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LA NOVELA DE UNOS Y OTROS
Que se publique este
libro en la editorial Renacimiento de Abelardo Linares no tiene ningún
misterio. ¿En qué otra tendría más sentido?
Todo empezó cuando
hace un cuarto de siglo Abelardo Linares trajo de una de sus incursiones
libreras americanas A sangre y fuego
de Chaves Nogales. El libro, desconocido aquí, se publicó por mediación suya en
las obras completas que se estaban preparando por entonces en la Diputación de
Sevilla, mientras se subrayaba su importancia en Las armas y las letras, estudio sobre el comportamiento de los
escritores en la guerra civil publicado por entonces también. Pasados unos años
A sangre y fuego se publicaría en
Renacimiento, donde han aparecido igualmente La revolución española vista por una republicana, de Clara
Campoamor, y España sufre, los diarios
de guerra de Morla Lynch. Todos ellos constituyen el corpus fundamental de lo
que hemos dado en llamar la tercera España, del que sólo faltaban dos libros,
uno, el ensayo Democracias destronadas,
de don José Castillejo, y otro, este Celia
en la Revolución, de Elena Fortún. Conociendo la tenacidad del editor, no
sería extraño que en breve les hiciera compañía el de Castillejo.
Un cuarto de siglo
hemos tardado en descubrir la tercera España, la demócrata y liberal,
republicana o no, que, como la carta de Poe, teníamos delante sin verla,
víctimas como fuimos del viejo mito de las dos Españas, sostenido
interesadamente por los autoritarios de una y otra parte, los fascistas por un
lado y los comunistas y demás por otro. Sólo hubo algo en lo que esas dos
Españas se pusieron de acuerdo desde el principio: en detestar, calumniar y
perseguir a quien que se negara a pertenecer a cualquiera de las dos.
La característica
común de estos cinco libros es que fueron escritos durante la guerra civil o al
poco de ella. Dos, el de Campoamor y el de Chaves, se publicaron cuando la
guerra no había terminado aún, uno en Francia (en francés) y el otro en Chile,
y se reeditaron en España sesenta años después. Los de Castillejo, Morla y
Fortún habían permanecido inéditos, y se publicaron en España también por las
mismas fechas, es decir, muchos años después de ser escritos.
¿Por qué no se
editaron o reeditaron antes? Porque nadie los echaba de menos. Sólo cuando
algunos empezamos a desconfiar y sospechar del relato de los usufructuarios del
mito, llegamos a esos y otros libros parecidos. Desde entonces todo ha empezado
a ser mirado de otro modo, y las piezas de este penoso puzzle han empezado a
encajar.
El de Chaves, que
llevaba un prólogo memorable al que su autor debe su justa celebridad póstuma,
es un libro de relatos, aunque no sabríamos decir si ha de adscribirse al
género de ficción o al de la crónica, y a la novela de Fortún le sucede lo
mismo que al de Chaves, ya que puede considerarse una crónica autobiográfica.
La novela de Fortún
se publicó en 1987 en Aguilar, la editorial que había editado todas las
entregas de Celia antes y después de
la guerra, y lo que sucedió con ese libro fue misteriosísimo, un caso único.
Apenas publicado, desapareció de las librerías y únicamente en el mercado de
viejo ha ido apareciendo desde entonces, con cuentagotas, algún que otro
ejemplar, siempre a precios fabulosos, de todo punto infrecuentes en un libro reciente,
lo que habla de su carácter excepcional.
SU AUTORA
Encarnación
Aragoneses, Encarna: una mujer llamada a hacer feliz a miles de lectores
habiendo sido ella misma profundamente desdichada.
Nació en Madrid en
1886. Se casó a los veinte años con Eusebio de Gorbea, un militar de profesión
y autor teatral y actor más que aficionado: una obra suya de teatro recibió el
premio Fastenrhat en los años veinte y como actor formó parte de las compañías
de Valle Inclán y en la de El mirlo blanco, que activaba Ricardo Baroja. El
seudónimo Elena Fortún lo tomó Encarna de una de las obras de su marido y lo
usó desde sus primeras colaboraciones periodísticas. Tuvieron dos hijos, el
menor de los cuales murió en 1920 a la edad de diez años, y según su biógrafa,
Marisol Dorao, el suceso desquició a los padres (a la madre se le diagnosticó
una dispepsia nerviosa). Tras esas muerte empezaron a buscar consuelo y
comunicación ultraterrena en sociedades teosóficas y mesméricas. La misma
biógrafa señala dos hechos significativos, uno más o menos deducido y otro
acreditado de sobra, y seguramente relacionados ambos: uno, la posible condición
de lesbiana de Elena Fortún y otro, el completo fracaso de su matrimonio. Pese
a ello, Elena Fortún jamás quiso, según ella por una mezcla de piedad y
cobardía, divorciarse de su marido, tal y como confesaría reiteradamente en su
correspondencia a sus amigas íntimas.
