SE inauguró el 26 de septiembre, y estará hasta el 24 de febrero, en el Centre d'Art Tecla Sala de Hospitalet de Llobregat, una exposición con las viñetas de Ops, las sátiras de El Roto y las pinturas de Andrés Rábago. De estas últimas trata el siguiente escrito, que incluido junto a uno de Felipe Hernández Cava y otro de Ángel González García, se publica en el catálogo editado para la ocasión.
* * *
Cuanto
sucede en las pinturas de Andrés Rábago sucede en silencio. Este del silencio
es acaso su rasgo íntimo más reseñable, como sus rasgos visibles, de los que
hablaremos también, son otros. Pero llama la atención en ellas, ante todo, ese
silencio que se extiende por todo el cuadro, un silencio silencioso. Hay
también silencios clamorosos (el
del ruiseñor lo es, quiero decir ese silencio que sigue a su canción una noche
de primavera, dormidos los húmedos campos, lejos de cualquier ciudad), o
rumorosos (el que sigue o el que precede a la lluvia de una tormenta de verano,
por ejemplo). El silencio de las pinturas de Andrés Rábago es el silencio de
los solitarios. No porque la mayor parte de las figuras que aparecen en esos
cuadros sean seres solitarios que siguen siendo solitarios incluso cuando se
acompañan de alguien, sino porque se trata de silencios que son a nuestros
pasos lo que nuestra sombra a nosotros mismos: adondequiera vamos, no se
despegará de nuestro lado. Adondequiera vayan los cuadros de Andrés Rábago, les
seguirá su silencio.
El
silencio de su pintura viene subrayado en cierto modo, como en el caso del
ruiseñor al que aludíamos, porque hay otra parte de la obra de Andrés Rábago
que es todo lo contrario, aquella en la que la imagen no es nada sin la
palabra. Me refiero a su trabajo como dibujante satírico con el seudónimo de El
Roto. En tales dibujos sus figuras hablan siempre, no podrían no hacerlo, son en tanto que piensan
en voz alta, son en tanto que dicen o, a menudo, por aquello a lo que aluden, sin
tener que concretarlo (esa es la alusión y la elipsis: un decir a medio
desvelar).
Y
antes de seguir hemos de referirnos, desde luego, a este hecho significativo en
alguien que ha sido y es, además de sí mismo, otro, siguiendo el mandato de
Rimbaud, aquel su célebre Je est un autre. Aunque no hemos de confundir a Andrés
Rábago con El Roto, como tampoco fue Andrés Rábago aquel Ops que dibujaba
inquietantes escenas mudas (y, ojo, no confundir silencio con mudez, ni al
silencioso con el mudo), hemos de tener presente que Andrés Rábago es, diríamos
como el pequeño filósofo de Azorín, Andrés Rábago, alguien que es en su pintura, que es pintura.
Claro
que el Andrés Rábago que fue en tiempos Ops, es en la actualidad, a ratos, El
Roto. De hecho se levanta siendo El Roto, con su viñeta satírica en El País, pero deja de serlo en
cuanto se pone delante del caballete o hace vida corriente con su familia y sus
amigos. En ese punto es Andrés Rábago, un hombre alto, flaco, de modales
reposados y distinguidos, cabeza de caballero de El Greco y cabellera de don
Quijote, y de carácter reservado, pero sumamente afable, risueño podríamos
decir, lo que aún parece hacer más excepcional esas viñetas diarias en las que
ha cristalizado el más fino, discreto y desolado espíritu crítico de nuestra
época, tan cercano a menudo a las truculencias de Gutiérrez Solana, que fue,
como el propio Rábago, un ser puro, delicado y bondadoso, ocupado de las cosas,
nunca de medirse con los demás.
Y
decía que si las pinturas de Andrés Rábago nos parecen tan abrumadoramente
silenciosas, acaso sea por todo lo que se dice y se habla en El Roto, tanto más
hondo y memorable cuando más conciso y lapidario (y tiempo y lugar habrá para
referirnos a ese hablar de El Roto, que encuentra en su brevedad, casi
conceptista, buena parte de su fuerza, como si se tratara de verdaderos
aforismos en la mejor tradición de la literatura moral aforística, de
Lichtenberg a Cioran, pasando por Nietzsche; y para otro momento esa
hibridación de Ops y El Roto en algunas de sus viñetas mudas, que tantas
semejanzas tienen a menudo, en tanto que dibujos, con algunas de sus pinturas).
