EN un almanaque no debieran faltar historias como la que sigue. Es célebre y conocida por muchos, pero lo raro es que podamos datarla, atinar con exactitud en su atribución. Existe un libro de Iribarren, El porqué de los dichos, de lectura gratísima, donde se sigue el rastro de muchos de ellos, remontándose hasta sus orígenes, aunque no pocas de sus explicaciones parezcan fabulosas y apócrifas. No lo es esta. Se la oímos por primera vez a Eduardo Calvo. La resumiremos. En cierto cortijo de Maracena, un pueblo entonces, años cincuenta, y hoy arrabal de Granada, los señores convencieron al encargado, un anciano a la sazón, de que visitara de una vez por todas la Alhambra, en la que nunca había estado a pesar de lo cerca que la tenía. Lo subieron en el coche de línea de la mañana, y el anciano volvió en el de la tarde. A su alrededor se congregaron todos los de la casa, señores, cortijanos y gañanes, expectantes por conocer lo que aquel hombre fuese a decirles. Y cuando le preguntaron qué le había parecido la Alhambra, su respuesta, lacónica, le llevó en volandas a la popularidad, y dio a su nombre, Frasquito de Maracena, esa prestancia que en su tierra sólo alcanzan algunas figuras del toreo: “La Alhambra, como todas las Alhambras, pero la arbolea, ¡qué arbolea!”.
Viene esto a cuento de las cosas “extraordinarias” que se nos obliga a conocer a redropelo por estar de vacaciones, pueblos, ciudades, playas, desfiladeros, que acaban siendo como todas las Alhambras.
Y a cuento viene la que también suele referir E. C., uno de los hombres que más gustan de oír y referir historias, uno de esos dicheros, como los llamaba Carmen Martín Gaite, cuya memoria atesora el espíritu de un pueblo.
Recuerda él a uno de los peluqueros de Granada, cuando era estudiante, célebre igualmente por la pregunta que solía hacer a sus parroquianos en cuanto se sentaban en el sillón de barbero: “¿Conversación o lectura?”, dando a entender con ello que si estos preferían leer el periódico, no había más que hablar, aunque si declaraban, por el contrario, preferir la cháchara, no se libraban de otra pregunta, entre cínica y cortesana: “¿A favor o en contra?”.
Muy sabrosa la frase de Frasquito, quizás algo exagerada. Si tal hubiera dicho del Gugenheim, vale. Ahora lo del barbero granadino es genial, recuerda al estudias o trabajas, al trato o truco; y su a favor o en contra es ya sublime: parece un articulista de los más renombrados.
RépondreSupprimerLa anécdota de "conversación o lectura" la he leído recientemente en algún sitio, pero no soy capaz de ponerlo en pie. Quizá Galdós, no estoy seguro. Probablemente son muchos los barberos que lo decían a sus clientes. Me quedo con tres palabras que no conocía: cortijano, dichero y redropelo. Curiosamente, la primera no aparece en el DRAE, y dichero sí. Redropelo es especialmente extraña, sería mucho más lógico "retropelo". Por curiosidad la he buscado en El Quijote y aparece allí en esta cita:
RépondreSupprimer"Todavía —respondió don Quijote—, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos".
Saludos
El REGANTE GRANADINO
RépondreSupprimerAl oscurecer estaba yo sentado en la escalerilla del agua, Generalife, Granada sola, cansado con la delicia de una tarde de sucesivo goce paradisíaco, sumido sombra sin peso ni volumen, en la sombra grande que crecía, tintando moradamente, nutriéndolo todo de celeste transparencia, hasta dejar desnudas y en su punto las estrellas.
El agua me envolvía con rumores de color y frescor sumos, cerca y lejos, desde todos los cauces, todos los chorros y todos los manantiales. Bajaba sin fin el agua junto a mi oído, que recojía, puesto a ella, hasta el más fino susurro, con una calidad contajiada, de esquisito instrumento maravilloso de armonía; mejor, era, perdido en sí, no ya instrumento, música de agua, música hecha de agua sucesiva, interminable. Y aquella música del agua la oía yo más cada vez y menos al mismo tiempo; menos, porque ya no era esterna, sino íntima, mía; el agua era mi sangre, mi vida, y yo oía la música de mi vida y de mi sangre en el agua que corría. Por el agua yo me comunicaba con el interior del mundo. Se oía más finamente cada vez el agua granadí, a medida que el aire oscurecía y a medida que el agua sonaba; y me afinaba más, más sonando y resonando el alma, hasta hacerme no oír, decir siendo lo que ella sin duda era o decía.
... Me di cuenta, de reojo, [de] que una sombra estrecha de hombre estaba de pie apoyada en lo blanco mate, todo solo y silencio, oído total absorto, hecho sombra aguda de hombre; otra sombra como yo, en la baranda de la escalera. Me pareció que se acercaba con esmero y vaguedad. En fin, habló en un tono que no impedía nada oír el agua. Y:
“Oyendo el agua, ¿eh?”.
“Sí, señor”, le contesté poniéndome de pie en mi sueño. “Y a usted también parece que le gusta oírla”. [...]
Entre los dos, yo en un descanso empedradillo de la escalera, él del otro lado del pretil, el agua seguía viniendo, mirándonos cada segundo un instante, huyendo luego, deteniéndose quizá un punto para mirar arriba, hablando para abajo, cantando, sonriendo y sonllorando, perdiéndose, saliendo otra vez, con hipnotizante presencia y ausencia, con no sé qué verdad y no sé qué mentira.
“No me ha de gustar, señor”, me dijo, “si hace ya treinta años que la estoy oyendo".
“Treinta años”, le dije desde no sé qué fecha y sin saber bien los años que le decía mi boca.
“Figúrese usted las cosas que ella me habrá dicho.” Y luego: “Lo que he oído”.
Y se deslizó noche abajo, y se perdió en lo oscuro y en el agua.
Juan Ramón Jiménez. Guerra en España. Seix Barral, 1985. POLÍTICA POÉTICA. EL TRABAJO GUSTOSO (Conferencia). [Uno de los tres ejemplos
de trabajo gustoso recordados por JRJ].