Después de la
ambulancia natural, siguiendo a su marido por distintos destinos militares, se
instalaron en Madrid, donde Elena Fortún se apuntó, como era costumbre en las
mujeres progresistas de entonces, en toda clase de asociaciones femeninas: la
de Amigas de los Ciegos, la de Servicios Sociales, la Liga Femenina por la Paz
y, la más conocida, el Lyceum Club, que dirigía María de Maeztu, donde
conocería a María Rodrigo, a Carmen Baroja, a María Lejárrega…
Los testimonios
personales de estas mujeres suelen ser tristísimos, y hablan de la dificultad
de sus luchas sociales, de la incomprensión de las gentes, empezando en muchos
casos por la de sus propios maridos, que las hicieron infelices a casi todas
ellas, de la soledad en que vivían y en el caso de las que eran lesbianas, de
las penalidades que originaba su secreto... Elena Fortún no fue la excepción: ya
el año 24 reconoce que habría tenido que separarse de Eusebio de Gorbea.
No obstante, sabía
que la emancipación empieza por un trabajo remunerado, y Elena Fortún empezó a
multiplicar sus colaboraciones en periódicos y revistas,
Cuando en 1928 María
Lejárrega, tras leer algunos de sus escritos para niños, la anima a publicarlos
y le presenta al director de Abc,
estaba cambiando su vida. Empiezan a aparecer entonces, 1929, sus primeros
relatos de Celia en el semanario Gente
Menuda, y en muy poco tiempo esos relatos la hacen célebre, al tiempo que
la carrera de su marido se oscurece y opaca: “Entonces me empezó a odiar
Eusebio, que siempre se había dado mucha importancia conmigo”.
La familia, con el
desahogo económico, se compra una casita en Chamartín de la Rosa (la misma que
aparece en Celia en la revolución), y
Elena empieza y acaba los estudios de bibliotecaria en la Residencia de
Señoritas, donde también imparte clases de literatura y las recibe de inglés y
francés, al tiempo que se prodiga en toda clase de activismos pedagógicos,
sociales y feministas.
En 1934 conoce al
editor Manuel Aguilar que edita en libro algunos de los relatos de Celia
aparecidos en Gente menuda, y el
éxito es arrollador. “Hace con mis libros un gran capital”, dirá Elena, y ese
éxito se traducirá en nuevos títulos y en aumento de las tiradas. En verdad los
libros de Elena Fortún supusieron un pequeño fenómeno sociológico, “un éxito
fulminante”, dirá Martín Gaite, una de sus mayores apologetas.
Y en esto estalló la
guerra.
Elena Fortún, como su
marido, no militaron en ningún partido, pero tenían profundas convicciones
republicanas. En Celia en la revolución
se sugiere, no obstante, que estarían próximos a Izquierda Republicana, el
partido de Azaña, desoyendo las invitaciones de unos y otros a hacerse
comunistas, una de las modas del momento (pensemos, sin ir más lejos, en la muy
esnob y aristócrata Constancia de la Mora). En cuanto estalló la guerra, su
marido pidió el reingreso en el Ejército Popular (acabaría destinado en
Barcelona como instructor) y Elena se quedaría viviendo en Chamartín, un tanto
al margen de todo, pero sin desentenderse en absoluto de su familia (consiguió
que su hijo, funcionario y destinado en Albacete, donde vivía con su mujer, se fuese
también a Barcelona, y pasó temporadas en Albacete, Valencia y Barcelona,
visitándolos). Sólo cuando supo que su
marido y su hijo y su nuera habían pasado a Francia, Elena se decidió a
abandonar Madrid y su queridísima casa, desoyendo a quienes, como su editor, se
lo desaconsejaron vivamente, conociendo la verdadera naturaleza de sus
relaciones con su marido. Pero se impuso el deber conyugal (en la novela se
traspasa esa tribulación a Celia, en relación a su padre). Logró al fin salir
en el último momento en un barco desde Valencia a Francia, y de allí a pocos
meses partió con su marido a Buenos Aires, mientras su hijo y su nuera se
exiliaban en los Estados Unidos.
