VEO que ASRobayna, pudiendo habérselo ahorrado, publica en libro ahora lo que publicó en 2004 como adelanto en Abc. A la semana siguiente yo le repliqué, también en Abc, con esto. Estoy seguro de que el propio ASR no me perdonaría que no lo reprodujera tantas veces cuantas lo exhuma él. Bendita técnica.
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¿ERA A MÍ?
Durante muchos años la poesía de Andrés Sánchez Robayna fue la mínima expresión de una nada: “la tromba de / lapilli la / luz la / mina / (sábanas / sopladas) / nada / esta espuma:”.
Esa tontera le duró casi veinte años. Lo que la moda. Hace unos meses ha vuelto a publicar un nuevo libro de versos. Alrededor de esa nueva publicación, este S. R. ha venido orquestando su promoción, que empezó en la solapa del libro y en algunos periódicos. En la solapa, redactada inequívocamente por él, asegura que llega “a zonas de conocimiento y de auscultación de la realidad que rebasan el plano autobiográfico y que acaban de trascenderlo, tanto a través del examen de la historia como de la indagación “filosófica” en los problemas de la percepción y de la imaginación. A través de diversas claves místicas, herméticas y filosóficas (...) propone a la poesía hispánica de hoy un novedoso y ambicioso modo de afrontar la tradición intelectual y creadora que constituye la cultura de Occidente”. En la prensa, con la misma modestia, aunque sin tanta pedante y vacua pseudometafísica, ha venido tachando a parte de la poesía hispánica de casposa y provinciana. Porque a este, al igual que a otros secuaces de la poesía mística actual, sólo se les entiende, paradójicamente, cuando desprecian o insultan.
Hoy mismo, 23 de marzo, acaba de publicar en el ABC Cultural unas páginas de su diario, e insiste sobre la vieja idea: “La mayor parte de la poesía española actual me parece una involuntaria parodia de poetas menores”.
No sé lo que S. R. entiende por poesía española ni por poetas menores. Él mismo ha sido el editor de algunos de éstos, Torón o Quesada, y en la poesía española hay hoy como pocos ochenta o noventa poetas que son “mayores” que él. Así que lo propio es irse a su último libro y tratar de entender a qué se refería. Llama la atención, en primer lugar, el tono. El cambio ha sido, en efecto, copernicano, porque ha salido en esta ocasión tiñéndose de Juan Ramón Jiménez, moda que quieren hacer de ahora, como se tiñó en su día de Wallace Stevens, moda de ayer, e imitando el tono de cierta poesía de la experiencia que en otros le parece paródica: “Poco a poco llegaban las noticias”, nos dice en un prosaico poema sobre mayo del 68, “del mes en que en París, los estudiantes / y los obreros se precipitaron / a las calles, tomaron la ciudad / y con airados lemas y proclamas / afirmaron a un tiempo queja y júbilo / nuevo mundo amoroso, alegre alianza / de rebeldía, de pasión, de fe”. El final, que ahorro, es de violines. Puede alguien escribir lo que quiera, pero sería una desdicha que se creyera con derecho a sentarse a la vera de Homero ni a juzgar a nadie, cuando en realidad con ese viático tendría mucha suerte si le dejan quedarse junto al “Poema de la bestia y el ángel” de Pemán, a lo que se parece eso.
Después de la andanada contra la poesía española, S. R., también en clave mística (pellizco de monja lo llamaría yo), y sin venir a cuento, incluía el siguiente fragmento: “Un escribidor español de mi edad –un trapacero de las tradiciones– ha publicado hasta la fecha de hoy, según parece, la insólita y respetable cifra de cincuenta y seis títulos. Ya lleva tres en lo que va de año. Ante tamaña incontinencia sólo cabe tratar de imaginar lo que ha de ser, sin duda, su divisa: «Escribe, que algo queda»”.
No hay que averiguar mucho para conocer la catadura moral de alguien, sino verle manipular el apellido de otro, como un cabo chusquero, y he repetido a menudo, desde el parvulario hasta hoy mismo, que siempre habían sido los más tontos y deficientes los que me sobaban el mío, de manera que trapillo, trapacero, trapero, trapisonda o trapichero son palabras que me resbalan como las jabonaduras cada vez que me las ha arrimado alguien con el ánimo de afrentarme, y más desde que supe que Juan Ramón se apellidaba Mantecón, Cernuda, Bidón, Machado, Machado, y Unamuno, Jugo.
