NO recuerdo hace ya cuántos años Julián Rodríguez abrió un pequeño
restaurante estacional, sólo para ese verano, ocho o diez mesas. En un solar
con vestigios de haber sido escombrera, entre yerbajos secos y cerca de una
casa cuartel de la Guardia Civil. Aquel día hacía un calor volcánico, opresivo,
pero el «Todo por la patria» ayudaba bastante. Estaba, claro, al aire libre,
por eso lo llamó «Atravesado de estrellas». Incluso diría que eligió aquel pueblo
sólo por el nombre, pulsando el humor: Malpartida de Cáceres. No hemos conocido
a nadie de humanidad tan envolvente y contagiosa. Cualquier asunto que
emprendiera, y emprendió muchos, venía con su sonrisa y una jovialidad que
jamás renunció al escepticismo. Nunca una queja, un destiempo, un temor
excesivo, y ni siquiera cuando le diagnosticaron su rara y grave enfermedad
hace un par de años dejó de tomárselo con calma.
Decimos «emprendió», y en realidad habría que corregir: «logró». Logró
muchas cosas, y algunas de estas muy importantes en un universo, el de la
cultura, tan lleno de prejuicios. La primera: el talento no tiene origen
conocido, no tiene identidad, y aunque hayamos de dotarle de sentido, no tiene
tampoco finalidad. Ahí está su biografía para probarlo: dos muchachos (en ese
momento les conocimos), él y su hermano Javier, también poeta, ajenos al
mundillo cultural (qué exacto este diminutivo), en una provincia del confín español,
leyendo, escribiendo, editando como en pocas metrópolis del mundo. Con qué
tino, con cuánto gusto y acierto. Y su proyecto, el de ambos, cada uno con su
personalidad: traer del pasado familiar, del hurdano Ceclavín, de la provincia
y las relaciones personales y mínimas la poesía escondida, y de cualquier
historia, la modernidad. Porque Julián Rodríguez se propuso ser moderno… sin
parecerlo. Esto último, por delicadeza y, claro, por discreción. En la
periferia, no sólo en la ciudad levítica sino, sobre todo, en los márgenes de
la literatura, del arte, de cualquier cosa, si alguien no es discreto, lo
devoran las consabidas fieras. Julián entendió como pocos la manera de llevarse
bien con todos sin renunciar a nada de lo que era. No sólo: haciéndose respetar,
querer, admirar. De ahí que una vez más atinara poniendo a su editorial el
nombre de Periférica. Sabía que en la modernidad el centro se desplaza allá
donde va quien lleva consigo su novela, y que en la ciudad moderna las cosas
importantes suelen llegar de los arrabales o barrios bajos tanto como del
centro histórico. De ahí que se moviera como pez en el agua entre escritores,
pintores, fotógrafos casi desconocidos de países a trasmano. Buscaba en ellos
su incontaminación, el aire libre. Decía Julián: «De la novela me interesa la
verosimilitud». Y sin embargo la suya, quiero decir, su vida, se nos presenta
casi irreal y prodigiosa: cualquier cosa que hiciera, la hizo bien,
aparentemente sin esfuerzo, pero con una determinación y voluntad de hierro:
sus relatos (en ese estilo tan personal, percutido y seco), la elección de
títulos para su catálogo (con Paca Flores, con Irene Antón) o de unos muebles
(con su cuñada Anatxu Zabalbeascoa), de fotógrafos para su galería, sus
trabajos tipográficos (memorable la carta de vinos de Atrio) y en su juventud
aquel pequeño restaurante. Cocinaba en él personalmente en unos hornillos de
campaña. Nos eligió los vinos y el menú: una de las cenas más maravillosas que
recuerdo. De gran chef, pero no se dio importancia. Al contrario, le gustaba
quitársela en todo. Le recuerdo en esta hora tristísima, allí, jovial como
Rossini, con el que tenía cierto parecido físico y, desde luego, interior, tan
luminoso. Así lo recuerdo ahora, sí, benéfico y tratando de hacer más habitable
el cada día nuestro, y así querría recordarle siempre, atravesado todo él de
estrellas, como la bóveda celeste de nuestra querida y maravillosa Extremadura,
el arrabal de Europa.
[Publicado en El País el 8 de julio de 2018]
Tarjeta de visita del restaurante Atravesado de estrellas. |
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