Las dificultades
económicas de los primeros tiempos fueron solventándose poco a poco, gracias en
parte a las liquidaciones que le hacía desde España Aguilar, hasta que la
censura franquista acabó prohibiendo no sólo el Celia nuevo, sino los antiguos, retirándolos de la circulación en
1944. Seguramente Aguilar, un hombre del régimen, logró arreglar ese asunto,
porque en 1948 Elena Fortún regresó a España (ya entonces sus libros habían
vuelto a las librerías), y lo hizo sobre todo para allanar el peliagudo regreso
de su marido, al fin y al cabo teniente coronel del ejército republicano. No
hubo necesidad de ello. Eusebio de Gorbea, hombre depresivo, en cuanto se vio
solo en Buenos Aires, abrió la llave del gas y se quitó la vida (años después
también su hijo acabaría suicidándose). El hecho sumió a Elena en una profunda
tristeza, despertó en ella muchos sentimientos encontrados y quebrantó su salud.
Esto, unido al ambiente que encontró en España, hizo que adelantara su regreso
a Buenos Aires. La entrada en el piso familiar, en el que se había quitado la
vida Eusebio, cerrado por orden judicial hasta su llegada, la impresionó
vivamente e intentó entonces la vida en los Estados Unidos, Orange, Nueva
Jersey, con su hijo y su nuera, adonde fue en 1949, pero la convivencia no
resultó, y volvió a Madrid en 1950. Pero el Madrid que ella había conocido
antes de la guerra, luminoso y esperanzado, se parecía poco a aquel Madrid de
los vencedores, derrotado y sombrío (las amigas que querría ver, no están, y
las que están no le dan ninguna compañía), y se instaló en Barcelona. Dirá para
animarse que allí no le parece estar en España, pero lo cierto es que la
conciencia de su soledad va en aumento y le hace sentirse de ninguna parte: “A
veces voy por la calle y veo mi sombra en el suelo y pienso que así la veré ya,
sola siempre”, escribirá por aquellos días.
La presencia de la
muerte, que ve por todas partes, la opresiva vida española, los recuerdos y la
edad hacen que recupere la fe y vuelva al seno de la religión católica: “Sí,
querida mía, aunque te parezca extraño, es preciso pertenecer a una religión y
sujetarse a sus dogmas. De otra manera no hay nada estable en la conciencia”,
le escribirá a su amiga Carmen Laforet en 1951. Se aproximaba el final: pasa
algunos meses en un sanatorio antituberculoso, y vuelve a Madrid, donde tras
una agonía de cuatro meses, y cuidada por sus amigos, muere en 1952.
Las pocas gentes que
la recordaron entonces, hablaron de una mujer maravillosa, agradable, delicada,
sencilla, con un don especial para comunicarse con los niños y escribir de su
mundo con exactitud y magia. De su obra, en especial los relatos de Celia y
Cuchifritín, se han escrito grandes elogios (principalmente de las tres
Cármenes, Laforet, Bravo Villasante y Martín Gaite, autora esta de un extenso y
magnífico estudio sobre ella), como lo mejor de la literatura infantil de aquel
tiempo.
LA NOVELA
A la chita callando Elena Fortún escribió, con Celia en la revolución, una de las grandes novelas de la guerra
civil (y
que tuvo presente a la hora de titular su novela la de Galdós Celia
en los infiernos es cosa más que probable, estando tan cerca las dos palabras).
Es la novela que hubiera querido escribir Baroja, y no pudo: le faltó
conocimiento de primera mano para hacerlo, y la que habría querido escribir Max
Aub, y no supo, al estar preso él, como tantos otros, de prejuicios y “razones
históricas”, ya que al fin y al cabo Max Aub formaba parte de una de las dos
Españas. A Elena Fortún ninguna de las dos le servía ni ella les sirvió tampoco,
lo que explica en parte que esta obra tardara cincuenta años en editarse: nadie
la necesitaba, decíamos.
“Hoy, 13 de julio de 1943, termino de poner en borrador Celia en la Revolución” escribe en la
última cuartilla Elena Fortún.
¿Había un manuscrito anterior, pasó al borrador algunas notas? Según su
primera editora, y biógrafa, Marisol Dorao, no hay en él, más allá de algunos
pequeños desajustes, cosas dignas de señalarse en lo que hace a cuestiones
formales o de fondo. La novela, aunque sea un borrador, puede darse por
acabada.
