TERMINANDO un escrito para un libro nuevo de Martín Carrasco sobre las postales en Madrid (1887-1905), me apareció este otro para otro libro también suyo de hace unos años, y que me apetece circular para cuantos no llegaron ni llegarán jamás a aquel libro, ya agotado.
* * *
En 1865 el astuto funcionario de Correos prusiano
Heinrich von Stephan ideó un sistema que hacía de la comunicación postal entre
las gentes un asunto enormemente atractivo. Fue en cierto modo algo sencillo,
como el famoso huevo de Colón. Hasta ese momento las cartas misivas, oficiales
o comerciales precisaban de un complejo y bien dotado sistema de postas y
verederos, que hacían del servicio algo en realidad muy caro del que nadie se
beneficiaba. Digamos que lo incierto de las comunicaciones y las penosas
condiciones de los caminos, terrestres o marítimos, no siempre eran el mejor
acicate para las empresas privadas que se metían a ese negocio, y en cuanto a
los correos nacionales resultaban tan onerosos para las arcas del Estado, que
hacía falta una mente genial que diese al fin con la cuadratura del círculo.
Había que abaratar costes, desde luego; ese era el problema. ¿Cómo? El único
modo de hacer algo barato consistía en que la gente se escribiera más a menudo
dando cuenta de sus menudas cuitas. Correos no podía esperar a que se muriera
una vieja tía o que naciera un niño para que la gente se decidiera a
participárselo a sus parientes y amigos. ¿Pero cómo convencerles de que podían
contar muchas otras cosas, y más a menudo, sin aguardar a que se cerniese sobre
ellos la desdicha o la felicidad? Haciendo que la comunicación fuese mucho más
barata. Es decir, espoleando el consumo. Ese fue el minuto estelar que la
historia le tenía reservado a Heinrich von Stephan, a quien se le ocurrió que
lo que las gentes sencillas podían contar, a mitad de precio, cabía en un trozo
de cartulina de unas determinadas y reducidas dimensiones. Cierto que aquello
que relataran podía leerlo todo el mundo, pues la condición esencial era que tales
cartulinas no podían ir metidas en un sobre como iban las cartas, ¿pero quién
no quiere airear las buenas noticias? Pues esa fue una característica de esas
comunicaciones casi desde su nacimiento: las postales se utilizarían a partir
de entonces, y hasta nuestros días, casi exclusivamente para dar buenas
noticias, o cuenta de un viaje o de un momento feliz.
Se llamó a las primeras rudimentarias postales
“entero postales”, ya que integraban, impreso, el franqueo requerido, y son
consideradas las paleopostales y un bien, por su rareza, muy buscado por los
filatélicos.
Y como sucede con los negocios que se le ocurren al
Estado y que se esbozan prometedores y gananciosos desde el primer momento, en
muy pocos años numerosos pretendientes trataron de quitárselo al Estado y
administrarlo por su cuenta. Y así ocurrió. El Estado se reservaba el derecho
de los franqueos y en unos años casas comerciales, empresas de fletes marítimos
y terrestres, establecimientos de postín, fábricas de hilaturas y de los más
diversos géneros adoptaron ese método de comunicación con sus clientes,
abaratados de modo tan considerable, y empezaron a imprimir sus particulares
tarjetas postales.
Y nada como el comercio para expandir las nuevas
ideas. En un tiempo extremadamente corto, no sólo los servicios de correos de
toda Europa adoptaron el invento prusiano, sino que éste lograba sobrepasar el
ámbito comercial y recalar en el de los particulares, dando lugar a lo que hoy
conocemos como “tarjetas postales ilustradas con vistas o monumentos”, cuya
aprobación postal tuvo lugar en España en 1886, y que durante cien años han
mantenido todas sus características. Digamos que las postales, como la
bicicleta, fue uno de esos de inventos que nacen ya perfectos.
