El primero de estos textos, algo más extenso que aquí, aparece en El País, y el segundo salió hace uno o dos años en La Vanguardia.
1,
EN
LA MUERTE DE RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
Alfanhuí es un libro prodigioso, escrito por un joven que llevaba la escopeta,
como el del romance, “cargada de maravillas”. Muchos, miles, lo leyeron en una
edición de quiosco, Libros Rtve, años sesenta, la primera acaso que metió en
las casas españolas más humildes la gran literatura. Es imposible no sucumbir
al embrujo de algo que siendo tan pequeño en dimensiones, es tan grande como el
Lazarillo, solo que a diferencia de
Lázaro, Alfanhuí es un muchacho luminoso y sagaz, pero no pícaro ni resabiado. Por
más que se le mire las costuras no acaba de verse dónde está el truco. No lo
tiene. Ese es el truco. Está tan vivo que casi no es ni literatura, ese don que
tienen tan pocas obras literarias.
La vida quiso luego
que conociese y tratase uno a su hija Marta y a Carmen Martín Gaite y después
al propio Ferlosio y a Demetria y, a Liliana Ferlosio, su madre. La
personalidad de Rafael les conformaba un poco a todos ellos, y aunque no
estuviese él delante, se le tenía tan presente que se diría que no daban por
buena una cosa o una idea sin pasarla antes por el fielato imaginario de él.
A veces Liliana pasaba
temporadas sin ver a su hijo, pero tenía en su casa a la vista el dibujo que
Rafael había hecho para ilustrar la cubierta de Alfanhuí, el retrato de su
protagonista, en esa primera edición cuyos gastos sufragó ella. Se parecía
mucho, claro, al propio Rafael de entonces, cara de pájaro y ojos de alcaraván,
muy vivos.
En cierto modo la vida
intelectual de Ferlosio no hubiera diferido de la de su Alfanhuí, si él nos la
hubiera contado. Su misma curiosidad, su falta de vanidad pero no de ambición,
su agudeza para buscar el punto de vista menos trillado y, por descontado, su delicadeza
intelectual y personal, un poco áspera siempre, como el olor de los geranios.
Es verdad que dejó
demasiado pronto de lado la literatura imaginativa por la ensayística, pero sin
una imaginación como la suya jamás se habrían escrito algunos de los mejores
ensayos españoles sobre una infinidad de asuntos, coplas de Jorge Manrique, comunidades
de Castilla o el comportamiento del fuego, por extenso o en pecios. Y al modo
de Alfanhuí, nadie ha sido más libre que él para pensar y decir lo que ha
querido, sin demasiadas ceremonias. La hipertrofia de su famosa hipotaxis se
compensaba con creces con el don, único, que tenía para aislar el sonido de una
esquila de convento. Una vez, en los ochenta, le propuse escribir a medias su
biografía (porque sabía que a solas no lo haría jamás), y me puso una cara
rarísima. Lo intentó el propio Ferlosio en “De la forja de un plumífero”, que
da una idea exacta de lo que hubiera sido una de las mejores autobiografías de
la literatura española, si su autor no hubiera aborrecido tanto lo biográfico y
si no hubiese sido una aleación tan compacta de timidez y de orgullo, de
altivez, discreción y arrojo.
Ha muerto Ferlosio y
se pregunta uno “en esta hora”, como Alfanhuí a las puertas de Madrid, pero con
harto más pesar, sobre esos asuntos, pequeños y grandes, del pensar y del
vivir, que sin él quedarán para siempre no resueltos. En alto, como las espadas
de las vidas que han merecido la pena.
y 2
FERLOSIO, ENTRE LA HIPOTAXIS Y LA CAMPANITA DE CONVENTO
El papel que tuvieron Unamuno y Ortega en la
vida pública española y en el debate de ideas lo ha desempeñado en cierto modo
durante los últimos cuarenta años Rafael Sánchez Ferlosio. Sin embargo, este
reduce a Unamuno prácticamente a un puñado de ripios y a Ortega a unos cuantos
ortegajos, palabra que él puso de moda y que no por jocosa es menos injusta.
¿No encuentra en ellos nada de valor? Por supuesto que sí. Esto es parte de su
complejidad como intelectual. Porque, aunque no esté él muy de acuerdo,
Ferlosio es un intelectual, alguien que se ha tomado en serio lo de pensar, un
pensar que no necesariamente desemboca en la acción. De hecho, si de algo
sospecha Ferlosio es de la acción, y si algo evita él con cautela es la acción.
La del intelectual es una categoría
diferente de la del escritor o la del filósofo. La mayor parte de los filósofos
seguramente considerarían a Ferlosio un escritor, pero no está claro que la
comunidad de los escritores lo tenga por uno de los suyos, siquiera como
venganza (Ferlosio ha confesado muchas veces que dejó de escribir ficción –novelas
y cuentos que gozaron al mismo tiempo del éxito de verdad y del succès d’estime–, cuando decidió
tempranamente no seguir interpretando “el bochornoso papelón del literato”).
Pero el suyo es un caso parecido al de
Unamuno y Ortega. A Unamuno, autor de importantes textos filosóficos, lo
consideramos más un escritor, y Ortega, autor de notables piezas literarias,
sigue siendo para la mayoría un filósofo. ¿Y Ferlosio? ¿Cómo hemos de leerle,
como escritor, como filósofo del lenguaje? Él tiró por la calle de en medio al
describirse como “plumífero”.