¿Hizo Elena Fortún algunas gestiones para
publicar el libro? Pudo haberlo publicado en Buenos Aires. Pero sin duda le
habría granjeado la repulsa de la mayor parte de los exiliados, aunque todos
ellos pudieran corroborar los hechos que se narran en él. ¿ Y en Madrid? El
Régimen estaba deseando esa clase de documentos para usarlos como propaganda.
Recordemos las memorias de la “arrepentida” Regina García, Yo he sido marxista. Pero la censura no habría consentido ni lo que
se dice del bando franquista y sus bombardeos ni la confesión de fe firme de su
autora en los valores republicanos y democráticos. Así se lo escribe la propia
autora a Inés Field, una amiga argentina, a la que ha pedido desde España que
le envíe algunas cosas suyas que ha dejado en Buenos Aires, pero no “el paquete
de Celia en la revolución, que está
en borrador y no debe venir”. Por tanto, la novela ni unos ni otros la hubieran
aceptado.
Empecemos por el
título: Celia en la revolución.
También aparece la palabra revolución en el título del libro de Campoamor. Fue
la primera que borraron de la memoria histórica los que estaban perdiendo la
guerra, pese a haber sido la que movió a una gran parte de los que respondieron
en un primer momento a la sublevación militar. Desde los socialistas radicales
de Largo Caballero, que sería presidente del Consejo, a los anarquistas de
Durruti, miles de republicanos empuñaron en un primer momento las armas no
tanto para defender a la República y los principios de la Ilustración que ella
representaba, sino para hacer la revolución a la que encomendaban el trabajo de
acabar precisamente con ellos. La mayoría, de una y otra parte, no estaba
luchando sólo en una guerra civil, sino haciendo la revolución. Era la primera
vez en la historia, como muy bien vio Bolloten, en que tenían lugar al mismo
tiempo dos revoluciones de signo contrario, la fascista y la comunista en sus
diversas acepciones (leninista, trotskista o anarquista). Cuando los
gobernantes republicanos advirtieron que la palabra Revolución era el principal
escollo para obtener ayuda de las democracias burguesas, la suprimieron y,
siguiendo órdenes del propio Stalin, pasó la Revolución a segundo término:
antes era preciso ganar la guerra; la revolución se dejaba en suspenso. La palabra
permaneció únicamente en el léxico de los sublevados, para justificar su golpe
de Estado: su sublevación militar, una verdadera Revolución Nacional
Sindicalista, no había sido, justificaron, contra la República sino contra la
Revolución marxista y anarquista que se estaba gestando, tal y como se había
gestado dos años antes en los sucesos de Asturias (estos, en cambio, han
quedado para todos como “la revolución de Octubre”).
Cuando Elena Fortún
decidió ponerla en el título de su libro, igual que Clara Campoamor, estaba
llamando a las cosas por su nombre: aquello había sido una revolución en toda
regla, entre cuyas víctimas se contarían algunos miles de republicanos
convencidos. Recordárselo precisamente a quienes acabaron perdiendo la guerra,
seguramente porque antes perdieron su revolución, no les gustaría.
De eso habla la
primera parte de esta novela/crónica: de la revolución en Madrid. Las otras dos
están dedicadas a Valencia y Barcelona, pasando por Albacete, es decir, un
cuadro bastante completo de la zona republicana.
En ningún otro libro
están mejor contadas las sacas, checas y paseos en el Madrid revolucionario.
Sin el tremebundismo de Tomás Borrás o el desquicie de Concha Espina, de un
bando, ni el escamoteo de casi todo el mundo, en el otro. Con la inocencia,
podríamos decir, de una muchacha, Celia, que aquí se presta a encarnar a su
autora, se va contando… todo.
Elena Fortún no
quiere hacer propaganda, no quiere tampoco victimarse. Le ha tocado vivir esa
circunstancia, y ella es una escritora de circunstancias, y desde luego
realista. Los niños lo son. Los niños no son abstractos. Deja, pues, que la
mirada de Celia se pasee por todas partes (la evacuación de Argüelles y San
Antonio de la Florida, con los consiguientes saqueos; los refugiados que vienen
de los pueblos, realojados por todo Madrid, las cárceles y checas improvisadas…
todo ello será relatado con una sobriedad y precisión de relojero).
