ANTES del verano se presentó en Madrid el libro del que se habla a continuación, acto en el que leyó uno estas cuartillas, publicadas también esta semana en la revista Mercurio:
Hace veinte años Juan Manuel Bonet escribió el libro sobre la vanguardia española. A pesar de haberlo titulado Diccionario de las vanguardias en España, muchas de sus entradas pueden leerse en clave de novela, tan inverosímiles llegan a ser nuestras vidas cuando se destilan sin recurrir a las figuraciones: la realidad imita al arte. Y aunque pueda parecer una paradoja, a pocos libros de esa naturaleza les hemos encontrado tan literarios, sin duda porque toda la vanguardia, todas las vanguardias, empiezan a tener ya con el tiempo el halo de las leyendas y las utopías irrealizables o fracasadas.
Veinte años después Bonet nos hace entrega de Las cosas se han roto, que no dudamos en calificar nuevamente como la antología de la poesía ultraísta. Y no tanto porque no hubiese nada parecido en la bibliografía española, que también, como por que resulta difícil imaginar que pueda superarse o haber alguien tan avezado en ese proceloso territorio de las vanguardias como lo es él, impulsado en esta ocasión por la Fundación Lara, que lo edita, y la labor ejemplar de su editor, en el sentido inglés del término, Ignacio F. Garmendia.
Y si aquel Diccionario cumplía y cumple un papel teórico y ensayístico, dentro de los estrictos márgenes de la historia del arte, esta antología vendría a ser la mejor manera de explicarnos en qué consistió una de esas vanguardias españolas, el ultraísmo, acaso la más genuina y aborigen de todas, a la que había dedicado, siendo él director del Ivam, la exposición que normalizó un movimiento al que hasta entonces sólo solía encontrársele fuera de los márgenes de las historias oficiales del arte.
Hace años, y a propósito de Pombo, la tertulia de Ramón Gómez de la Serna por la que desfilaron la mayor parte de los ultraístas españoles, dijo uno que aquellos hombres habían tenido la infinita suerte de vivir la única época de la Historia en la que perder el tiempo podía considerarse una obra de arte. De hecho quien asistía a las veladas pombianas ya estaba haciendo, si no arte, sí historia, con minúscula, si se quiere, pero historia. A poco más que hicieran, unos versos por ejemplo, en los que aparecieran un aeroplano, el humero de una fábrica de luz o una marioneta de hojalata (y no digamos si se trataba de un caligrama), tenían garantizado ese Parnaso castizo que fue la botillería de la calle Carretas o el café Colonial. Pero la Historia con mayúscula suele ser cruel con la historia sin ella, y la mayor parte de aquellos escritores desaparecieron indiscriminadamente como los habitantes de Pompeya, primero por un terremoto llamado generación del 27, y al poco tiempo, provocado en parte por ello, bajo la lava del volcán a que ese terremoto de jóvenes dio lugar: la guerra civil.
La labor de Bonet ha sido en estos treinta y cinco años últimos la de un arqueólogo, primero sacando a la luz todos los restos de aquel portentoso buque que fue el ultraísmo y, después, tras el naufragio, seleccionando entre los pasajeros y pecios, lo más valioso, que sin duda lo hubo.
Y esto es lo que vamos a encontrar en esta antología.
En primer lugar, desarrolladas y ampliadas, las biografías y peripecias de todos los que formaban el pasaje ultraísta. Lo hace Bonet en forma de mapa. En esa ciencia cartográfica no tiene igual: la exactitud de sus escandallos no estorban en absoluto lo pintoresco y espectacular de muchos de sus rincones y panorámicas. Quiero decir, que aquí encontraremos la nómina más o menos completa de los ulraístas, cierto, pero también verdadera poesía. Él la ha ido leyendo para nosotros, y en ella nosotros la elegiremos a nuestro gusto.
En la nómina nos encontraremos nombres fulgurantes de la literatura como Borges, Huidobro o Valle Inclán y desconocidos, poetas que dieron lo mejor de sí mismos como ultraístas y después se desvanecieron; gentes que llevaron al ultraísmo un lirismo singular, casi simbolista, y quienes lo sujetaron con las amarras de la modernidad: Espina, Gutiérrez Gili, Paco Vighi, Lapi, Guillermo de Torre, Larrea, Garfias, Montes, Rivas Panedas (de los pocos ruralistas), Gerardo Diego, Marqueríe, Lasso de la Vega, González Ruano, Buendía, el propio Cansinos y tantos otros, hasta la sesentena que completa la antología.
Pero antes de seguir, hemos de preguntarnos, qué entendemos por poesía ultraísta.
