ACABA de aparecer en la editorial Fórcola este curioso y entretenido libro de William Blades, Los enemigos de los libros, del que recuerdo especialmente divertido el capítulo sobre polillas y carcomas y el modo en que su autor las alimentaba con diferentes clases de papeles historiados, tal y como se recoge en el prólogo que va a continuación.
* * *
William Blades fue un
bibliógrafo inglés que al parecer tuvo también pujos de bibliófilo. Hoy es
conocido sobre todo por haber sido el primero en catalogar y estudiar el acervo
caxtoniano, o conjunto de libros impresos por William Caxton. Fue este un
mercader al uso del siglo XV, es decir, mercadeaba con un poco de todo, y
andando en esas mercaderías, por los Países Bajos, llegó a su conocimiento la
invención de la imprenta; aprendió el oficio de tipógrafo en Brujas, dejó el
oficio de mercader y se hizo impresor y editor, pasando a la historia por ser
el primero en instalar una imprenta en Inglaterra. Blades, que rastreó por todo
el mundo los rarísimos incunables que salieron de las prensas de Caxton y
descubrió muchos que no pasaban por suyos, cuenta su vida como sólo saben
hacerlo los historiadores ingleses, con amenidad y seriedad al mismo tiempo.
Blades despliega esas
mismas dotes en este libro delicioso. Se ve que era hombre curioso de variados saberes
relacionados con dos o tres musas, y aunque está profundamente convencido de la
utilidad de los conocimientos y amenas erudiciones que tachonan estas páginas,
tampoco quiere pasar por un excéntrico ni un maniático.
Al ser un inglés del siglo
XIX tenía una gran fe en el progreso, pero al no llegar a conocer el XX no le
dio tiempo a desengañarse. El progreso pasaba, en lo que a él concernía, por la
conservación de los libros. Cierto que vivió en una época que no tenía mucho
aprecio por los libros o por lo menos no la estima indiscriminada y de gran
peralte en que se les tiene hoy. Así que estaba convencido de que la
filantropía pasaba por buscar libros viejos en los establos de la campiña
inglesa y mantenerlos alejados de la polilla
Dedicó Blades a ese
asunto de la conservación de los libros viejos este decálogo donde se
especifican, a grandes rasgos, sus principales enemigos: el fuego; el agua; el
gas y el calor; el polvo y el abandono: la ignorancia y el fanatismo; la
polilla; los ratones y otras plagas; los encuadernadores; los bibliófilos, y
los niños. Es, como puede verse, un decálogo mal contado, porque mete en alguno
de esos apartados dos y tres asuntos diferentes.
Como quiera que sea,
no llega uno a comprender por qué razón Blades no incluye aquí el que para mí
es el principal enemigo de los libros: el autor, por no hablar del tiempo y el
uso, que si no son sus enemigos, son una de las razones de su inexorable
acabamiento. Si los autores fueran mejores de lo que lo son, y se respetaran un
poco más a sí mismos, no escribiendo más que libros buenos, probablemente se
les tendría en mejor consideración, y la gente no llevaría sus obras a los
establos, sino que los tendrían entronizados en un lugar preferente de la casa.
En cuanto al tiempo y el uso, lo dejo para el final de este prólogo.
Blades sabe muchas
historias de libros. Las historias de libros se parecen casi todas mucho:
bibliotecas famosas que se venden, libros que, impresos con tintas venenosas,
matan misteriosamente a los lectores que los abren por primera vez, almonedas
de ejemplares rarísimos vendidos por unos cuantos chelines en una lejanísima
alquería, tratados de valor incalculable pudriéndose lentamente en monasterios
de monjes ignaros… Muchas de ellas Blades las sabe como las saben los
bibliófilos: por transmisión oral, como las leyendas de la Edad de Oro. Otras
las ha vivido personalmente. Unas y otras parecen haber sucedido ayer, desde la
que se cuenta en los Hechos de los
Apóstoles, 19:19 (el precedente de
las quemas de libros de la Inquisición), hasta la fastuosa historia del
buhonero que compró al peso un valioso alijo bibliográfico o la venta de cierta
biblioteca en el condado de Derbyshire.