Tenemos ante nosotros los dos voluminosos
tomos recién publicados, con sus ensayos y escritos de no-ficción. Muchos de
ellos aparecieron en los periódicos y contaron con un apreciable número de
lectores, que los leía con verdadera devoción, insuficiente a menudo para
desmigar su hermetismo. La culpa la tenía en parte el estilo, y eso que
Ferlosio es todo lo contrario de un estilista. Nos referimos a la hipotaxis a la que su autor se ha
referido en tantas ocasiones, esa capacidad que tiene un texto de implementarse
en oraciones subordinadas, paréntesis y meandros que amenazan con estancar o colapsar
el propio texto y dejar sin oxígeno al lector. Con los años ha reconocido que
las responsables de su barroquismo fueron las anfetaminas, y que eso de la
hipotaxis es en el fondo una presuntuosa bobada. Pero le cuesta no dejar de
admirarla en ocasiones: “En la hipotaxis la frase ha de doblar limpiamente el
cabo de Hornos, sin meterse por el estrecho de Magallanes”, ha dicho. O sea, el
texto como un imponente bergantín a todo trapo.
Pero esa majestad de su prosa que ha
admirado a unos, también ha desanimado a muchos. ¿Vale la pena leerlo?, se
preguntan estos. Aunque el propio Ferlosio haya respondido a esto con bastante
humor (“Yo estoy sobrevalorado” ha declarado alguna vez también, y a Arcadi
Espada le hacía este autorretrato: “Yo tengo unas lecturas demasiado
superficiales y demasiado pobres para hablar seriamente y con competencia de
muchos autores que cito. No soy un hombre culto. Yo no soy más que un ilustrado
a la violeta. He leído por encima. A veces acierto y digo las cosas bien. Pero
sólo eso”), sí, yo creo que merece mucho la pena leerlo. Desde luego ha valido
la pena haberlo leído, día a día, durante estos cuarenta años.
En primer lugar por estar en presencia de
alguien que ha pensado con una libertad inusitada y sobre todo tipo de asuntos
peregrinos, en el sentido que se daba antiguamente a esta palabra. El punto de
partida, como si dijéramos, la metodología, ha sido siempre el mismo, aplicar a
las palabras la filosofía de la sospecha: las carga el diablo y conviene mirar sus
costuras, porque es en ellas donde suelen anidar los piojos que infectan todos
los lenguajes, principalmente los del poder.
Eso le ha llevado a escribir con escrupulosa
precisión, como quien redacta prospectos de medicamentos. En cuanto al tono que
emplea, ese tono tonante, valga el retruécano, esa imprecación, furia e
indignación suyas con las que parece sermonear a sus lectores (La homilía del ratón tituló a uno de sus
libros, él, que tiene aspecto de león viejo), hay que tomárselo más bien como
otro rasgo de humor, pero no de mal humor. Es, digamos, su carácter, lo que lo
hace característico, como a Charlot sus andares.
Y aunque los temas que le han ocupado sean
numerosos, podríamos resumirlos en estos: contra la identidad y las patrias,
empezando por España, y, por extensión, contra el Progreso, origen de la
violencia y las expiaciones a que da lugar; contra la guerra, presentada como
instrumento divino, y, por tanto, contra el Estado (“si aceptas el Estado,
aceptas la razón de Estado”) y contra la épica, aunque, paradójicamente, por
contagio acaso, su prosa tiene a menudo un empaque épico; contra las religiones
que niegan el principio de realidad a favor de la trascendencia; y contra todo
aquello que sustente cualquiera de las identidades, por insignificante que
parezca, y de ahí que Ferlosio acabe disparando a todo lo que se mueve con el
nombre de rock, Walt Disney, deportes, publicidad, museos, procesiones, cultura
de masas, televisión; y, en fin, contra la literatura (sus caladeros son
preferentemente extraliterarios y preliterarios, se llamen Plutarco, Bernal
Díaz o don Pascual Madoz).
No es necesario tampoco que el lector
muestre su acuerdo con todas y cada una de las tesis ferlosianas, para empezar
porque el propio Ferlosio no parece precisar nuestro acuerdo ni lo contrario, pues
se diría que escribe para aclararse él mismo esas cuestiones. La experiencia es
única. Y cuando asistimos a su pensar
sin la mediación de la hipotaxis (como en la fascinante conversación que
mantiene con Miguel Delibes hijo a propósito del fuego y de la naturaleza, publicada
en uno de esos tomos, o cuando ha mantenido una entrevista con un interlocutor
de altura, sean Azúa o Espada, o en la dedicatoria a su hija Marta, “quien más
he querido en este mundo”, que le recuerda una “campanita de convento”, o en
tal o cual pecio), entonces, es algo único. Nadie tan fino para descubrir el
habla viva en los libros viejos o en la calle (su injusta denostación de El Jarama ha de verse como un rasgo de
su dandismo, porque se nos olvidaba decir: Ferlosio ha sido y es, incluso con
zapatillas de orillo y ese destartale indumentario suyo, uno de los hombres más
elegantes de España, espiritualmente hablando me refiero) ni nadie tan sagaz como
él para poner al descubierto las trampas sutiles del lenguaje. Podrá
comprobarlo cualquiera en estos tomazos que ha editado Ignacio Echevarría,
quien los ha dotado de unas oportunas y utilísimas notas. Si como Pirrón de
Elis, el primer elitista de verdad, no practica la acción (“lo más sospechoso
de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”, decía en uno
de sus célebres aforismos), tratándose de él tampoco es grave.