UN obispo español ha promulgado un edicto para los feligreses de su diócesis: prohíbe en él los elogios fúnebres en los funerales católicos.
Lo que diferencia al ser humano de los animales la establece, como es bien sabido, la conciencia de la muerte, que el hombre posee y los animales no. Y lo que distingue al hombre civilizado del que no lo es, es su capacidad para honrar a los muertos mediante el elogio. Si a un muerto se le priva del elogio, puede que no le quede nada. Viene siendo así desde Aquiles, que pronunció ante el cadáver de Patroclo elogios memorables, y los de Jorge Manrique a su padre el caballero don Rodrigo con ocasión de su muerte («Amigo de sus amigos, / ¡qué señor para criados / y parientes! / ¡Qué enemigo de enemigos! / ¡Qué maestro de esforzados / y valientes!») nos siguen conmoviendo por su hondura y verdad. ¿Qué razones aduce el señor obispo, pues, para suprimirlos de sus iglesias? Que la mayor parte de quienes hacen uso de la palabra en las exequias no son ni Aquiles ni Manrique, y resuelven el trámite con un sartal de lugares comunes, a menudo alejados de una idea trascendente de la muerte, o sea, que recuerdan y celebran del difunto la vida terrena que tuvo, sin reparar en la eterna, que es precisamente la que da sentido a los obispos, a los responsos y al agua bendita.
Al conocer que en los libros de textos de algunas comunidades autónomas habían suprimido los ríos de España o a los Reyes Católicos, porque en una no había ríos y en otra no había ganas (de relatar los hechos), advertimos que el impulso era parecido al del obispo, suprimir el elogio del agua, que es un río, y el elogio de la Historia (magister vitae), que debería enseñarnos a no repetir los mismos errores. Cuando alguien denuncia a un gallo (y esto sucedió en Francia por las mismas fechas) y trata de que un juez lo sentencie a permanecer callado, busca también que se suprima del mundo el canto del gallo, que es, como también sabemos todos, el mayor elogio que nadie haya hecho jamás de la rosada aurora. Sí, no hay más noble modo de conducirse que elogiando a los vivos y a los muertos, y prescindir del elogio es dejar el camino expedito a todos aquellos que viven de levantar falsos testimonios de la vida. “Quien admira siempre tiene razón», decía Paul Claudel.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 6 de octubre de 2019]
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