Se dice uno con aprensión y desconfianza: ¿Cómo será esto que escribí hace
diez, veinte, treinta años?
Si el libro que hemos de releer es una novela o un largo ensayo, la congoja
será mayor, porque el juicio no admitirá resquicio, y salvándolos o
condenándolos, salvará o condenará a menudo años enteros de torturas, fatigas y
trabajos. Nadie, salvo un autor, conoce tanta desolación como cuando, leyendo
una obra antigua suya, no puede escamotear la verdad a su conciencia y ha de
reconocer con entereza: «¡Dios santo, qué bodrio!» (Incluso, si es más piadoso
consigo mismo: «¡Qué disparate!». En cualquiera de los dos casos quedará
aniquilado durante un tiempo, hasta que la ilusión de una nueva obra, que
desbarate esa triste pintura de sí mismo, haga renacer la ilusión de escribir
algo que lo rehabilite a ojos de los lectores, pero, sobre todo, a su propia
mirada).
Con los artículos nos queda, sin embargo, la esperanza de encontrar alguno
que pudiéramos salvar de la quema.
De los que van en este libro repaso todos sus títulos, pero la mayoría no
me dicen gran cosa ni me indican de qué tratan. Un título no es nada. Un
título está al alcance de cualquiera, y recorren el mundo grandes obras que
andan metidas en títulos insignificantes, y al revés, grandes títulos que no
son más que vainas de guisantes vanas, dentro de las cuales no hay sino... eso,
vanidad, por no hablar de esos otros libros vestidos con pomposos trajes Luis
XIV o desplegados en cinemascope. Si pudiera dar a la prensa estos artículos
sin volver a leerlos lo haría, pero sería absurdo posponer ese famoso juicio
perentorio del que acabamos de hablar. Terrible sería encontrárnoslos ya
impresos y circulando de nuevo por culpa de nuestra desidia.
Va uno, pues, leyéndolos ahora, y poco a poco empiezo a recordar las
circunstancias y razones que me movieron a escribirlos cada domingo. Se escribieron
como todos los de esta serie para el Magazine de La
Vanguardia y aparecieron bajo el título que figura también aquí. Para
mí ya son como mirar fotografías viejas guardadas en una caja de zapatos. Vemos
esas fotografías y no se queda uno con ninguna en especial, y todas van pasando
entre los dedos unos instantes, mientras reconocemos a los que aparecen allí y
los lugares donde fueron hechas. Todas forman un mundo de proporciones
provinciales y una tonalidad apagada, benigna, de modesto voltaje. Así miro yo
ahora estos artículos. En algunos, sin embargo, no acaba uno de reconocer del
todo a las personas, anécdotas, libros, citas y datos que se mencionan en
ellos. Me digo: no sé quién es ese de quien hablo con tanta convicción, ¿yo leí
ese libro, como parece confirmar la cita que he traído a la página?, ah, es
verdad, yo estuve en esa fecha en tal o cual ciudad, pero ya no me acuerdo...
¿La impresión general de su lectura es buena, es mala? Uno no busca ya a estas alturas impresiones literarias de su vida. La literatura... quién sabe qué es eso. ¿Creemos que la idea que tenemos hoy de literatura será la misma que tengan dentro de ochenta años? ¿Tenemos nosotros la misma que tenían hace cien nuestros maestros?
¿La impresión general de su lectura es buena, es mala? Uno no busca ya a estas alturas impresiones literarias de su vida. La literatura... quién sabe qué es eso. ¿Creemos que la idea que tenemos hoy de literatura será la misma que tengan dentro de ochenta años? ¿Tenemos nosotros la misma que tenían hace cien nuestros maestros?
Voy leyendo estos artículos de nuevo. Será la última vez que lo haga. Para
mí son ya barcos que se han cruzado en mi vida y que no volveré a ver nunca
más. Contemplo durante unos instantes su estampa, su hechura, cuento los
mástiles de cada uno, advierto sus condiciones marineras, en unos el velamen desplegado,
en otros la crinera negra que traza en el cielo su chimenea...
Y cuando ya los he perdido de vista, esto puedo decir de casi todos:
llevaban en sí, aunque parecieran dictados por la realidad más circunstancial,
una semilla. Una semilla poética. No sé si ha germinado o si germinará alguna
vez, pero en ellos puse una semilla. De eso me acuerdo perfectamente, estoy
seguro. Y como en aquel soneto célebre, en el que su autor confesaba haberse
arrancado el corazón, que después enterró en un surco por ver si germinaba un
día, también yo quiero enterrar estos artículos aquí, con la esperanza de
verlos germinar, el verdadero negocio pendiente.
[Prólogo de Negocios pendientes, La Veleta, 2017]
No doy abasto en la lectura de salones y desvanes. Casi no habia salido del mar, me meto en la costanilla y en los negocios, descuidando los mios. En plan cervantino, paciencia y barajar. Todo se leera.
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