CADA domingo, a las ocho de la mañana, dan por Radio Clásica un programa dedicado al canto gregoriano. No sé cuántos oyentes tendrá, pero siento no poder oírlo nunca completo, porque a esa hora está uno ya en el Rastro. Hay domingos, no obstante, en que la lluvia o alguna otra circunstancia me retrasan, y puedo oír unos minutos de esa música, mientras conduzco. Siempre me maravilla: “¿Cómo no escucharé gregoriano más a menudo?”, me pregunto, y me apena, llegado al parquin de la Puerta de Toledo, tener que irme y dejar a aquellos monjes cantando viriles melodías de una belleza incuestionable.
El gregoriano era, musicalmente, un idioma vivo hasta la reforma del concilio Vaticano segundo. Se oía en las iglesias, de pueblo o de ciudad, en las procesiones multitudinarias organizadas por el nacionalcatolicismo o cantado por media docena de beatas que ni siquiera comprendían el latín que repetían de una manera adulterada y mecánica. Cualquiera de las personas de cierta edad podrá recordarlo. Pero, de un día para otro, el gregoriano, en muy pocos años, desapareció de la faz de la tierra como otras muchas cosas materiales e inmateriales, lenguas, especies animales y botánicas, tradiciones y vestimentas, las canciones de gesta o las sangrías. Fuera de conventos y monasterios, el gregoriano ha pasado a la historia y uno, una persona que se siente vagamente melómana, no lo oye más que, nunca mejor dicho, de Pascuas a Ramos, cuando llego con retraso al Rastro.
Los melismas escuchados esta mañana eran especialmente más emocionantes, sobrios y medievales que de costumbre, y evocaban con gran viveza las naves vacías de un templo cisterciense, la fragilidad de la vida y la puerta entornada de la muerte, la clausura y los ayunos, el temor y la esperanza en una vida mejor que aquella de pestes y barbarie. Sin embargo, en cuanto dejé el coche y salí del parquin comprendí que por nada del mundo habría querido volver a los siglos en los que aquella música era prácticamente la única que se oía a diario. Respiré hondo el aire libre, frío y limpio de la mañana. Nuestra vida está hecha de adioses cuyo recuerdo nos hace tanto bien como nos encoge el corazón. Ha sucedido de nuevo este domingo con cierto Dies irae. Hola y adiós, hasta la próxima. Yo sigo mi camino.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 8 de abril de 2018]
Bueno, sé que tiene formación musical, así que lo de "vagamente melómano" es, probablemente, demasiado modesto.
RépondreSupprimerUn cordial saludo.
Al Rastro en coche? Desde Conde de Xiquena??? Ojo a las lorzas!!!!!!!
RépondreSupprimerDice Francisco de Cossío que si el hombre consiguiera librarse de las despedidas, habría conseguido mucho para no sentir el paso de la muerte. Siempre nos estamos despidiendo de alguien o de algo: de nuestra juventud, de nuestras ilusiones y esperanzas; de nuestra alegría y hasta de nuestras penas; de nuestros amigos y enemigos; llega un momento en que nos despedimos, incluso, de nuestros recuerdos y de nosotros mismos. “Al borde del sendero un día nos sentamos. Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita son las desesperantes posturas que tomamos para aguardar... Mas Ella no faltara a la cita”. Antonio Machado ha sido uno de los afortunados escritores que han sabido captar, en su literatura, el paso del tiempo, la fugacidad de la vida y la llegada de la muerte. Todos tenemos la cita asignada; y no obstante, a pesar de la brevedad de la vida, no perdemos ni un sola ocasión para hacerla difícil, la nuestra y las de los demás. Basta mirar en torno o leer las páginas de cualquier periódico, incluso éste que ahora estoy leyendo. Decía Unamuno: “Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Don Miguel era un ateo que iba a misa y que estuvo atormentado toda su vida por sus dudas existenciales y ansias de perdurar. A Baroja, en su pesimismo visceral, le gustaba citar una frase habitual en los relojes de sol: "Vulnerant omnes ultima necat", que traducida es bien clara: "Todas las horas hieren, la última mata"
RépondreSupprimerJosé Fuentes Miranda.
Hablamos de cuatro o cinco mil metros, unos treinta o cuarenta minutos de camino de ida, siempre que uno ande ligero de equipaje, pero ¿y qué me dice usted, amigo anónimo de las 11.41, de la vuelta a casa? ¿Pretende usted que solo por el bien de sus lorzas recorra don Andrés otra vez una legua tras hacer acopio de artefactos diversos y papelerías varias? Y eso sin pensar en los días de invernía en los que también va de mercadillo a la amanecida, ni tampoco en los tiempos que consume A.T. de miranda y curioseando entre las rúas y tenderetes del Rastro. Ora pro nobis, Domine, et dimitte pedes athletae.
RépondreSupprimerLo de miranda, me ha gustado, porque es mi segundo apellido. Además yo, como Andrés, también ejerzo de tal. Por ser tan curioso y miranda, además de por otras cualidades, es Trapiello tan buen escritor.
SupprimerHablando de libros, releyendo ahora Las armas y las letras y pensando en Los nietos del Cid y Las vidas de Cervantes, me encantaria la continuacion de esos tesoros de vidas literarias. Animo, Andres.
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