Como cada principio de año, cambia el nombre de la sección donde se publican estos artículos del Magazine de La Vanguardia. Veníamos de Fuera de carta y vamos a El arte de la fuga.
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RESULTA extraño que la palabra “taurino” no forme parte ya de esos calificativos que se oyen hoy en ristra, a todas horas: machista, españolazo, casposo. Cada época tiene sus denuestos preferidos como también sus latiguillos y abretesésamos providenciales. ¿Quién que quiera ser algo en este mundo no se declarará progresista y transversal? En cambio, ahí tenéis a los pobres taurinos teniendo que bajar la voz y disimular su afición, como delincuentes y apestados. Por eso ha leído uno con tanto interés las historias y ensayos de La muerte del espontáneo, de Manuel Arroyo.
Aunque no entendiera de toros, de joven me gustaba mucho ese mundo. Iba a las plazas y leía las crónicas y los grandes libros de toros, como el de Chaves Nogales sobre Belmonte o los antitaurinos de Eugenio Noel, admirables. Luego un buen día, hace más de treinta años, dejé de ir. ¿Por qué? No lo sé. Quizá porque tenía uno que soportar cien corridas tediosas sin duende. Sin embargo, me dejaría la vida defendiendo el derecho de quienes quieren seguir yendo a los toros a ver lo que uno iba buscando de joven. Galdós y los del 98 fueron poco taurinos, los del 27, en cambio lo fueron mucho. Arroyo, apoderado de Rafael de Paula y editor de Bergamín, publicó hace tres o cuatro años uno de los libros más emocionantes de su generación, Pisando ceniza. Tenía setenta años y era su primer libro. Este es el segundo. Los escritos taurinos se prestan a los alamares y al adorno tremebundo, propios de ese ambiente irrespirable y loco en que sólo se habla de toros y se fuman puros. Este libro es lo contrario... No sé explicarlo, como si se lo hubieran pedido a Juan Rulfo: sobrio, sencillo, triste. Sin chicuelinas, sin adornos, escrito todo él, lo más difícil, al natural. Van pasando sus páginas al trantrán y al final te das cuenta de que no te están hablando de toros ni de toreros, sino del amor y de la muerte, y de la soledad.
Después de tantos años alejado del planeta de los toros, como lo llamó Díaz Cañabate, me ha gustado volver a él por este libro. Escribiendo estas impresiones quizá me redima de mi delictivo pasado taurino, porque yo, lo confieso, lector, lectora, llevo ya un tiempo queriendo ser multidisciplinar y, si se me diera bien, transversal (de lo de progresista, viendo la terna, igual estaría bien ir cortándose la coleta).
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 5 de enero de 2020]
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