29 juin 2015

Aire, aire

La casualidad ha querido que se encontrara uno en el Puente de las Artes de París cuando gendarmes y empleados de la municipalidad retiraban los candados que durante más de diez años han ido colgando de su pretil miles de parejas de todo el mundo. Desde una y otra orilla policías y periodistas, transeúntes, aborígenes y turistas, mirábamos curiosos aquel quirúrgico trabajo de ir quitando uno a uno con grandes cizallas los candados de marras, símbolos del amor.

¿Del amor? Veamos. Parece que todo se originó en cierta novela de Federico Moccia, Tengo ganas de ti, en la que sus protagonistas prendían un candado en el Ponte Milvio de Roma, como testimonio de su compromiso. Como lxs púberes propenden a la gesticulación y a los arrebatos que suponen románticos, hicieron causa común con los personajes de la novelita, y un buen día empezaron a verse los primeros candados en el Puente de las Artes y en otros puentes del mundo. Decía Baroja que el carlismo se cura viajando. Hoy día nada circula tanto, tan rápido y tan seguro como una tontería bien publicitada. 

Asistimos también al comienzo de aquella moda. Algo curioso: recuerda uno que al principio la gente tendía a poner su candado junto a otros, con timidez, tal y como hacen las abejas que quieren formar enjambre, tal y como ocurre en las playas con los bañistas. Llega una pareja a una playa vacía de ocho kilómetros, extienden su alfombra y sus cuerpos y se aprestan a oír en silencio cómo el mar va pasando las olas en el gran libro de arena, pero al cabo de un cuarto de hora columbran a otra pareja de bañistas en lontananza. Caminan hacia donde ellos están. Piensan: se detendrán antes. Pues no, instalan su cháchara justamente al lado. Parece que es este un comportamiento muy estudiado en tercero de psicología. Al ver aquellos pocos candados, uno vaticinó: “Esta bobaba no va a prosperar”. Hace dos semanas han decidido quitar las 45 toneladas en que se estima el peso de unos candados que amenazaban con hundir el puente, y el aire ha vuelto a circular entre los barrotes. La metáfora del candado en la ciudad del amor libre (¿pero es que hay algún gran amor que no lo sea?) era además desafortunada. Los únicos candados relacionados con ese asunto eran los que se ponían en los llamados cinturones de castidad. Y eso en París no es que sea un atentado contra la libertad del amor, sino una estupidez. 

  [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 28 de junio de 2015]

8 commentaires:

  1. Hace más de cien años las parejas paseaban por el puerto, donde nadaban y pescaban los mozalbetes, entonces se puso de moda tirar una moneda a la bahía y que estos mozos se zambulleran para cogerla, lo cual era un buen presagio . A estos angelitos del amor se les llamó Raqueros, adjetivo que a día de hoy es un insulto que refiere a alguien que aparte de chorizo, se lava muy poco y miente sin compasión ( los politicos/as han vuelto a poner de moda esta palabra )

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  2. Cegados por esa noción de eternidad que la pasión arrastra cuando es nueva, algunos receptores de la flecha colocaron metafóricos -y pesadísimos- candados de acero intentando simbolizar (y profetizar) firmeza, durabilidad, solidez, fidelidad, perennidad... Como la originalidad no se cosecha en cantidades copiosas, lo han hecho también en Londres, en Frankfurt y en otros sitios, Helsinki incluido.

    De aquellas pasiones, la mayoría se ha oxidado mucho antes que los candados, y la alabanza del amor y sus virtudes amor ha terminado siendo alabanza de la metalurgia. Tampoco está mal. El corazón o la cabeza.

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  3. Habrían terminado por oxidarse, como el amor, que o se convierte en amistad o se rompe.

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  4. El amor no precisa de candados, se palpa, es libre, se conquista día a día, es como la vida, un aprendizaje continuo...

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  5. Liberar de un cinturón de castidad requería una habilidad extrema, un error suponia la muerte, de ahí viene la palabra virgueria

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  6. MARTA

    No fue sencillo, pero tampoco tan arduo como muchos suponen. Mi marido por ley, que no por devoción (cabello de estropajo sucio, barba rala, revuelta y roja, tripa prominente, modales de rufián) me dejó puesto el artilugio el día en que, tras copiosa cena de venado y muchos vasos de vino bien tinto, decidió que era buen momento para comenzar una temporada de incursiones y estériles escaramuzas contra los vecinos. Puro juego, para el muy idiota. Puro juego en el que buenos mozos perdían la vida. No sé cómo serán otros; el mío consiste en un cinturón de fierro grueso y pesado que me rodea la cintura. Del frontal de él, sobre el ombligo, y desde una bisagra, sale otro arco de fierro que, por la entrepierna, va a unirse al cinto por la espalda, donde está el cierre. En este arco se han perforado unos agujeros pequeños para hacer posibles las funciones naturales. Hay quien llama forzar a la mujer a poseerla sin su consentimiento; pero aún en esto no es impensable que las más lascivas o más necesitadas pudieran encontrar algún placer. Forzar y violar, más que lo otro, fue colocarme a mí por la fuerza bruta ese cepo de fierro, ayudado, como lo fue, por su madre, su hermana y un ama, que él solo, por mi vida que no hubiese sido capaz.

