(Consideraciones proustianas sobre el sedicente y sedicioso Procés)
A menudo un
acontecimiento histórico importante tiene la facultad de fijar en nuestra
memoria otro que habría sido dado al olvido por su insignificancia. Los
norteamericanos de cierta edad recuerdan aún en su mayor parte qué estaban
haciendo en el momento en que la radio y la televisión difundieron la noticia
del asesinato de su presidente JFKennedy, al igual que la mayor parte de
quienes componen el mundo civilizado recordará sin duda dónde y cómo vio las
primeras imágenes del hombre tentando sus primeros pasos sobre la luna. En
nuestro pequeño ámbito, algo parecido sucede con lo relacionado con el golpe de
estado del 23 de febrero de 1981. Pocos españoles habrá que tuvieran entonces
una edad apropiada para comprender la gravedad y magnitud de aquellos
acontecimientos, que no recuerden aún con exactitud, casi cuarenta años
después, dónde les sorprendió la irrupción de aquel guardia civil en el
Congreso de los Diputados de Madrid pistola en mano y tocado con un tricornio
que en muchas redacciones de periódicos extranjeros tomaron por una montera,
así como imaginaron que aquel teniente coronel era un torero.
Si bien poner en
libertad al presidente prófugo de la Generalidad por parte de un tribunal
alemán regional no fue en absoluto comparable a ningún hecho extraordinario de
los citados, sí lo fue para mí, y no creo que olvide en mucho tiempo las
circunstancias en que tuve conocimiento de él: me dirigía en ese mismo momento
a la tribuna del salón de actos de la delegación del gobierno en Cataluña para
dar una conferencia sobre don Quijote en Barcelona. Mi mujer, a quien yo
acababa de ver consultando su móvil, y que caminaba al lado de Félix Ovejero
para ocupar dos de los asientos delanteros, se me acercó por detrás, y bastaron
únicamente tres palabras susurradas al oído para que yo perdiera la poca
concentración que tenía: “Lo han soltado”.
Minutos antes nos había
llamado la atención tropezarnos en pleno barrio gótico con la bandera española
de la misma manera que meses antes nos había sorprendido una bandera israelí en
cierto barrio árabe de Jerusalén.
Es posible también que
de no haberse sumado un par de circunstancias más, el hecho en sí de aquella
liberación hubiera acabado borrándose de mi memoria tarde o temprano.
La primera fue la de un
hombre de cierta edad, entre los setenta y ochenta años, alto, flaco, con pelo
y barba blancos y probablemente sin dientes, como probaban sus mejillas
sumidas, vestido como muchos viejos, con ropas que le venían grandes y algo
sucias. Así como mi mujer y nuestro amigo se sentaron discretamente en la fila
tercera o cuarta, a un lado, aquel hombre lo hizo en la primera y exactamente
frente a mí, a menos de dos metros de distancia. Eso me permitió fijarme en el
detalle: llevaba prendido en el pecho el lacito amarillo con el que los
separatistas protestaban por el encarcelamiento de unos cuantos políticos
presos por los delitos más graves que nadie pueda cometer contra un estado
democrático.
Pero tampoco aquel lazo
amarillo habría sido del todo significativo. Antes de la conferencia habíamos
estado paseando por Barcelona y no nos habíamos tropezado con nadie que lo
llevara. Lo que convertía en algo especial el de aquel hombre era la ocasión y
el lugar. Este, ya lo he dicho, era el salón de actos de la delegación del
gobierno de España, y llevar allí aquel lazo era como mínimo exótico, como
pasear la famosa cabra de la Legión por cualquiera de los pueblos de Tractoria;
en cuanto a la ocasión, se trataba de una conferencia organizada por Clac
(Centro Libre. Arte y Cultura), una entidad cultural dirigida por Andreu Jaume
y ligada a Sociedad Civil, responsable esta de la gran manifestación que sacó a
las calles de Barcelona dos o tres meses antes, el 8 de octubre de 2017, entre
uno y dos millones de demócratas favorables a la constitución y la unidad de
España y que acabó de una vez por todas con el mito de un solo pueblo de
Cataluña, grande y libre, tal y como venían machacando en los años del Proceso
los independentistas y xenófobos catalanes.
