LA irrupción de Vox, el partido de ultraderecha, lo ha trastocado todo, más aún que, en su día, la irrupción de Podemos. Podemos es un partido republicano, y por consiguiente un partido que quiere cambiar la Constitución que consagra la monarquía parlamentaria como el régimen por el que se rige el Estado; considera igualmente que la transición democrática se hizo ignorando a las víctimas del franquismo y se muestra favorable a los referendos de autodeterminación en España, lo que es recibido por las fuerzas independentistas, como es natural, con complicidad y agrado. Su discurso ha llevado a su líder a recordar que la sociedad sigue dividida en clases sociales, los pobres y los ricos, quienes para no tener que pagar al fisco se valen de sus miserables filantropías y obras de caridad.
Vox, aparte de ser, como Podemos, un partido populista, no ha logrado salir aún de sus balbuceos prepolíticos, de la misma manera que el lenguaje de sus líderes tampoco parece haber abandonado lo presintáctico. Las fuerzas de la izquierda constitucional se escandalizan de ver cómo el centro y la derecha constitucionales tienen estómago para pactar con Vox, pero encuentran muy natural pactar con Podemos, y aun con anticonstitucionales. Es decir, la izquierda parece más intolerante con los ultras de los otros que con los ultras propios. Unos llaman a los suyos pactos de progreso, y reaccionarios a los demás, y los de derecha llaman a los suyos pactos responsables o patrióticos, y aberrantes cualesquiera otros que no sean los suyos.
Ha oído uno a personas moderadas disquisiciones según las cuales los pactos con Podemos no son deseables, pero sí admisibles; en cambio pactar con Vox lo encuentran indeseable e inadmisible. Uno, por el contrario, ve que la política real es pactar precisamente con aquel que apenas se parece a nosotros, siempre que respete las reglas del juego y no se aproveche del pacto para destruirnos. O sea, con un mínimo de lealtad. “El mal menor es en realidad el bien”, decía García Calvo, y el bien en este caso sería no tener que pactar, en mi humilde opinión, ni con unos ni con otros. Pero parece que en política, como también en la vida, la única ley es “ni blanco ni negro”, o sea, ir tirando y llevar una china en el zapato. Y eso sí, procurar que nadie nos siegue la hierba debajo de los pies.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 7 de julio de 2019]
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