LA célebre frase de d’Ors a propósito de las conferencias se ha hecho real incluso en las pequeñas capitales de provincia: cada tarde, o la da uno o se la dan a él. Con frecuencia tienen lugar en sótanos tristísimos que parecen refugios antiaéreos, pero también en auditorios amplios y suntuosos. En todas, sin embargo, hay algo común: el público. El 90% de los asistentes a una conferencia tiene más de sesenta años, sólo un 0,5% son menores de treinta, y el 70% son mujeres. Más o menos.
Los organizadores se desesperan, porque querrían atraer a los jóvenes a esas actividades, les parece un crimen que no se aprovechen del conocimiento que se les brinda casi siempre de forma gratuita, y para ello recurren en ocasiones a reclamos estúpidos, de feria barata: la última, la del Rijksmuseum, hace unas semanas, permitiendo al visitante número diez millones dormir una noche frente a la Ronda nocturna de Rembrandt, en cama puesta para la ocasión frente al cuadro, con mesilla y botella de champán, como en un meublé), que únicamente sirven para degradar la inteligencia y el esfuerzo de los mejores. Es el sino de los tiempos.
La novela se ha ocupado a menudo de ese personaje que percibe su época como un tiempo en declive, y a sí mismo como un superviviente. En unos casos este se rebelará contra tal aciago sino, tratando unas veces de restaurar la edad dorada, tal y como le sucede a don Quijote, y otras, por el contrario, como a Nikolái Andréievich, el viejo príncipe Bolkonski de Guerra y paz, que se recluyó en su palacio, de espaldas al mundo, sólo para esperar su muerte. A la mayoría de los mortales que vamos llegando a esa edad que llaman provecta, nos acometen, sin duda por falta de una personalidad definida, ambos sentimientos contradictorios: unos días se revolvería furioso uno contra el desorden de las cosas, tratando de restablecer la armonía del universo, y otros se encoge de hombros y desea que ese mismo mundo desordenado se ahogue en su propia estupidez como el Titanic en las aguas heladas del océano. ¿Qué hacen, mientras, todos los que no son ese 0,5%? De momento siguen, arrobados, como corresponde a su edad, al famoso flautista de Hamelín, conocido también como Diablo Cojuelo. Por eso, debería cuidarse más a ese 0,5%, que son la inmensa minoría, la única que importa.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 2 de julio de 2017]
La inmensa mayoría de ese 0.5% perciben la cultura como cualquier mal de la salud: ya llegará el momento de hacerles caso de forma inevitable. Algo así le escuché decir, precisamente, al vehemente Víctor D´Ors, catedrático de Estética y Composición y efímero subdirector de su Escuela, inflamado de sapiencia y desdén hacia la chusma. Peripatético y seductor, rehuía cualquier pregunta alusiva a su padre, como si quisiera desembarazarse de su pegajosa sombra.
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