Por cierto que Unamuno, en un primitivo artículo suyo de 1892, “La evolución de los apellidos”, recordaba, a propósito de Goethe, una anécdota que éste incluye en Poesía y verdad, recordando la broma que Herder había hecho del apellido de Goethe, y dice éste: “No era muy delicado el permitirse burlas con mi apellido; pues el nombre de una persona no es algo como un manto, que cuelga simplemente de él y al que se puede deshilachar y rasgar, sino que es vestido perfectamente ajustado, y aun como la misma piel que ha crecido en nosotros, a la que no se nos puede añadir ni desollar sin causarnos daño”.
Luego está esa tontería de hacer depender la calidad de la cantidad de libros publicados. Yo no sabía que hubiera escrito tantos [y son libros, no títulos, ASR.; títulos he escrito muchísimos más, y los guardo en una libreta, y algunos los voy regalando a otros, como él sabe]. No los he contado nunca ni los voy a contar ahora, pero S. R. sí , aunque tampoco sabe sumar o la envidia le ciega o la malicia le hace andar ligero, porque le sobran lo menos veinte. No obstante cuando alguien dice de otro que escribe mucho, es porque no puede decir nada peor, así que me quedo tan tranquilo en alegre compadreo con Galdós, Gómez de la Serna, Baroja, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Unamuno y con todos aquellos a quienes los estreñiditos escrutan con el pancreas. Aunque lo patético viene ahora: S. R. ni siquiera cuando quiere insultar tiene talento, lo cual para alguien que se pasa el día insultando ha de ser una gran desgracia: mi lema y el de todo escritor, desde Lope de Vega y Quevedo a Cervantes, es, que yo sepa, precisamente ése, amigo S. R.: “Escribe, que algo quede”. Por ejemplo, de san Juan de la Cruz, quedar, lo que se dice quedar, no ha quedado ni un cinco por ciento de todo lo que escribió, aunque sea ese cinco por ciento tanto como la mitad de toda la literatura española. Claro que siempre tendremos cerca un botarate que piensa que de lo suyo va a quedar absolutamente todo porque es breve, caso que me apresuro a aclarar no es el de S. R., cuya obra, no escasa precisamente, vale ya por toda la del obispo Tostado.
La experiencia le va diciendo a uno que muchas de estas polémicas hay que dejarlas pasar, y lo hubiera hecho de no andar por medio Las tradiciones. Cuando elegí ese título hace veinte años para el segundo de mis libros y, luego, para el conjunto de mi poesía, eran muy pocos aquí los que pensaban en las nuestras propias. En ellas hay grandes escritores como los citados y otros, claro, secundarios. Por las cosas que estoy viendo, creo que S. R. querría ver a todo el mundo enredado con parcelados poetas menores, mientras él se dedica a Occidente y los latifundios, incluido nuestro J. R. J., si esa es la moda. En el momento de publicarse una antología de los poetas de los cincuenta, hecha por Hortelano, en la que figuraban entre otros Claudio Rodríguez, Gil de Biedma y Brines, Valente le confesó a éste que no había en ella más que “poeta y medio”. Seguramente al decir “poeta y medio” pensaba sólo en sí mismo. A S. R., que no llega ni a medio poeta, parece sobrarle también, por lo que se ve, “la mayor parte de la poesía española actual”.
S. R. es catedrático, o le anda muy cerca, y debe de creer que los escalafones y las jerarquías son cosas importantes y “objetivas”, como pensadas por catedráticos, pero si hubiera leído a J. R. J., a quien muchos leemos, amamos y admiramos desde mucho antes de la moda, sabría que éste encontró gran poesía incluso en el localista Vicente Medina. ¿Qué es eso de menor, de mayor? No, la poesía, unas veces mayor y otras menor, nos ayuda a entender nuestros enigmas, si se tienen, y cada cual ha de decir lo suyo, y sabiéndolo decir rectamente, sin afeites ni teñidos, habrá dicho mucho, corto o largo. Corto y cierro.