Acostumbrados a que las figuras de sus viñetas se adelanten a nuestro
pensamiento y nos digan algo, por lo general atemporal, pese a nacer de hechos
y circunstancias cercanas y reconocibles por todos, acostumbrados a esa
elocuencia parva, acostumbrados en sus viñetas satíricas a escuchar, decía, en
sus pinturas parece suceder lo contrario: somos nosotros los que hemos de
abrirles el alma y hablar a los personajes que hay en ellas, que están
esperándolo.
Le
ha oído uno algunas veces hablar al propio Andrés Rábago del alma, en la que
cree como creemos todos, de una manera tan vaga como firme, un alma que está un
poco por todas partes, no sólo en nosotros, sino en las cosas y en la pintura
también. Un alma que trasciende pero no es trascendental, un alma inmanente,
como la llamaba Juan Ramón Jiménez. No es ajeno a ello, quizá, el hecho de ser
él persona que practica la meditación, cuyo objeto es poder mirar todo lo
nuestro desde un lugar fuera del espacio y durante un tiempo fuera del tiempo.
Así tal vez podríamos explicar que el alma a la que él se refiere, la que nos
piden sus cuadros, no tenga
propiamente edad, como tampoco ojos. Envejecemos, pero en nuestros ojos
mira el niño que fuimos, y la mirada no podría envejecer. Tampoco el alma lo
hace, y el lenguaje que entiende el alma, en pintura, es el sentimiento, en el
que tampoco hay edad.
Edad
tienen, por el contrario, las formas.
De
estas ideas ha hablado uno con el pintor algunas veces. De estas cosas conviene
hablar, sin embargo, sin levantar la voz, incluso sin terminar las frases. Con
sobreentendidos. Quien busque convencer con ellas a alguien, habrá perdido su
tiempo y lo habrá hecho perder. Decíamos que el ama de sus pinturas no tiene
edad, pero sí la tienen las formas en las que están pintadas, el traje que ha
querido darles. Las formas son principalmente tiempo, modo, lugar. Todos
hablamos de una manera, los pintores pintan cada cual con la suya. Nos
distinguen por ella, y sabrán de nosotros y de nuestro tiempo sólo con mirar
esas maneras. Las formas de las pinturas de Andrés Rábago remiten a una época
concreta de la vanguardia. No es difícil encontrar para estas pinturas unos
precedentes en la vanguardia europea, como tampoco nos resultará difícil
encontrarle a sus dibujos parentescos en dibujantes españoles. Que si
surrealismo, que si constructivismo, que si tubismo, como decía el vanguardista
Francisco Vighi con un humor finísimo: “que si patatín, que si patatán” (y he
traído a colación al humorista Vighi porque no ha de olvidársenos que a las a
menudo desoladoras y dramáticas viñetas de El Roto la gente común todavía las
sigue llamando “chistes”). Dejémosles, pues, las genealogías a los
historiadores del arte, a los críticos. El lenguaje de la vanguardia, hoy, cien
años después, es ya para nosotros común y circulado. Lo hallamos en todas
partes, en la alta cultura o en la cultura popular y de masas, en forma de
cuadro museable o de calendario publicitario, sin que a menudo podamos o
sepamos distinguir unas de otras. Que las pinturas de Rábago se parezcan a este
o al otro pintor, da un poco igual. Todos nos parecemos a alguien (y ay, del
que no se parezca a nadie) y a la postre, si somos auténticos, como es el caso
de Rábago, y en el suyo en grado superlativo, nada ni nadie se parece a
nosotros. Los parecidos no son mejores o peores. Importa lo que somos, importa
lo que estas pinturas son y quieren ser, por lo que son, no por lo que parecen.
