7 août 2011

Una habanera

Ya han hecho sus nidos, ya han criado a sus crías. Han cosechado los campos. Se posan en ese cable cada mañana, cada día, cada verano. Apenas unos minutos. Pinzan el azul del cielo o una nube blanca, como corpiño, y luego desaparecen hasta el día siguiente. No cantan propiamente, todos saben que las golondrinas chían. Lo hacen al mismo tiempo, unas al lado de las otras. Se diría, sí, que más que pinzas de la ropa fuesen corcheas negras en ese pentagrama de una sola línea. Su jolgorio recuerda al cuarto donde ensaya a su antojo, por cuerdas, un coro anárquico. Pero su ensayo va en serio, ensayan una habanera, la partida: se preparan para no volver. Eso es todo. Y lo dicen a su manera, cada mañana, cada día, cada verano, admirablemente. Alegres al llegar, alegres al irse, por no hablar de la alegría que gastaron a manos llenas mientras estuvieron de huéspedes, las oscuras, las alegres.
Y si la habanera, como el otoño, es triste, a nadie importa.


2 commentaires:

  1. De tres ejemplos de “trabajo gustoso”, como el de las golondrinas, hablaba alguien en la entrada anterior. Fueron cuatro los que puso JRJ en aquella conferencia. Ahí van otros dos (falta uno):

    EL CARBONERILLO PALERMO
    Era tosco y feote el chiquillo de Palos, con unos claros ojos de fija redondez. Guardaba carbón en el monte, y lo traía al pueblo en una burra vieja, digo, entre una burra vieja y él. No se montaba nunca en la burra cargada con los sacos, la ayudaba con cuidado de niño.
    La burra era para él la compañera de lo más largo de su vida, burra madre, burra hermana, burra amiga. En el campo solo, la burra era su espejo y su eco, lo era todo para él. Le llenaba el monte de vida tibia. Y con ella no se sentía vacío de cuerpo ni de alma por los arenales perdidos.
    Aquel invierno la burra cayó mala. El carbonerillo, concentrado su amor, hacía todo lo posible por comprenderla, por adivinar qué tenía, para sanarla. Horas largas, inmensas horas de angustia inesplicable en el monte. Viento en las copas de los pinos, pajarillos ajenos, horizontes más lejanos.
    Cuando ya la burra se echó y él no podía moverla, ideó cuidarla, entretenerla a su manera. La rodeó de paja, le traía hierba fresca, le ofrecía su pan y aceite, su sardinilla, su naranja. Se pintaba la cara con almagra y cisco y le bailaba así unos raros simulacros, unas mojigangas estravagantes; le contaba, echado contra ella, unos largos cuentos, le cantaba sevillanas, peteneras, malagueñas con letra propia y alusiva.
    Sintió frío y le encendió a la burra una buena candela y se la mantuvo, hora tras hora, hasta que la burra se murió.
    “¡Pero la burra se murió contenta!”, decía, con su lagrimón sucio temblándole. Contenta la burra comprendida y amada del niño contento; el triste, el humilde trabajadorcillo.

    EL MECÁNICO MALAGUEÑO
    Salíamos de Málaga difícilmente. El coche se paraba a cada instante “jadeando”. Venían mecánicos de este taller, del otro. Todos le daban golpes aquí y allá sin pensarlo antes, tirones bruscos, palabras brutas, sudor vano. Y el coche seguía lo mismo. Con grandes dificultades pudimos llegar a un taller que nos dijeron que era muy bueno y estaba a la salida, cuesta de la carretera de Granada, no me acuerdo del nombre.
    Salió despacio al sol matinal, del ancho fondo negro, un hombre alto, lleno, sonriendo dueño de sí mismo. Vino seguro al coche, levantó con exactitud la cubierta del motor, miró dentro con precisa intelijencia, acarició la máquina como si fuera un ser vivo, le dio un toquecito justo en el secreto encontrado y volvió a cerrar en ritmo y medida completos.
    “El coche no tiene nada. Pueden ustedes ir con él hasta donde quieran”.
    “Pero ¿no tenía nada? ¡Si lo han dejado por imposible tres mecánicos!”.
    “Nada. Es que lo han tratado mal. A los coches hay que tratarlos como a los animales (no dijo personas). Los coches quieren también su mimo”.
    Cuando dimos la vuelta y tomamos confiados y tranquilos la bella carretera alta, felices por obra y gracia del buen mecánico, entre la fuerte naturaleza rica de junio, yo miré atrás. El mecánico malagueño estaba azul en la gran puerta negra, las manos a la cintura, acompañando al coche con firme complacencia.

    RépondreSupprimer
  2. Son como monjitas en cónclave piándose con la ilusión de los prolegómenos entre sí los novísimos colores que les esperan más allá del océano.

    RépondreSupprimer