La primera postal ilustrada circulada que se conoce
en España es de 1892 y sólo hay hasta la fecha, documentadas, entre dos mil
quinientas y tres mil postales españolas, circuladas de 1892 al 1900,
recuperadas en su mayor parte en pueblos y ciudades de Europa, a donde fueron
enviadas en su día, lo que habla de su dificultosa recolección. Estas son
objeto del libro que ha publicado estos días Martín Carrasco. En cuanto a esos
seis años, de 1886 a 1892, traen de cabeza a los coleccionistas e historiadores
del asunto, que esperan ver aparecer en algún momento alguna más antigua. Para
ellos, la no probada existencia documental de postales ilustradas en ese tiempo
quiere decir únicamente que su imposición no fue sencilla, todo lo contrario de
lo que ocurriría en 1900, cuando las postales se pusieron inopinadamente de
moda en todo el mundo y empezaron a imprimirse, a circular a millones y a ser
coleccionadas en todos los rincones, llegando en muchos casos a convertirse en
el turismo del pobre.
Los cartófilos, que es el nombre por el que
conocemos a los coleccionistas de postales, dan mucha importancia a que éstas
sean circuladas. De hecho el valor que tienen para ellos viene determinado en
cierto modo por esa circunstancia, saberlas franqueadas y mataselladas en
origen y, a veces, mataselladas en destino. Eso, dicen ellos, confiere a la
postal su singularidad, y acaso tienen razón, pues de ese modo tienen la
constancia de haber salvado de la destrucción un momento feliz de la humanidad,
por pequeño que sea.
Ya hace años constatamos en el Rastro y almonedas
la resistencia que las postales
mostraban a desaparecer, por contraste con otra clase de cartas y documentos
escritos, destinados al fuego o al cesto de los papeles. Se diría que así como
nos apresuramos a romper una vieja carta, a veces por no volver a leerla, nos
resistimos a destruir una postal. Al principio yo lo atribuía a la belleza de
muchas de ellas, en las que aparecían lugares remotos, exóticos, paradisíacos,
pero pronto hubo de concluir uno que la razón era bien diferente. La mayor
parte de las veces nos hemos servido de una postal para transmitir un minuto de
gozo, de dicha plena, de ausencia feliz, en un lugar, sí, remoto, exótico,
paradisíaco. ¿Y quién querría destruir el Paraíso y el testimonio de que algún
día, en un escondido minuto, existió?
Creo que algo parecido sienten los cartófilos. No es
sólo que las postales documenten tal o cual rincón, tal o cual momento de la
historia y de las costumbres de la gente. No sólo. ¡Y lo que no daríamos por
tener tarjetas postales del siglo XVI, del Alcaná de Toledo, donde Cervantes
encontró el manuscrito del Quijote, o de aquellas viejas ventas españolas en
las que posó el mismo caballero de la Triste Figura! No hace falta irse tan
lejos. Han pasado cien años, y nos parece un siglo, decía un personaje de
sainete. Las postales son una felicidad fragmentada, pero casi reciente. Quizá
es lo que tiene la fotografía frente a la pintura, no sólo nos parecen más
reales las cosas, sino más próximas. Ha podido comprobarlo uno, a menudo, en el
zaquizamí que el propio Martín Carrasco, un hombre célebre entre los cartófilos
españoles y europeos, tiene en la calle de la Libertad en Madrid, abierto al
público, sospecho, más que para vender postales, para comprarlas él mismo. Yo
he podido verlos allí, en las estrecheces de aquel local, sentados, horas y
horas, pasándolas como mazos de naipes, en religioso silencio como en un
gabinete de estampas del British Museum (y quizá fuese éste el momento de
recordar que las tarjetas postales han entrado ya en el Museo de Arte de Nueva
York, que las está comprando por miles, si no fuese porque el célebre MOMA
compra en las mismas cantidades innúmeras porquerías). Sí, puede vérseles desde
la calle. Como sombras pacíficas. Pueden ser jóvenes o viejos, ricos o pobres,
hombres o mujeres, y buscan en tales trozos comprobar que la felicidad existió,
y que circuló libre y anónima por el mundo.
