CUANDO se habla de arte contemporáneo suele ser por una de estas dos razones: los precios altísimos que alcanza y los escándalos. Ha vuelto a suceder: un juez de Nueva York ha condenado al propietario de un inmueble a pagar a unos grafiteros siete millones de dólares por haberles borrado sus grafitis, y en Madrid el director de Arco pidió a una galerista que descolgara cierta obra en la que figuraban los retratos de algunos políticos presos catalanes, presentados como presos políticos.
Ambos asuntos se han sustanciado bajo un mismo aspecto: la defensa de la obra de arte y la libertad de expresión. Es de suponer que el propietario del inmueble recurra una sentencia que el juez basó en el dictamen de unos expertos, acreditando el testimonio de otros que cuestionarán la condición artística de los grafitis y el derecho de nadie a invadir su propiedad. No le será difícil encontrarlos. El caso recuerda la historia de la limpiadora de una galería que tiró a la basura unas “obras de arte”, creyéndolas parte de la basura, y a la que el juez exoneró de cualquier responsabilidad, obligando a la demandante compañía de seguros a indemnizar al galerista.
Lo de Arco es de otra naturaleza. Como es poco creíble que la dirección de Arco censurara unas fotos y lazos que circulan hoy en España y Bélgica sin mayores problemas, hay que pensar que se ha tratado únicamente de una añagaza hábilmente urdida por el artista y su galerista, a quien Arco acabó pidiendo disculpas. Preguntada poco después la galerista, no pudo disimular su euforia. No me extraña: “El artista está feliz, porque ha vendido la obra y ha hecho un escándalo”, dijo. Naturalmente sucedió al revés. Porque hizo un escándalo, vendió una obra, cuyo único “valor” no es el tema, como decía Juan Bonilla, no son los políticos presos sino el propio escándalo, provocarlo para poder vivir de él. Y yo, qué quieren que les diga, me alegro de que les haya salido bien la combinación, porque tengo una concepción kantiana del asunto. Confío en que tarde o temprano este “arte” se autodestruya: ¡Booom! Por los aires, hecho pedacitos. Y esto sí que será dadaísmo del bueno, una verdadera provocación, la gran obra maestra de la que está necesitado el arte contemporáneo: el definitivo “the end” de la película.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de marzo de 2018]