Lo que se dijo aquí el otro día de la reseña de la traducción del Quijote, que se publicó aquí hace unos días, vale para esta de Juan Marqués, que aparece en el número 100 del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. Acaba de salir, y el buen amigo que él es sabe cuán sinceramente se la agradezco, siendo como es una de las más generosas y hermosas que podrá recibir nunca ese trabajo.
* * *
HUBO una vez un pequeño
pueblo, en algún lugar de la Mancha, en el que el habitante que menos horas
dormía era el único que soñaba, o por lo menos el que lo hacía con horizontes
más altos y heroicos. No sabemos con exactitud su nombre, pero no importa
mucho, porque aquel hombre anónimo fue mucho menos real que la criatura que, al
final de su vida, inventó: un caballero andante de los de la mejor estirpe, de
admirable fuerza y comprobado valor, enamorado ejemplar, cristiano impecable,
cuyas aventuras, desgracias y temeridades consiguieron elevar, iluminar y acaso
justificar una existencia que hasta ese momento había sido desesperantemente
gris, estéril, anodina. No soy cervantista y no domino la ingobernable
bibliografía sobre El Quijote, y por
tanto no sé si alguien ha estado de acuerdo conmigo en que una de las
principales claves del libro está en ese momento final (cap. LXI de la segunda
parte) en el que se nos explica que, al llegar a la playa de Barcelona, el
anciano don Quijote, por primerísima vez en su vida, pudo contemplar el mar.
Tengo para mí que, en ese renglón, Miguel de Cervantes muestra una complicidad
definitiva con su propia criatura (de la que, a su vez, sabemos muchas más
cosas que del propio escritor, más fantasmagórico y desdibujado aún que Alonso
Quijano), y nos está explicando claramente que, en su opinión, aquel viejo
hidalgo, loco o no, hizo muy bien en marcharse de su pueblo en busca de
peligros y fatigas, como deberíamos hacer todos, huyendo de comodidades y
rutinas. Esa visión primera del mar es el impagable detalle que acaba de dar la
razón al personaje, y lo que de paso da la razón a Luis Rosales respecto a lo
que escribió en aquel libro solemne pero precioso que escribió sobre Cervantes y la libertad.
Jamás
pensé que escribiría una reseña sobre El
Quijote. Parece casi una afrenta, pero ahora, de nuevo en “año cervantino”
(se han cumplido cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha),
Andrés Trapiello da lugar a ello al publicar el resultado de un trabajo que, en
secreto, ha ido llevando a cabo durante los últimos catorce años, y de ese modo
nos invita a releer y comentar “el mejor libro del mundo” con ojos menos
eruditos, más relajados. Sucede, en efecto, que Trapiello ha traducido El Quijote al español de hoy, cumpliendo
con un proyecto que en principio es fácil de atacar si no se lee, pero que
resulta altamente convincente en cuanto uno lo hojea unos pocos minutos. En un
primer momento a mí mismo me pareció innecesaria tal actualización, pues
Cervantes no queda tan lejos y es famosa la modernidad de su lenguaje, de su prosa
o desde luego de sus técnicas narrativas…, pero lo cierto es que en el original
hay cientos de muestras de paremiología, vocabulario rural o términos técnicos (que
ahora ya son arcaísmos) que en efecto siempre han necesitado ir acompañados de una
explicación para el lector de nuestro siglo. Lo que otras ediciones hacían con
un aparato de notas más o menos profuso, minucioso o directamente agotador,
Trapiello lo resuelve por el atajo de la versión, algo que sólo podrá parecer
una profanación a quienes ignoran que apenas existen clásicos literarios
(también, por supuesto, españoles) que no hayan sido adaptados para facilitar
su comprensión. Seguramente ninguno de los que han protestado por la idea de
Trapiello ha leído jamás el Cantar de Mío
Cid o las sublimes Coplas de
Jorge Manrique en la versión literal de sus autores, y no me refiero tanto a las grafías originales,
que por supuesto hay que traer hasta las de nuestro tiempo, como a la
morfología de las preposiciones y conjunciones, o incluso a determinadas y casi
imperceptibles cuestiones sintácticas. Aportando otras razones, lo explica muy
bien el responsable en su introducción, en la que además alude desde el
principio a que quiso hacer algo comparable a lo que las Misiones Pedagógicas
hicieron con los cuadros de El Prado: llevarlos hasta sus dueños legítimos,
aunque fuera a través de copias. Devolver al pueblo lo suyo. Descubrir a la
gente que son propietarios de un patrimonio cultural gigantesco, y que tienen
derecho a disfrutarlo, sin que limitaciones de ningún tipo puedan impedirlo. Es
decir, conseguir que quienes no se vean con fuerzas, ánimos o códigos como para
atreverse a enfrentarse con un texto de 1605 puedan beberlo y disfrutarlo en un
idioma que, si no es el estándar de 2015, es incomparablemente más próximo, sin
necesidad de manipular demasiado el de la época que lo engendró.