Son las postales el testimonio de viajeros
privilegiados, de comerciantes prósperos y de gentes que podían mostrar a los
ojos de todos lo mejor de sí mismos (el hecho de que su texto pudiera ser leído
por extraños contribuyó desde luego a que en ellas únicamente se vertieran
noticias que todo el mundo pudiera leer), de la misma manera que esas vistas
panorámicas, ciudades, puertos, mercados, villas, monumentos eran también,
generalmente, el lado más amable y feliz de la realidad, donde la verdad, al
modo en que quería nuestra amada Emily Dickinson, se decía únicamente de manera
sesgada.
Así pues ese es el secreto de que unos cuantos
hombres en todo el mundo las busquen, las acopien, las rescaten de su perpetua
errancia o de su oscuro limbo y las clasifiquen con amor para poder, en orden,
con ánimo reposado, envueltos en el silencio con el que la dicha se presenta
(al contrario de lo que se cree la felicidad es silenciosa, como a veces es
ruidosa la alegría), restituir al mundo un poco de la fe que el mundo y los
hombres han tenido en contados momentos en su propio destino, y decirnos que
siguen vivos.
Las que se incluyen en este libro, algunas de las
cuales ilustran estas páginas ahora, nos consta que, por un momento, unieron
tres o más vidas, tres o más novelas, como novela es la de todos nosotros,
venidos a este mundo de las tarjetas postales como quien sabe que aunque no
logre reunirlas todas, en cada una de ellas viene expresado, en su recto y su
verso, un verdadero Paraíso Terrenal que algunos empezamos a llamar el Paraíso
Perdido. Y por eso, lo buscamos.
1. París, postal, hacia 1900, coloreada en los años. 2. León, postal, hacia 1910. |
Un post brillante .
RépondreSupprimerUn saludo
Sí, brillante. (Desde EL BRILLANTE en Córdoba).
RépondreSupprimerLa felicidad circula: circúlala.
Y luego, de epitafio:
HIZO CIRCULAR LA FELICIDAD.
A veces encontramos bellas postales realizadas con palabras en lugar de con imágenes: leyendo a Andrés he conseguido una estupenda colección de postales de Las Viñas, de librerías de viejo o del Rastro, por decir algunas. Además, no las hay repetidas; cada lector tiene las suyas, diferentes a las de los demás.
RépondreSupprimerJ. Blas
Viendo fotos del pasado una comprueba que decir "otro tiempo" es igual que decir "otro mundo".
RépondreSupprimerQué interesante las dos postales, son casi la misma perspectiva y los elementos del paisaje, el camino, las catedrales al fondo, las casas en León, las casas de los libros de los libreros del Sena y el camino cenagoso y el otro con sus baldosas.
RépondreSupprimerDe alguna manera hay que retroceder en la historia , si perdemos las costumbres solo nos quedará internet y el móvil . Recuerdo ir de vacaciones y enviar postales para verificar , el correo era gratificante .
RépondreSupprimerUn Museo con edificio modernista y 2000 obras de Dali es el de San Petersburgo ( Florida ) , que lo pone a la altura de los iconos de la pintura , la gente sale alucinada .
No se enfadará si le recuerdo que confundir modernismo con moderno es un frecuente error que resulta algo antipático.
SupprimerRefiriéndome a su cita, imposible resulta que el edificio del Dali Museum, inaugurado no hace mucho para albergar una importante colección del famoso pintor surrealista catalán, pueda ser modernista.
Nada de pedantería por mi parte, si acaso cierta hipersensibilidad cuando escucho que "la arquitectura modernista de hoy en día es muy pobre y ramplona, comparada con la de "antes"".
Suyo afectísimo.
No lo confundo , no se si se fijó en las vidrieras y el museo en si , me refería a modernismo gaudiano , habría que ver las sensaciones in situ .
RépondreSupprimerEl modernismo llegó a la cumbre gracias a la financiación del Marques de Comillas y de su consuegro el Baron Guell , sin filantropia es dificil se pueda hacer un edificio artístico como el de San Petersburgo de 40M de € y poner la obra . Por cierto Dali es quien invento el arte pop y el maestro de la mayoría de pintores de la segunda mitad del XX que cotizan como clàsico , su obra era desconocida pero es el único a la altura de Vangogh , pero esto del arte es y debe ser subjetivo . La arquitectura es a veces un gran arte y ahí es donde los aficionados debemos opinar .
Un abrazo