    Magdalena, mi doncella, cuando acudió a socorrerme después de la fechoría, fue presa del estupor.

    -Y cómo ha podido haceros esto, mi señora! Si cree que podéis serle infiel ¿por qué vive con vos y os quiere?

    -¿Acaso no ata a sus cabras, Magdalena? No mucho más soy para él. Y tampoco es más lo que me quiere.

    Hice que Magdalena preparase un gran barreño de agua tibia para lavarme tras cumplir mis necesidades, pues la estrechez de los orificios, no siempre bien centrados, hace difícil mantenerlos exentos de las inmundicias del cuerpo. Era una humillación. Una vejación clamorosa.

    No había pasado una hora de mi soledad y sometimiento cuando encargué a Magdalena el recado: ir a casa de Hernando, el herrero, y avisarle de que a la hora de la siesta se presentase sin falta con el rucio cargado de toda su herramienta. Con urgencia, le dije. Mi vida estaba en juego, aseguré exagerando. Hernando me apreciaba, vendría; habíamos jugado juntos muchas horas cuando niños.

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  7. Lo de menos es si se trata de candados en los puentes, de monedas en el agua o de alguna otra moda absurda. Eso de que nada circula tan rápido etc. me parece un buen resumen de lo que pasa en esta posmodernidad tan tonta.

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  8. HERNANDO

    No habían dado aún las cuatro de la ardiente siesta, la más asfixiante de todo el verano transcurrido, cuando oí pisadas desde la ventana y pude ver a Hernando a la puerta, junto a su asno, envuelto en un silencio que solo quebraban las cigarras y mirando, pensativo, el feo caserón de sillares de arenisca rematado por desmochadas almenas. Me apresuré y abrí el portón yo misma, sin darle tiempo a llamar.

    -Bien hallada sea, señora, y espero que Dios la conserve en tan buena salud como aparenta- saludó, ya con la sera de los aparejos en la mano-. Usted dirá lo que se le ofrece.
    Me importunó la ceremociosa salutación. Le apremié por lo que más quisiera y le pedí que dejase de lado las formalidades.

    -Llámame Marta, como cuando jugábamos de niños. Lo que deseo de ti lo vas a ver y a comprender sin necesidad de palabras.

    A zancadas lo conduje hasta mi dormitorio y, sin mediar palabra, dándole la espalda, solté las cintas del corpiño y me deshice de él, con rubor y apuro del joven. A continuación bajé la cintura del halda hasta dejar al descubierto el arranque de las caderas y, por cima de ellas, el hierro de la infamia, ominoso e hiriente, que ya había dejado laceraciones y señales. Hernando masculló algo que no comprendí. Parecía colérico y asustado. Finalmente articuló:

    -¿Cómo es posible que os hayan hecho esto, señora... perdón, Marta?
    -¿Que cómo es posible? Te lo puedes figurar: siendo un gran bellaco y un felón. Y, desde luego, por la fuerza. Bien, ahora ya sabes para qué te he hecho venir.
    -¿Queréis... deseas que descerraje este grillete? ¿Estás segura? Por merced, medítalo. ¡Te ha de matar cuando regrese!
    -No hará tal. Una daga que escondo lo impedirá. Su sola vista pondría en fuga al desgraciado. Su valor, si alguno tiene, lo reserva para la mesnada.

    Una argolla repleta de llaves oxidadas, varios clavos en igual condición, varios de ellos curvados por la punta, y diez minutos fue todo cuanto necesitó Hernando para liberarme de la afrenta. El pesado artefacto cayó al suelo con estrépito de metal roñoso. Derrumbada sobre las baldosas, abierta y vencida, la inerte cincha recordaba las fauces secas de algún monstruo marino. Hernando me explicó que no había sido preciso romper el cierre, sino sólo abrirlo con alguna maña y sin violencia, por lo que me suplicó que diese a mi marido y enemigo esta explicación: que en una caída mía el oprobioso utensilio se había abierto por sí mismo, cosa que, según dijo, a veces sucedía. Insistió tanto que terminé prometiéndoselo sin convicción. Me recomendó que simulase un cardenal en la cadera, como prueba del accidente.

    Había recuperado mi dignidad con intrepidez y prontitud. Aún descubierta, medio desnuda, miré con gratitud las manos de Hernando, nervudas, angulosas y ásperas. Con la cabeza gacha y los hombros encogidos, turbado y alterado, parecía tener vergüenza de erguirse ante mí. Me resultó muy natural preguntarle:

    -Hernando, cuando has visto mi cuerpo, mis caderas desnudas, ¿me has deseado?

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