Aunque el lector
español no esté familiarizado con la edición de los Cuentos de Canterbury de Caxton, o el Boke of Albans, el Decamerón
bibliográfico de Dibdin o la primera edición de Golden Legend, se hará inmediatamente a la idea de que le están
hablando de El Dorado, es decir, de ejemplares tan míticos como el unicornio.
Esas historias son parecidas también en todas las culturas donde haya una
tradición de libros y bibliotecas. Para mí ha sido especialmente hilarante e
instructivo el capítulo dedicado a la polilla, algo que sólo pudo haber escrito
un admirador de Darwin. Debiera figurar en todas las antologías del llamado
humor inglés. De ese capítulo extraigo este párrafo: “En diciembre de 1879 el
señor Birdsall, un conocido encuadernador de Northampton, tuvo la amabilidad de
enviarme por correo un gusano bien gordo que había encontrado uno de sus
ayudantes en un libro viejo cuando lo estaba encuadernando. El ejemplar hizo un
buen trayecto, mostrándose muy animado al salir del sobre. Yo lo acomodé en una
caja, en un ambiente cálido y silencioso, con unos trocitos de papel de un Boethius
de la imprenta de Caxton y de la hoja de un libro del siglo XVII. Se comió una
pequeña porción de la hoja, pero, ya fuese porque había demasiado aire puro,
por la desacostumbrada libertad o por el cambio de alimentación, se fue
debilitando poco a poco y murió en cosa de tres semanas. Sentí mucho perderlo,
y me lancé a verificar su clasificación mientras se encontraba aún en buen
estado. El señor Waterhouse, del departamento de Entomología del Museo
Británico, lo examinó amablemente antes de que muriese y dictaminó que se
trataba de una Oecophora Pseudospretella”.
Como este pasaje
encontrará el lector otros muchos, que le mantendrán entretenido hasta el
final.
Es chocante que el
editor le haya pedido a uno este prólogo, porque como saben mis amigos más
cercanos y seres queridos a mí, al menos de unos años a esta parte, ya no me
gustan tanto los libros como me gustaron, sobre todo desde que descubrí que a
veces los libros son el primer enemigo de la poesía y de la literatura, que es
lo mismo que decir que son los enemigos de la vida. Aún los sigue uno buscando
y leyendo, tanto si son viejos como si acaban de publicarse, y muchos de ellos
conservándolos, cierto, pero sabiendo que los libros debieran hacer ociosos en
nosotros los libros.
Yo mismo me debato,
pues, sin saber si he de seguir buscando más libros viejos y nuevos o si, por
el contrario, con releer los que tengo sería suficiente.
Si un libro no se
lee, no vale la pena que lo conservemos, y vale eso para el más modesto de los
libros de bolsillo y para la Biblia Complutense. “Libro que no has de leer,
déjalo correr” ha repetido uno otras veces. Decía con mucha gracia Gómez de la
Serna que el Rastro de Madrid era (al menos en el tiempo en que escribió el
libro que le dedicó, los años diez del siglo pasado) el lugar donde aparecían
libros ilegibles. Paradójicamente fue también, sesentaitantos años después, el
lugar en el que encontramos los libros del propio Gómez de la Serna, el único,
por lo demás, donde hubieran podido encontrarse por entonces, ya que ni se
habían reeditado ni quedaba ninguno en las librerías de nuevo.
¿Leeríamos los libros
de los que habla Blades? Demos por descontado que pudiéramos hacerlo en el
latín en que están compuestos o en el inglés primitivo de la época de Caxton,
¿de verdad que serían los libros que querríamos leer? Es uno sensible, desde
luego, a la belleza de una página bien compuesta e impresa, pero si no
entendemos qué quiere decir es como si nos pasaran una partitura, no sabiendo
música.
No nos dice nunca
Blades si los libros que tanto ama le gustan o no, si vale o no la pena leerlos,
ni siquiera por qué debemos conservarlos. ¿Leen los bibliófilos los libros que
acopian con tanto afán y cuidan con tanto mimo? ¿Los conservaremos como unas
ruinas informes?