La actitud posterior de
aquel hombre vino a confirmar que su presencia allí respondía a algún propósito
para mí oculto, más que a su interés por don Quijote y Barcelona. Apenas empecé
a hablar, se recostó en el respaldo de la butaca, extendió sus largas y flacas
piernas todo a lo largo, sin obstáculo ninguno delante, cruzó sus brazos, echó la
cabeza a un lado, y se quedó dormido. Literalmente. Me desentendí de él, pero
de vez le echaba una rápida ojeada, y al ver la placidez de su sueño llegué a
la conclusión de que sólo era un pobre loco, no, desde luego, como don Quijote,
que apenas dormía, sino uno de esos que van a las conferencias por estar con alguien.
Lo que yo tenía que
decir y dije sobre el tema que nos había congregado a medio centenar de amantes
de Cervantes fue bien poco, porque no hay mucho que decir.
Había estado releyendo
días atrás en el libro de Martín de Riquer las páginas que este le dedica
también a ese tema. Son entretenidísimas, y le confirmaron a uno que los
estudios filológicos, cuando son buenos, son parte también de la ficción, y
algunas cosas más. La primera: no sabemos si Cervantes estuvo o no alguna vez
en Barcelona, y si lo estuvo seguramente fue cuarenta años antes de escribir el
Quijote. Probablemente hablaba de
oídas. Dos: el famoso elogio que se hace de Barcelona, “archivo de la
cortesía”, no es más que un simpático estereotipo. Tres: la única sangre que se
derrama en la novela viene de la mano del bandido Roque Guinard, un bipolar de
libro. Cuatro: que en Cataluña las relaciones entre el bandolerismo y las
clases dirigentes viene de atrás, como prueba el hecho de que Roque Guinard,
que está fuera de la ley, entregue a don Quijote una carta de presentación para
don Antonio Moreno, respetabilísimo y amigo de las autoridades encargadas de
defender la ley, entre ellas el gobernador, quien, dicho sea de paso, hospeda
en su casa al expulsado morisco Ricote, el vecino de Sancho y don Quijote, que
había vuelto a España para sacar, contraviniendo las órdenes del rey, ciertos
tesoros. Esto último es una más de las ironías de Cervantes, quien nos recuerda
que las cosas no son blancas y negras: que el gobernador hospede a Ricote es
como si el director de la Guardia Civil alojara en sus buenos años de quinqui a
El Lute. Todo lo cual, y esto fue el colofón de mi conferencia, no obstaba para
que el Quijote, que desde luego se
escribió en catalán y por un autor catalán, Miquel Servent, se publicase por
vez primera en Barcelona en la famosa imprenta de la calle Call que se nos
describe minuciosamente en el capítulo tal de la segunda parte, la misma
imprenta donde se estaba imprimiendo una edición del apócrifo de Avellaneda
cuando entró don Quijote.
Al oír esto último, el
anciano aquel de la primera fila, que había tenido al menos la delicadeza de no
roncar, dio un respingo, se recolocó en la butaca y se despabiló por completo,
asintiendo con grandes cabezadas y mostrándome la mayor de sus sonrisas. No
había duda: quería darme a entender que compartía conmigo todo lo relacionado a
la catalanidad del Quijote. Al
sonreír enseñaba unos dientes grandes y amarillos, como teclas de un piano
viejo; lo que no debía de tener eran muelas, porque las mejillas, desde luego, estaban
de lo más hundidas.
Y aquí llegamos a la
última de las circunstancias que fijaron y juntaron en mi memoria aquella
conferencia y la excarcelación del presidente de la Generalidad. Supuse que al
salir a la calle encontraríamos esta llena de manifestantes espontáneos
celebrando la noticia y tirando cohetes (naturalmente de artificio) en
dirección a la frontera española, como hacen los de Jamás en la Franja o Siria
con Israel. Pero la sorpresa fue que en Barcelona todo el mundo parecía ignorar
la noticia de la suelta que estuvo a punto de dar al traste mi concentración a
la hora de soltar yo también una conferencia sobre don Quijote en Barcelona.