En materia literaria
Elena Fortún nos dejará su poética en las primeras páginas, en forma, cómo no,
de diálogo (las suyas son siempre novelas dialogadas, en la tradición quijotesca).
“No puedo resistir el deseo de contar el asunto de la novela [que estoy
leyendo]”, dice Celia, “y comienzo a contárselo a Valeriana [la criada que les
cuida a ella y a sus hermanos]. Me oye distraída y dice:
–¿Eso ha pasado?
–No sé… Puede que sí.
–Pues mira, si no ha
pasado, déjalo y no te disgustes, porque aquí [en el Madrid de julio/agosto del
36] están pasando cosas peores”.
Y a esa labor se pone
Elena Fortún, a contar las cosas peores que están sucediendo en Madrid: no sólo
la barbarie de las brigadas del amanecer, también el comportamiento y la
responsabilidad en los crímenes de tantas gentes sedientas de sangre y de
venganza (“en el tranvía algunos se ríen [al ver los asesinados la noche
anterior, tirados en una cuneta], pero la mayor parte no abandona ese aire de
dignidad que tiene ahora el pueblo”). Porque Elena Fortún cree en el pueblo,
aunque a menudo pierda la fe en él y recuerda cómo ha sido manipulado, y teme
la extrema crueldad de la que son capaces gentes a las que la guerra ha vuelto
mezquinas y vengativas.
Y así, ayudada por el
realismo (en la novela comparecen como personajes no pocas personas reales,
desde sus amigas Laurita de los Ríos o Isabelita García Lorca a su editor
Aguilar) y un oído finísimo para reproducir el habla de las gentes (“vive una
sin simetría”, dirá una mujer del pueblo para significar que vive sin descanso),
va componiendo una y otra estampa, vividas u oídas contar a sus protagonistas,
siempre sobre el terreno. Esto le permite pintar como nadie cualquier ambiente
y situación, el de Madrid a oscuras, bajo los bombardeos, o el desfile por la
Castellana de las fieras disecadas que salen del palacio de Medinaceli, jirafas
y osos blancos, camino del Museo de Ciencias Naturales; el de Valencia o
Barcelona (“las calles, sólo iluminadas por la luna, se quedan desnudas… En
camisón blanco, sin resguardo y sin amparo, enteramente a merced de las
bombas”), o el de la convivencia crispada en una misma casa de refugiados y
huidos).
Decíamos que esta
novela es la que hubiera querido escribir Baroja (su trilogía sobre la guerra
civil tiene el encanto de todo lo barojiano, pero se resiente: en buena parte
las tres novelas están escritas de oídas; no obstante en la de Elena Fortún se
le hace un gran homenaje: “Pío Baroja gusta mucho a los soldados del frente”, oímos
que dice alguien). Celia en la Revolución
es la novela de la lucha por la vida en la retaguardia, la gran novela del
miedo y del hambre, sus verdaderos personajes, con un único argumento: los
desgarros. Es la novela de los desgarros, muertes y separaciones, que hacen que
todos sus protagonistas vivan medio flotando en una pesadilla. Con detalles
exactos en cada página (desde el olor a tomillo que prepondera en Albacete, por
encenderse con tomillo hornillos y cocinas, al reparto en los racionamientos de
té, cominos o estropajo a los que iban buscando cien gramos de pan).
Y desde luego estamos
ante una de las pocas obras en que alguien que vivió una guerra en la que tampoco
parece que nadie mató a nadie, está dispuesto a reconocer y asumir
responsabilidades políticas, penales y morales. Están conversando Celia y un
amigo, que viene del frente. Dice él, pero habla por su boca la propia Elena
Fortún:
“–Han muerto allí
como moscas… ¡Se han cometido tantos crímenes! No te imagines que los otros
hacen menos.
–Ya sé, ya.
–Es que somos
salvajes… verdaderos salvajes… Todo lo que se llama civilización y cultura es
un barniz clarito que se nos cae al menor empellón… ¿Queréis revolución?
–¿Yo?
–No, mujer… hablo al
incógnito que la ha armado… ¿Queréis revolución? ¡Ahí la tenéis! Todos somos
unos asesinos.
–Tú no.
–Yo también.
–Pero ¿tú no habrás
fusilado a nadie?