Al final de su vida
Juan Ramón Jiménez, el poeta que más gustaba de los libros bien compuestos tipográficamente y el que hizo algunos de los mejores de su tiempo, señaló un
pequeño poema de Miguel de Unamuno como una de las cinco cumbres de la lírica
en castellano. Se halla ese prodigio de hondura en su Cancionero, y se titula por su primer verso: “El armador aquel de
casas rústicas”. Se cuenta en ese poema la escena en la que Jesús de Nazaret
viene, caminando por las aguas, al encuentro de sus discípulos, a quienes
empezó a hablar con palabras que eran “semillas aladas”, “hasta que al fin
cayeron en un libro / ¡ay tragedia del alma!”. Y si eso son los libros mejores,
una tragedia del alma, ¡qué no serán todos los demás!
De momento en ellos,
los buenos y los malos, los viejos y los nuevos, están las “aladas semillas”,
esperando el día en que se liberen de nuevo, y se hagan poesía viva,
inmaterial, cumplida.
William Blades
escribió este tratado para ayudar a conservar los preciosos cofres donde
duermen, algunos en verdad bellísimos y raros, tales semillas, advirtiéndonos
de enemigos y asechanzas, mientras esperan “del salón en el ángulo oscuro”.
Porque un libro, como el arpa, si no se pulsa, es sólo papel muerto.
Se refería uno antes
al tiempo y al uso. No diría nunca que ni el tiempo ni el uso sean los enemigos
del libro, aunque contribuyan siempre, y a veces más que nada, a su
desaparición. También son el tiempo y el uso los que los embellecen y revisten
de dignidad y nobleza. ¿Hay algo más hermoso que ese libro que sabemos ha pasado
ya por muchas manos a lo largo de los años, sobreviviendo a mil avatares,
muertes, herencias, almonedas, reventas, metidos siempre en una rueda que gira
y gira incansable como la propia vida? Y por el contrario, ¿hay algo más triste
que un libro que no se lee?
Fernando Zóbel fue un
filántropo ex alumno de Harvard, a quien su universidad nombró patrono de la
última de sus bibliotecas, precisamente aquella a la que irían a parar todos
los libros de las otras bibliotecas que no habían sido pedidos en préstamo o
consultados en los últimos cien años. Habilitaron para ello una biblioteca
subterránea, por cuyos pasadizos los bibliotecarios se deslizan con patines y
botellas de oxígeno, pues, se me olvidaba decir, conservan allí los libros al
vacío como la compota.
Si los consejos que
da Blades es para que los libros sigan vivos mucho tiempo, bienvenidos sean. Si
lo son, sin embargo, para que adquieran la prestancia de una de esas bibliotecas
de college oxoniense que gustan tanto
a los del cine, con su gótico aspecto de venerables bibliogeriátricos, mejor
sería darlos al vacío, quiero decir al olvido.
Porque si los libros no
son criaturas vivas, ¿para qué querríamos su compañía?
Yo
con este que vas a empezar a leer he pasado una tarde de lo más grata. Y aunque
no tenía cerca un fuego, me pareció sentir cerca de mí las llamas de la amistad
y del cuidado, el verdadero argumento de estas páginas.
Madrid, 25 de noviembre de 2015.
¿Tan amargo es el acervo caxtoniano que hay que escribirlo con B?
RépondreSupprimerTiene toda la razón. Cada día peor. Corregido. Gracias. Saludos.
RépondreSupprimerDisculpen ustedes: en este contexto, acervo es con "v": Acervo: m. Conjunto de bienes morales, culturales o materiales de una colectividad de personas. Acervo cultural...
SupprimerY por cierto, así aparece ("acervo") en el estupendo prólogo de Andrés Trapiello en la edición impresa del libro.
SupprimerDisculpe por la enmienda, pero es Hechos, 19:19.
RépondreSupprimerSaludos
gracias. Corregido. Saludos
SupprimerEl arte tiene alma, por eso nos vincula
RépondreSupprimerQuizá por un exceso de imaginación o porque lo que en un momento impresiona tiende a mitificarse, al terminar de leer este hermoso prólogo me han vuelto a la memoria las imágenes de la biblioteca y su cancerbero, el venerable Jorge, que nos regaló U. Eco en "El nombre de la rosa".
RépondreSupprimerReleído, mejor fantasía que imaginación.
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