De hecho podrían haberse revestido de cualquier forma del trecento italiano:
¿no hay algo en ellas arcaico y elemental, y sus personajes, como los del
Giotto o Fra Angelico, pareciendo caminar, no están detenidos esperando algo,
el acontecer? Que Rábago haya recurrido a ese lenguaje un tanto frío, pulido,
esmaltado, tiene que ver no por lo que suena en él, sino por lo que quiere
decirnos: ese silencio, dicho además en el lenguaje del sentimiento, que es
siempre la temperatura del alma. Por eso advertíamos que los personajes de sus
cuadros están suspendidos en ellos, en silencio, esperando una voz, y ésta la
esperan en el tono más cálido.
Pero
suspendidos no quiere decir inactivos, por lo mismo que el silencio no es la
inacción, al contrario. Percibimos algo religioso en sus pinturas. Al principio
no sabemos qué, como un generalizado ora et labora. Los personajes de sus
cuadros son gentes modestas que viven de sus manos, que parecen ir y venir (ya hemos
convenido que están esperando) como vive de las suyas el propio Andrés Rábago.
Ahí tenemos al malabarista, al pintor de brocha gorda, a los cazadores, a la
mujer que porta la luz, al pescador, al aguador, al bombero (y el propio Rábago
llama nuestra atención sobre la importancia que el agua tiene en su pintura,
como símbolo de la vida, y uno llama a su vez la atención de su amigo
recordándole que del agua hacía nacer el pintor Ramón Gaya a la misma pintura),
al niño de la cometa (los niños no juegan con su cometa, trabajan con ella y
con el aire, por lo mismo que el adulto juega con fuego, y aquí hay también
algunos personajes que juegan con el fuego), al que indaga en las raíces de la
tierra, al mercenario herido…
Todos
ellos hacen cosas y no nos extraña en absoluto vérselas hacer. Es propio del
hombre hacerlas. Y las hacen en silencio, y de pronto, advertimos nosotros el
misterio que rodea a esos personajes: saber que son en tanto que callan,
como los de sus viñetas son en tanto que dicen.
Y
llegados a este punto acaso hayamos llegado al meollo de las pinturas de Andrés
Rábago, a su misterio, ese alma de la que siempre nos resultará difícil decir
algo en su justo punto.
Son
desde luego pinturas de clima, pinturas literarias. Pero la pintura no es literatura
ni tampoco clima, sino aire. Percibimos en ellas algo extraño, algo que está
sucediendo, aunque no acabamos de saber qué exactamente. Algo, sin embargo, nos
detiene a nosotros también y nos retiene y suspende como les ha sucedido a los
personajes que participan en esas escenas. ¿Qué es ello? Sentimos que ese
silencio y ese tono cálido, lo más evidente de ellas, nos resultan acogedores,
nos amparan, nos asilan.
Nosotros
mismos nos sentimos atañidos por algo de lo que no puede hablarse, como apenas
podemos hablar de cierta poesía religiosa, mística.
Nos
gusta reconocer en sus cuadros a las gentes, saber que son personas que
trabajan con sus manos, que están cerca del agua, del fuego, del aire y de la
tierra. Que son solitarios y silenciosos. Que no parecen ni temer ni esperar,
como los estoicos, sino que viven en el recogimiento. Que son, como el
espíritu, constantes en su labor y que dejan en un rincón de sus vidas, como
deja el hombre fino en un rincón de sus labios, un lugar para la sonrisa que
nos arranca el misterio, el prodigio, lo inesperado cuando se presentan ante
nosotros sin malas intenciones. Que participan de la autenticidad inconfundible
de su creador como participaba aquel Augusto Pérez de la de Unamuno, cuando
tomó un tren para visitarlo en
Salamanca con el fin de solicitarle el indulto en la novela Niebla, gracia que se les
concede a los toros bravos, pero no a los grandes solitarios y silenciosos.
Se
me ha convocado en un mundo estrepitoso y precipitado, y a menudo cargado de malísimas
intenciones, para esto tan excepcional: celebrar las pinturas de un hombre al
que nadie podría tildar de extraño viendo con cuánta naturalidad, y afabilidad,
vive su inquietante mundo de solitario.
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El Roto, El discurso. Tarjeta anunciadora de la exposición. |