Es verdad que El Quijote de Cervantes, en lo esencial,
se entiende todavía y se entiende bien, pero cabe preguntarse si esto es así
también en los casos de quienes no leen con frecuencia, o en el caso de los
lectores más jóvenes, o en el de quienes no tienen el castellano como lengua
materna… Todos éstos van a encontrar en este ímprobo trabajo de Trapiello una
enorme ayuda, lo cual no va a impedir en absoluto que puedan afirmar que han
leído a Cervantes con todas las de la ley, pues el novelista de hoy ha tratado
al de ayer con todo el respeto y la admiración que ya ha demostrado en muchas
otras ocasiones (como en esa osadía de continuar la obra maestra contando qué
sucedió Al morir don Quijote, y
después, con todavía más talento e imaginación, al narrar El final de Sancho Panza y otras suertes), y sus intervenciones,
siendo numerosísimas, son muy discretas y sutiles, nada invasivas, nunca
maniáticas ni caprichosas. O casi nunca, pues para decirlo todo he de advertir
que he detectado un pasaje en el que Trapiello sí se pone creativo, pero el
resultado es tan genial que merece la pena, logrando un aforismo que es también
toda una lección para poetas: sucede en ese episodio inolvidable y ya casi
epilogal (cap. LXVIII de la segunda parte) en el que el cada vez más intuitivo y
contestón Sancho Panza, con más razón que un profeta, afirma en la versión
original que “los pensamientos que dan lugar a hacer coplas no deben de ser muchos”.
Pues bien, lo que en Cervantes se refería a la exigua cantidad de los motivos
inspiradores, en Trapiello, con un giro estupendo y un tanto escéptico de poeta
veterano, alude más bien a la sospechosa calidad de los mismos: “los
pensamientos que dan lugar a hacer coplas no deben de serlo mucho” (p. 976).
Antes
de recorrer esta versión de Trapiello había leído El Quijote tres gozosas veces, en 1996, 1999 y 2004. Supongo que siempre
que en el futuro vuelva a él recurriré al texto de Cervantes, pero me alegra
haber podido conocer esta adaptación, que sin duda me ha acercado a algunas
zonas oscuras que antes pasaría por alto, y sé que cuando revisite el original
tendré muy cerca esta edición, para consultarla con frecuencia y aprovecharme
de sus comodidades y ventajas. También sospecho que, cuando algún día mis hijos
quieran leerlo, será este volumen el que les recomendaré, y de hecho eso es
algo que no ha estado lejos de suceder ya. Cuando mi hijo mayor, de tres años y
medio y gran lector de cuentos, levantó sus ojos de su Animalario y me observó leer, en pruebas, uno de los cuadernos de
Trapiello, me preguntó con curiosidad:
–Papá, ¿tú también estás
leyendo un cuento?
–Sí,
Bruno –respondí yo–. Es, de hecho, el cuento más hermoso que se ha escrito
jamás.
–¿Me lo cuentas?
Juan Marqués
Fidelidad no es guardar las cenizas, sino mantener encendida la llama.
RépondreSupprimer(Esto es también aplicable a la fidelidad a un texto literario.)
El Quijote es un aglutinante
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