice uno tampoco porque Pagola aceptara un trabajo que le iba a distraer de sus tareas durante unos meses (trescientos sesentaicuatro dibujos) y con un horizonte por delante de exiguas retribuciones económicas. Lo digo porque solo una buena persona se puede relacionar con el trabajo de una manera luminosa. La bondad es una luz, como una lámpara. Y transforma aquellas cosas que ve en algo diferente y valioso, en luz. Las viñetas de este libro tienen todas luz. Pagola es un pintor luminoso.
Sus figuras, herederas de las picassianas, se deforman lo preciso para quedarse más cerca de la caricatura lírica que de la sátira. Se las ha relacionado también con cierto expresionismo (por eso le gustaban tanto a Saura), y algo tienen de expresionistas, pero sin meter miedo. No hay una figura suya que no veamos con una sonrisa, como nos sucede con las películas de Charlot, por cruel que sea la realidad que nos muestra. En todos los personajes de Charlot adivinamos a Chaplin. En todas todos las obras de Pagola está el autorretrato del artista. Fíjense bien: su cara redonda, sus pelos un poco rebultados y sin peinar, su sonrisa, esa sonrisa que parece encogerse siempre un poco de hombros, estoica pero no ausente, las cejas permanentemente levantadas ante el asombro que le causa el mundo, y bajo esas cejas que parecen arcos de medio punto, sus ojos, pequeños, muy pequeños, claros, vivos y llenos de vida, ojos que parecen estar diciéndote «qué te voy a contar», y con cuánta delicadeza. En cada dibujo suyo hay algo de sí, que nos pone delante con firmeza, porque nada hay tan fuerte como la intimidad. La intimidad es inexpugnable. Se refirió Paul Klee a esos «mundos intermedios», el de «los niños, los locos, los primitivos (…) y lo que estos ven o forman es para mí la confirmación más valiosa». Las criaturas de Pagola son un poco como él, tienen algo de los «duendes» a los que se refiere Klee, y se encuentran a medio camino también: no son niños, no son viejos, tienen algo de los dos, el aspecto de clowns tristes y la ligereza de joviales fantasmas. Por eso cuando nos hallamos delante de una obra suya, de estilo inconfundible, yo no digo nunca, «mira: un pagola, sino mira: Pagola».
De cuantos libros ha escrito uno, El arca de las palabras es uno de mis preferidos. Aunque yo no he venido aquí ni mucho menos a hablar de mi libro, son precisas algunas aclaraciones.  Durante un año, entre 2001 y 2002, día a día, fue uno abriendo al azar el diccionario ilustrado de Calleja (1911) y escogiendo de cinco de sus páginas las palabras que más me gustaban, para glosarlas. En 2003 lo corregí y se lo pasé a Pagola. La idea era publicarlo también día a día, entre el 23 de abril de 2004 y el 23 de abril de 2005 en el periódico La Vanguardia, como homenaje a la lengua castellana en general, y en particular al Quijote, que celebraba entonces su cuarto centenario. Pagola tuvo también un año para escoger, una por día, la entrada que mejor le pareciera o la que más le inspirara para ilustrar nuestras entregas, a imitación de los grabaditos que figuraban en el diccionario de Calleja y en tantos otros diccionarios ilustrados.
Nuestro trabajo apareció como estaba previsto en el periódico catalán a lo largo de ese año, y poco después, también en 2005, en un libro, a mi modo de ver (tipográficamente, me refiero) precioso, que editó la Fundación Lara. En él van todas las palabras y, claro, todas las ilustraciones. Voy pasando las hojas y miro los dibujos de mi amigo, y me asombra, vuelve a asombrarme, su capacidad para dejar en unos pocos trazos el espíritu de la letra. Hay viñetas humorísticas, serias, melancólicas, medio abstractas, figurativas, misteriosas, transparentes, pero siempre líricas. Tienen siempre que ver con el texto. Después de dedicarle nueve o diez meses al diccionario de Calleja, le dediqué tres al de Covarrubias, de 1611. Es este un libro maravilloso, como sabe todo el mundo, mucho más que un diccionario. Las palabras en él parecen recién sacadas del horno. La primera palabra que glosé del Covarrubias fue atahona. La viñeta de Pagola sirvió luego también para la cubierta del libro. Atahona o tahona significaba antiguamente, además de horno de pan, el molino de harina, movido por bestia: «Llamamos ‘atahona’ el oficio y ocupación de pesadumbre que se repite hoy y mañana y siempre, como hace la bestia del atahona, que siempre anda unos mismos pasos y los vuelve a  repetir infinitamente». Se diría que Covarrubias estaba hablando de Pagola y de mí. La viñeta que hizo este es portentosa, porque se ve en ella a un hombre uncido a un molino… pero de viento, como si el hombre tuviera que moler lo suyo y lo que hacen los otros por él, su propia vida y los sueños, como una mise en abîme.
Yo creo que podrían glosarse todos sus dibujos, sin tener en cuenta los textos a los que sirvieron en origen, y el libro resultante sería de lo más curioso. Porque también nuestro trabajo está metido en una de esas infinitas abismaciones especulares. Pondré un ejemplo. La primera viñeta que hizo fue para el título de nuestro libro. En todo momento pensé, claro, en el arca, arqueta o cajón donde había ido poniendo las palabras, pero Pagola lo interpretó de otro modo y se presentó con un arca como la de Noé. Ni que decir tiene que me pareció mucho más apropiada y hermosa su acepción que la mía, y desde entonces mi libro es para mí ese aparatoso y primitivo navío donde las palabras se ponen a salvo y evitan los famosos «acantilados de la vida cotidiana!».
Desde ese ya lejano 2001, ha ido uno viendo cómo Pagola multiplicaba sus criaturas. Las hemos visto crecer, han ido con él siempre. Porque se me olvidaba decir que toda su obra, por lo menos la que a mí más me gusta, tiene unas pequeñas dimensiones, como duendes. Se podrían guardar y sacar del bolsillo de la chaqueta, como las llaves de casa, como un pañuelo, como cualquier cosa que nos sea imprescindible para vivir. Es prodigioso ver cómo nacen de sus pinceles, lápices, bolígrafos y plumines, y cobran vida. Con qué naturalidad. Cuando hojeo alguno de esos fabulosos cuadernos suyos, siempre espero que las criaturas que están allí encerradas salten afuera, como los animalejos que trepan por la fachada de la catedral de Estrasburgo o se agazapan en las misericordias de las sillerías góticas. Tienen todas un aire risueño, la modernidad les ha quitado esa cosa triste que les daba el gótico, sustituyendo en ellas las zampoñas por unas maracas. Cuánta jovialidad, y qué elegantes son siempre los trajes que Pagola les pone, esos colores tan apagados y corteses, tan líquidos y complementarios, a lo Klee también. Participan de la jovialidad de su autor, de su manera de estar en este mundo, a un lado, sonriendo, sin pedir nunca nada. Al contrario, dándonos a los ñáñigos que un día estuvimos a punto de perder la fe en el arte, la esperanza de que el arte, en artistas como él, empieza cada día. Y por supuesto, con su sonrisa, con su bondad y con su misma luz.

[Publicado en el texto del catálogo de la exposición Tú y yo que se puede ver en el Museo de Abc de la calle Amaniel, de Madrid]
        


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