–Sí, hija, sí… como
cada hijo de vecino… Fue en los primeros tiempos. Estaba yo en Villaverde, con
el destacamento, cuando van y dicen: «Ahí llega el tren de Jaén y viene el
obispo y su hermano y la familia y el cerdo de y el ganadero tal…¿Queréis que
les hagamos bajar y les fusilemos aquí mismo? A ello». Bajan temblando. Unos
cuantos les toman la filiación. Sí, son ellos, y otro, ¡que a lo mejor es
republicano!... al menos ellos lo dicen… «A ver, todos en fila». «¿Pero nos
vais a fusilar?». El obispo, muy pálido, echaba bendiciones… Nos pusimos
enfrente… Cuarenta canallas y ¡pum!... ¡Sólo cayó el obispo! Todos le habían
disparado a él y le habían acribillado…”. Sigue contando, y acaba: “Te aseguro
que yo no era yo (…) Es eso… es el salvaje que llevamos dentro… el contagio… la
honrilla de que no le crean a uno un blandengue…” Celia protesta y le dice,
“tal vez no era el obispo el que fusilasteis!”, y su amigo le dice: “Tal vez.
¡Cualquiera sabe! Para el caso es igual… era un pobre hombre…”.
Pocas veces se habrá
escrito una novela sobre la guerra con tanta verdad, consciente su autora de
que alguien ha de contarla, y no como un desahogo, tal y como creía Martín
Gaite, sino consciente de que con el tiempo todos mentirían o tratarían de
hacernos creer que han olvidado.
No Elena Fortún.
Logró sobrevivir en el Madrid de las checas (pero no la tía y el primo de
Celia) por haber seguido al pie de la letra el “ver, oír y callar”. “Casi tres
años de revolución y guerra, de seres absurdos, de sangre y de destrozos, han
gastado la curiosidad de todos!”, dirá Celia casi al final, y cuando leamos lo
que dice una maestra (“Sí… ¡todo está perdido! Creo que por culpa de unos y
otros”), ¿cómo no pensar que es Elena Fortún quien nos lo dice, cómo no creer
que es la tercera España quien habla por su boca?
Y para ellos, para
los unos y los otros, y en nombre de los que no fueron ni de los unos ni de los
otros (el hunos y hotros de Unamuno), escribió Celia,
antes tan parlanchina y ahora tan silenciosa, antes tan rebelde y tan sumisa
durante los años de revolución, esta extraordinaria crónica novelesca que
deberían leer con atención los nietos de unos y otros.
Madrid,
22 de diciembre de 2015
Cubierta: Alfonso Meléndez |
Bueno, Max Aub escribió la saga el laberinto mágico.
RépondreSupprimerEscribía Max que él era de una generación que tuvo en mucho la broma, el escarnio, el humor, la ironía, la coña, el chiste, la befa, el INRI, tal vez porqué fuimos hijos, por lo menos nietos de hombres que creyeron no solo en el progreso material sino en el agradecimiento.
Recomiendo leer Luis Buñuel, novela; la última gran obra de Max Aub.
Cuando escribiendo sobre el Madrid de la guerra civil quise leer Celia en la Revolución me fue imposible localizarla. Ahora puede ser un momento inaplazable. Lo digo, también, esperanzado de que no me decepcione, como me ocurrió con "Madrid, de corte a checa", novela que, dicho sea con toda la prudencia, me pareció igual de ridícula que cínica.
RépondreSupprimerSeguro es una gran escritora, nunca había oído hablar de ella, solo los mejores serán recordados.Jamás leí una novela firmada por una mujer, y como yo la mayoría masculina.
RépondreSupprimerA mi gusta mucho Max Aub pero puesto a reivindicar a un gran escritor español del siglo XX me decanto por Jardiel Poncela .
Totum revolutum.
Señor Trapiello: me gustaría comentar, por no decir añadir, que los relatos que Manu Leguineche incluye en "Los topos" a mí me impresionaron. Cuentan en primera persona las experiencias de personas que, casi sin comerlo ni beberlo, se vieron perseguidos tras la guerra y tuvieron que permanecer ocultos décadas hasta la amnistía del 69.
RépondreSupprimerSaludos.
Quien quiera pasar un buen rato con escritores como Umbral, Cela, Arrabal, Delibes y otros, puede ver en Internet el Ochéntame otra vez del 18 de Febrero del 16 ( TVE).
RépondreSupprimerDespués de leer su magnifico prologo estoy acabando de la novela en la edición de Aguilar que encontré en La Granja, biblioteca de Oviedo. Recomiendo adquirir por 19 euros, que es lo que cuesta en Renacimiento, esta pequeña joya.
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