Si el modernismo de Rubén había retorcido el cuello al cisne parnasiano, los ultraístas se lo cortaron e hicieron con los despojos, plumas y todo, combustible para el motor de explosión. Quiero decir que sacaron petróleo poético donde antes no era más que un desierto. Fortún o González Blanco, aquí, o López Velarde en América, habían descubierto el prosaísmo sentimental en una poesía que aún estaba cerca de la naturaleza, aunque fuese en forma de ciudad provinciana: una mosca, un jardín, una ventana. Los ultraístas fueron un poco más lejos: les interesa principalmente la ciudad moderna, y aún más la suburbana: hélices, automóviles, rascacielos, tiovivos, tranvías, toureiffeles o cabarets vistos, se diría, como juguetes en manos de un niño. Y como los niños: esta poesía mira más hacia fuera que hacia sí misma. Si la poesía modernista tendía a la lágrima, la ultraísta, bastante atonal y a menudo con síncopas y jeroglíficos, ríe. Y lo hace despreocupadamente y en imágenes fulgurantes que suelen llevar el cuño del ramonismo: ya habían muerto muchos en la guerra del 14. El ultraísmo y las vanguardias sólo pudieron desarrollarse plenamente con el armisticio y los felices veinte. Las vanguardias significaron el triunfo del humor y de la tipografía, las palabras en libertad.
Y para ello, tras enterrar las que estaban muertas, necesitaban palabras nuevas y, sobre todo, ojos nuevos. La poesía ultraísta nos enseña a ver con ojos nuevos las palabras de siempre y las palabras nuevas nos enseñan a mirar. La poesía ultraísta es, como habría dicho Francisco Pino, un “aprender a mirar”. Y eso es esta magnífica antología, la carta de navegación más completa de la poesía ultraísta, sí, pero también, junto a puertos devorados por la época y el salitre vanguardista, una serie de caribes poéticos no por exóticos menos paradisíacos. JMBonet en una librería de viejo de Cracovia, fotografiado por Monika Poliwka |
El Caribe ha tenido una vocación mediterránea en el imaginario, o sería el Mediterráneo americano pero mucho más intemperie, menos protegido, sus islas asoladas por ciclones y tormentas, en cierto sentido el clima y la geografía son más vanguardistas e iconoclastas, extremos. La visión de los viajeros son segmentos de tiempo, los ciclos de destrucción-creación allí están mediados por las catástrofes naturales periódicas, la naturaleza y sus ciclones y huracanes, sus lluvias torrenciales, no las guerras de los hombres, en cuanto el territorio es importante a la naturaleza y su violencia se suma el hombre y sus delirios, quizás por ello la religiosidad y un sentido de la vida de la inmediatez marcan éstos lugares poco sosegados y poco apacibles en contraste con las orillas mediterráneas.
RépondreSupprimerpues ha de ser todo un gustazo bucear entre todos esos puertos devastados de salitre y pasar luego a patearse esos otros caribes afroparadisíacos. Gran obra, seguro.
RépondreSupprimersaludos
Una reseña excelente.
RépondreSupprimerA.C.
En el Caribe las consecuencias del clima tropical son visibles desde el mar arribando a cualquier muelle de alguna ciudad colonial. Las esplanadas que desembocan en el puerto están salpicadas de palmeras que se contonean al son del viento y las tormentas. Pero la hilera de casas de colores que la circunda está carcomida por el salitre, (más penetrante cuando menos visible). Un grupo de viejos que juegan al ajedrez en la puerta de una casa, resignados, o mejor dicho, pacientes, le otorgan al lugar ese halo de sosiego paradójico a los riesgos climáticos que soporta. Pero no hay nada trágico en la naturaleza. Sí lo hay, en cambio, en la pobreza.
RépondreSupprimerEfectivamente la realidad caribeña lleva "ese" de Caribes. No se puede entender desde una perspectiva única -o únicamente de riesgos climáticos-. Heterogénea, como las vanguardias, ofrece nuevas miradas sobre la naturaleza mágica.
La naturaleza que marca los ritmos y define muchos patrones y costumbres culturales es diferente en cada sitio y en algunos -como en el Caribe- marca con períodos de destrucción importantes como son los huracanes y ciclones, los tornados que destruyen cosechas, viviendas, y ganado. La naturaleza funciona según unas leyes físicas y climatológicas que son violentas por los contrastes de temperaturas que se producen allí. La tragedia es cosa de los hombres no de la naturaleza, este medio climático ha conformado una serie de consecuencias complejas entre las que están la pobreza, el sentido provisional, la adaptación al cambio, la cultura de comenzar de cero, un sentido de lo esencial, la tabla rasa tan querida de todos los movimientos iconoclastas y vanguardistas. A mí me ha gustado mucho la idea de la relación del concepto de vanguardia asociado al Caribe, un lugar donde el peso del tiempo no es grave pero tampoco el de la memoria.
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