La foto ha dado la vuelta al mundo: en el último y escarpado tramo del Everest, una fila de alpinistas. La ha hecho uno de ellos, Nirmal Purja, a quien acaso sólo se le recordará por eso y no por haber escalado el Everest. Están sobre un filo de vértigo, como hormiguitas, detenidos, esperando “hacer cumbre”. A diferencia de las hormigas, de color tan discreto, los atuendos son multicolores... El infinito azul del cielo y un mar sereno de picachos nevados es la imagen de lo sublime, pero produce angustia. Angustia viene de angosto. La senda es estrecha. Un paso en falso significa el vacío y el fin. Para “coronar” es preciso ceder el paso a los que bajan. La aglomeración ha colapsado el tránsito y provocado la muerte de nueve o diez montañeros por congelación y falta de oxígeno. La instantánea de Purja, tan elocuente como aterradora, nos ha dejado estupefactos, mudos, cavilosos.
Lo sucedido en el Everest está sucediendo a diario en otros mil lugares de la tierra, ante la indiferencia general. Las hordas del turismo, de cuyas levas formamos periódicamente parte todos, están colapsando las ciudades, los museos, los rincones pintorescos o significativos por alguna razón, no siempre razonable. En muy poco tiempo los bienes más preciados serán la soledad y el silencio, sólo accesibles a los más ricos. Sólo ellos alcanzarán ese lugar privilegiado que retrató como nadie el pintor romántico Caspar David Friederich, un viajero, solo, de espaldas, en la cima del mundo contemplando a sus pies la quietud de las nubes, veladas de un azul tan misterioso como el de los ojos de un lactante. Parece estar divisando el futuro, pero lo cierto es que ya ciego sólo ve el pasado.
Alcanzar la cumbre del Everest era hasta hace un siglo prerrogativa únicamente de los más grandes, místicos y visionarios. Lo cuenta Wade Davis en su maravilloso libro En el silencio, la historia de George Mallory, el mejor alpinista británico de su tiempo. El Everest está a punto de desaparecer. Era el silencio más alto del planeta. Venecia, Sevilla o París van camino de ello. ¿Estamos aún a tiempo de impedirlo? Se logró con las cuevas de Altamira, cerrándolas al público. Si no lo impiden los gobiernos, acaso lo único responsable ya, en la medida que pueda cada cual, sea quedarnos en casa y parar el mundo.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 30 de junio de 2019]
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire